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Irak y la batalla del Potomac
¿Qué podría ir bien?

Peter Van Buren
TomDispatch
15 de noviembre de 2014

Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García

    Introducción de Tom Engelhardt

    La semana pasada, el New York Times puso en primera plana una nota sobre los planes “iraquíes” de montar “una gran ofensiva en primavera contra los combatientes del Estado Islámico”. Su objetivo, entre otros: recuperar la segunda ciudad del país, Mosul. El plan, escribieron Michael Gordon y Eric Schmitt, estaba “siendo concebido con la ayuda de planificadores militares estadounidenses [y] requeriría la instrucción militar de tres nuevas divisiones del ejército iraquí –más de 20.000 hombres– en los próximos meses”.

    Ahora, seguidme durante un minuto mientras me meto en la historia. En la primavera de 2003, George W. Bush y sus compinches echaron abajo el régimen de Saddam Hussein. Una invasión a muy gran escala, naipe de 52 barajas, decapitaciones, “sucedieron cosas”, y todo lo demás. Sucedió que no pensaron mucho acerca de los militares fogueados en el combate, que habían peleado una guerra a muerte contra Irán durante ocho años. Demasiado influido por el partido Baaz, demasiado acostumbrado a su funcionamiento antes de la liberación. Entonces, el procónsul de Bush en Irak, Paul Bremer, sencillamente tiró todo el ejército iraquí al cubo de la basura. Oficialmente, disuelto en mayo de 2003. Es decir, sin la ayuda de nadie, puso en la calle a 400.000 militares iraquíes bien adiestrados, incluyendo toda su oficialidad, asegurando así tanto la futura insurgencia como la creación del grupo que la administración Bush había estado reclamando como una de sus justificaciones para la invasión: una rama iraquí de al-Qaeda. Hasta entonces no existía, pero con toda seguridad iba a existir después de Bremer, y algunos de esos veteranos iraquíes sin empleo iban a echar una mano.

    Mientras tanto, los estadounidenses empezaron todo de nuevo y para 2011, ya habían adiestrado, asesorado y armado un nuevo ejército iraquí de 350.000 hombres a un costo de miles y miles de millones de dólares del contribuyente. Todo un logro, si uno lo piensa. Solo un problema: a finales de ese año, los soldados de EEUU abandonaron Iraq (“con la frente bien alta”, como proclamó el presidente Obama, dejando allí el nuevo ejército iraquí. ¡El pobrecillo tenía solo ocho años! Apenas un niño. Todo el mundo sabe qué pasa cuando dejas solo en casa a tu hijo.

    Entonces, demos un salto adelante de unos pocos años; por supuesto, pasó lo peor que podía pasar. Ese ejército, lleno de “soldados fantasma”, se vino abajo frente a un número relativamente pequeño de combatientes del Estado Islámico comandados por... sí, habéis adivinado: los antiguos oficiales del disuelto ejército iraquí (versión actualizada de al-Qaeda en Irak). Abandonó la mayor parte de su armamento, vehículos y vaya uno a saber cuántas cosas más; una virtual autodisolución y huida de las ciudades del norte de Irak.

    Habéis tenido mucha paciencia conmigo; regresemos ahora al momento presente, es decir, el notable e innovador plan de Washington para crear lo que en esencia es el tercer ejército iraquí, incluyendo su financiación y equipamiento. Cuando yo era niño, acostumbrábamos decir, tres bolas perdidas y quedas fuera. Pero es evidente que en Washington no existe ese número mágico que define cuántos ejércitos iraquíes se pueden disolver antes de que la cosa empiece a oler mal. Mientras tanto, podéis suponer una cosa: toda la planificación para una futura ofensiva en Iraq significará más asesores estadounidenses, más botas estadounidenses sobre el suelo iraquí y nuevas escaladas bélicas por venir. Y con más escaladas e incluso otro ejército iraquí, siempre hay una esperanza, ¿no es así? La esperanza de que todo vuelva a torcerse una vez más. Ciertamente, eso es lo que piensa el denunciante* del Departamento de estado, Peter Van Buren, miembro regular de TomDispatch y autor de We Meant Well: How I Helped Lose the Battle for the Hearts and Minds of the Iraqi People.

* * *

Cuatro meses en la tercera guerra de Iraq y aparecen las grietas en el campo de batalla y en el Pentágono

Karl von Clausewitz, el famoso pensador prusiano en cuestiones militares es muy conocido por su aforismo “La guerra es continuación de la política por otros medios”. Pero ¿qué pasa con una guerra en ausencia de una política de Estado coherente?

En realidad, hoy lo sabemos. Lo que pasa es la tercera guerra iraquí de Washington, la operación Resolución Inherente. En sus primeros pasos, yo pregunté con sarcasmo: “¿Qué es lo que puede ir mal?”. Cuando la operación entra en su cuarto mes, la respuesta a esa pregunta ya es tristemente clara: prácticamente todo. Puede ser tiempo de preguntar, con toda seriedad: ¿Qué podría ir bien?

