Reseña de libro: Los archivos de Guantánamo: Las
historias de los 774 detenidos en la prisión ilegal de EE.UU.
06 de diciembre de 2007
Andy
Worthington
Esta crítica, titulada "Show trials and errors" (Farsa judicial y errores), ha sido escrita por Stephen
Grey y aparece en el New Statesman de esta semana.
En El archipiélago Gulag, Alexander Solzhenitsyn nos recordaba que, para el KGB, la psicología
moderna hacía innecesaria la tortura física al estilo medieval. Las torturas
psicológicas, ideadas por médicos, eran igual de dolorosas y eficaces. Como me
dijo recientemente Bisher al-Rawi, recién liberado en Gran Bretaña tras cuatro
años en Cuba: "Creo que el efecto psicológico de esta experiencia, en mi
opinión, supera con creces al físico. Creo que los [efectos] físicos se
superan. Con los [efectos] psicológicos vives toda la vida".
La tortura, dejó claro Solzhenitsyn, era muy eficaz. No para obtener la verdad, por supuesto, sino
para aterrorizar a la población y obtener las importantísimas confesiones,
confesiones que legitimaban todo un sistema de represión. En sus esfuerzos por
obtener el máximo de información de los cerca de 800 prisioneros del campo,
muchos sufrieron tormentos físicos y psicológicos. Los físicos iban desde
palizas hasta ser atados en posiciones de estrés y alimentados a la fuerza,
pasando por las atenciones de la ERF (emergency response force (fuerza de
intervención de urgencia)). El estrés psicológico procedía de los
confinamientos en solitario, el bombardeo con música extraña, las burlas
crueles, las amenazas mortales y, sobre todo, la incertidumbre de muchos sobre
dónde y por qué estaban retenidos o a qué futuro se enfrentaban.
En The Guantánamo Files (Los archivos de Guantánamo), de Andy Worthington, toda la historia
del campo cubano emerge como un experimento espantoso en el que los sospechosos
de terrorismo se convirtieron en cobayas de un vasto experimento de métodos
para descifrar el alma humana. Hasta los atentados del 11 de septiembre de
2001, pocas de estas técnicas se habían perfeccionado; pocos entre los
militares estadounidenses habían sido adiestrados en su uso. ¿Qué información
se obtuvo de este programa? ¿Consiguió realmente ayudar a combatir la amenaza
de Al Qaeda? La respuesta corta es: todavía no lo sabemos. La mayoría de las
confesiones extraídas a prisioneros estadounidenses siguen siendo documentos clasificados.
Los archivos de Guantánamo son un trabajo de investigación poderoso,
esencial y necesario desde hace mucho tiempo, que proporciona el primer
"quién es quién" real de los detenidos en la base cubana. Aunque su
corazón está del lado de los prisioneros, Worthington se esfuerza por ser
objetivo. Sin embargo, como él mismo admite, gran parte de su relato se basa en
afirmaciones unilaterales, tanto de las autoridades estadounidenses como de los
prisioneros del campo.
Buscar la verdad sobre Guantánamo es ciertamente difícil cuando la información está tan contaminada
por la propaganda, las técnicas abusivas y la mera ignorancia de muchos de los
implicados, así como por las restricciones sobre lo que los implicados pueden
decir con seguridad en público. Gran parte de lo que oímos procede de
acusaciones basadas en información de inteligencia estadounidense que no
podemos ver o de los abogados de los presos que, aunque valientes en su trabajo
pro bono, tienen la obligación profesional de no revelar información
perjudicial sobre sus clientes.
Los archivos de Guantánamo ofrece un examen refrescante de los relatos de
los propios presos, extraídos principalmente de las transcripciones de los
Tribunales de Revisión del Estatuto de Combatiente celebrados en la base y
publicados tras una solicitud de libertad de información.
Los dados están cargados en contra de los prisioneros. La más mínima relación con los talibanes
o la militancia islámica se considera prueba de enemistad, por lo que es
difícil que los presos digan la verdad. Por eso, las historias de muchos presos
distan mucho de ser convincentes: uno tras otro dice que estuvo en Afganistán
por obras de caridad, para buscar esposa, por pura curiosidad o incluso, por
increíble que parezca, para pescar. Un prisionero puede confirmar que estuvo en
las montañas de Tora Bora con Osama Bin Laden, pero sólo porque tropezó con
malas compañías cuando intentaba huir hacia Pakistán.
Pero, aunque el libro corre de un relato a otro, resulta más impactante cuando examina los relatos en
detalle y compara unos con otros. Sólo entonces queda claro que, aunque es
evidente que muchos prisioneros mienten, muchos otros son sinceros. De los
cientos de presos llevados a Guantánamo, descritos por el Pentágono como
"lo peor de lo peor", pocos emergen como "peces gordos" de Al Qaeda.
En cambio, vemos claras pruebas de una redada posterior al 11 de septiembre en la que los
militares estadounidenses fueron engañados para que detuvieran a los peces
pequeños, tanto por los señores de la guerra de Afganistán, que se embolsaron
grandes recompensas por su cooperación, como por los agentes de inteligencia de
Pakistán, que recogieron maletas igualmente grandes de dinero en efectivo.
Al precipitarse a la batalla sin apenas preparación, los soldados estadounidenses no sólo capturaron
a militantes islamistas, sino también a miembros probados de grupos misioneros
como al-Tablighi (un grupo dedicado a una versión estrictamente no violenta de
la yihad), así como a trabajadores subalternos de organizaciones benéficas
musulmanas con un historial probado de labor humanitaria.
Adel Hamed, sudanés que trabajaba en Pakistán para una organización benéfica saudí, la Asamblea
Mundial de la Juventud Musulmana, fue condenado en un tribunal porque la
organización "apoya ideales y causas terroristas". Un militar
estadounidense discrepante señaló que esas ONG también tenían "numerosos
empleados y trabajadores voluntarios que desempeñaban funciones humanitarias
legítimas." Y, sin embargo, el presidente del tribunal dictaminó de forma
elocuente que, a pesar de todo, el caso superaba el "escaso obstáculo
probatorio" de este tipo de vistas.
Una y otra vez, los detenidos se enfrentan a acusaciones de denunciantes cuyas identidades se
mantienen en secreto. Cuando sus identidades se revelan, la información y la
acusación a menudo pueden demostrarse falsas. Abdul Salim Siddiqui, tendero
paquistaní, se enfrentó a una de estas acusaciones anónimas (que dirigía una
"red de madrasas" capaz de reclutar a 5.000 soldados para Al Qaeda) y
declaró ante el tribunal: "La persona que hizo estas acusaciones o estaba
borracha o no tenía cerebro". Después de tres años en los que Siddiqui
intentó demostrar su inocencia, un miembro del tribunal le dijo finalmente:
"Te creo", y fue puesto en libertad.
Ejemplos como éste demuestran no sólo por qué los detenidos de Guantánamo merecen juicios justos, sino
también por qué tanta información secreta no puede considerarse fiable hasta
que el escrutinio público la ponga a prueba.
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