Saber lo bueno y lo malo

La última guerra estadounidense fue empezada como una misión humanitaria. El objetivo de las primeras operaciones de bombardeo aéreo era salvar a los yizadíes, un grupo del que muy pocos estadounidense habían oído hablar hasta entonces, del genocidio a manos del Estado Islámico (EI). Sin embargo, en cuestión de semanas se había convertido en una campaña de bombardeo a gran escala, una vez más contra el EI en Iraq y Siria con su propia “coalición de los dispuestos” y 1.600 militares estadounidenses sobre el terreno. ¿Una pendiente resbaladiza? Estaba cubierta de teflón. Pensad en lo que podría suceder, después de varios años de aquella época de la escalada bélica en Vietnam, pero todo comprimido en un semestre.

En ese tiempo, ¿qué es lo que anduvo bien? Una breve respuesta: Prácticamente nada. En realidad es duro decirlo; quizá la “buena noticia” es que el EI no ha conseguido todavía controlar demasiado territorio en el resto de Iraq y Siria, y que Bagdad no se ha perdido. Sin embargo, era probable que esto se lograra incluso sin la intervención de EEUU.

Y podría estar la posibilidad de una “victoria” en el horizonte, a pesar de que las consecuencias siguen siendo poco claras. Washington puede “ganar” en la sitiada ciudad kurda de Kobane, justo en la frontera turca. Si fuera así, sería una falsa victoria, con la garantía de que su consecución no aportaría nada de importancia. Después de todo, entre el bombardeo y la batalla en las calles, la ciudad está casi destruida. Lo que trae a la memoria el comentario de un oficial estadounidense anónimo sobre la capital provincial de Ben Tre, en Vietnam: “fue necesario destruir la ciudad para poder salvarla”.

Más de 200.000 refugiados han dejado ya Kobane, muchos de ellos con serias dudas de si podrán volver alguna vez, dada la destrucción. Los estadounidenses han tenido dificultades para estimar a cuántos combatientes han matado con los bombardeos de la ciudad. Un grupo de derechos humanos con base en el Reino Unido dice que son exactamente 464, un número tan específico como para despertar sospechas, pero no importa. La historia nos dice que en este tipo de guerras el recuento de cuerpos significa bien poco.

Y esta es, gente, la “buena noticia”. Pero esperad un momento; aquí están las malas.

Esa coalición

La relación elaborada por el Departamento de Estado de EEUU establece que la coalición que apoya las acciones estadounidenses contra el EI incluye a 60 países. De muchos de ellos (Somalia, Islandia, Croacia y Taiwan, entre otros) no se ha vuelto a saber nada fuera de los salones de Foggy Bottom. No hay evidencias de que los “aliados” árabes de EEUU, como Arabia Saudí, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos, cuyas economías financiaron durante mucho tiempo grupos rebeldes extremistas sirios –incluyendo el EI– y cuya participación en los primeros ataques aéreos fue anunciada con bombos y platillos como un triunfo, continúen volando.

Ausentes las pocas naciones que a menudo suelen aparecer como partidarias de la geopolítica estadounidense (Canadá, Reino Unido, Alemania y, cada vez más últimamente, Francia) esta ensalada internacional se transformó rápidamente en el amasijo de Washington. Incluso peor, países como Turquía, que en realidad podrían haber asumido un rol importante en la derrota del EI, dan la impresión de que han preferido no ser de la partida. Más allá de cómo se registra esta actitud en Estados Unidos, en el resto del mundo la nueva guerra en Medio Oriente es vista como una muestra más del unilateralismo estadounidense, que encaja perfectamente en la narrativa islámica más extremista.

La unidad iraquí

La solución política final de pelear la guerra en Iraq, es decir, el tan alabado gobierno “inclusivo”, que une a shiíes, sunníes y kurdos, ha quedado rápidamente en nada. A pesar de que el primer ministro Haider al-Abadi eligió a un sunní para que se hiciera cargo del ministerio de defensa de Iraq y dirigiera a un derrotado ejército iraquí, su decisión más reveladora ha sido el nombramiento del ministro del interior: Mohammed Ghabban, un político shií poco conocido que justamente está aliado con la organización Badr.

Aunque en EEUU muy pocos recuerdan a la gente de Badr, todos los sunníes de Iraq la recuerdan muy bien. Durante la ocupación estadounidense de la segunda guerra de Iraq, la milicia Badr tuvo famosos escuadrones de la muerte después de haber infiltrado el mismo ministerio del interior que ahora encabeza Gabbhan. Para los sunníes, el ascenso de un líder Badr al posiblemente el cargo más importante del gabinete es lo mismo que varios clavos en la tapa del ataúd de la unidad iraquí. Gabbhan también está involucrado en el incremento de la influencia de las milicias shiíes convocadas por el gobierno de Bagdad para defender la capital en vista de que el ejército iraquí no es capaz de hacerlo.

Esas milicias han utilizado la situación como excusa para el aumento paulatino de una campaña de atrocidades contra los sunníes a quienes les ponen la etiqueta de “EI”, tal como pasó en la segunda guerra de Iraq, cuando muchos sunníes fueron asesinados después de etiquetarlos prestamente de “miembros de al-Qaeda”. Además de esto, los militares iraquíes se han negado a detener tanto el bombardeo de artillería como las ataques aéreos de zonas donde viven civiles sunníes, a pesar de lo prometido por el primer ministro. Esto hace que al-Abadi parezca tanto un inútil como un falso. ¿Queréis un ejemplo? Esta semana, para celebrar un triunfo contra el EI, Iraq cambió el nombre de una ciudad a orillas el Éufrates. Jurf al-Sakhar, u “orilla rocosa”, ahora se llama Jurf al-Nasrl, u “orilla de la victoria”. No obstante, la que una vez fue una ciudad sunní, hoy está vaciada de sus 80.000 habitantes y sus edificios completamente destruidos por los ataques aéreos, los atentados con bomba y el fuego de artillería coordinados por la milicia Badr.

Mientras tanto, Washington se aferra al más nefasto engaño de la segunda guerra de Iraq: la afirmación de que el Despertar de Anbar –la estrategia estadounidense consistente en armar las tribus sunníes y traerlas al nuevo Iraq mientras se expulsaba a la franquicia iraquí de al-Qaeda (el “viejo” EI)– realmente funcionaba en el terreno. De momento, esta afirmación está en los cimientos de la política de Estados Unidos. Por supuesto, el fracaso que le siguió fue por culpa de esos malditos iraquíes, sobre todo el gobierno shií de Bagdad, que fastidió todo lo bueno que habían hecho los militares de EEUU. Después de haberse engañado a sí mismo creyéndose este mito, Washington espera ahora recrear el Despertar de Anbar y traer a los mismos sunníes de antes al nuevo, novísimo, Iraq mientras se expulsa al EI (la “nueva” al-Qaeda.

Para convencerse de que esto funcionará, es necesario ignorar la naturaleza del gobierno de Bagdad y creer que los sunníes no recuerdan que fueron abandonados por EEUU en la primera ocasión. Lo que acude a la mente es el punto de vista de un comentarista de la guerra de hoy: “Si al principio no tenemos éxito, hagamos lo mismo pero con más fuerza, mejor tecnología y gastando más”.

En el entendimiento de que es posible que los sunníes no caigan dos veces en el mismo engaño, el Departamento de Estado está ahora dándole vueltas a la idea de crear una fuerza militar completamente nueva: una “guardia nacional” sunní. Sería como una infernal “copia de seguridad”. Después de todo, estas unidades no serían otra cosa que las milicias sunníes con un nuevo nombre, y de ninguna manera serían incorporadas al ejército iraquí. En lugar de ello, permanecerían en territorio sunní al mando de jefes locales. Todo en aras de la unidad.

Aquí se presenta otro aspecto de la estrategia estadounidense que podría no ir bien.

Incoherencia estratégica

Las fuerzas potencialmente alineadas en Iraq para luchar contra el Estado Islámico incluyen el ejército iraquí, milicias shiíes, algunas milicias tribales sunníes, los peshmerga kurdos y los iraníes. En el mejor de los casos, estas fuerzas solo tienen contactos intermitentes unas con otras y, casi siempre, no tienen contacto alguno. Cada una de ellas tiene sus propios objetivos, cada uno de ellos en conflicto con los de las demás fuerzas. Pero aún se puede hablar de cierta coherencia si se las compara con la mezcolanza de combatientes que luchan en Siria, por lo general tan dispuestos a matarse unos a otros como a atacar al régimen de Bachar el-Assad y/o al EI.

En general, Washington actúa como si esos diversos caóticos y conflictivos grupos pudieran coordinarse a un lado y otro de las fronteras como si se tratara de unas cuantas piezas de ajedrez. Pero el presidente Obama no es Dwight Eisenhower en el día D del desembarco de Normandía, indicándole un objetivo a los ingleses, otro a los canadienses; y, en última instancia, conectándolos con la resistencia francesa en su camino hacia la liberación de París. Por ejemplo, los iraníes y las milicias shiíes ni siquiera fingen acatar las órdenes de los estadounidenses, mientras los políticos de Washington obstaculizan cualquier intento que haga la administración Obama de coordinar con los iraníes. Si queréis solo una razón por la cual, finalmente, Estados Unidos tendrá que retirarse de Iraq todavía una vez más o ceder la parte occidental del país al EI, o poner muchas, muchas, botas sobre el terreno, no tenéis más que mirar la incoherente estrategia de sus variadas y quejosas “coaliciones” en Iraq, Siria y en el mundo.

El Estado Islámico

A diferencia de Estados Unidos, el Estado Islámico tiene una estrategia coherente y además la iniciativa. Sus militantes llevan tiempo ocupando y administrando exitosamente un territorio. Cuando se enfrentan con un poder aéreo que no pueden contrarrestar, como pasó en agosto en la gigantesca presa de Mosul, Iraq, sus combatientes –en la mejor tradición guerrillera– se retiran y se reagrupan. El movimiento está conduciendo una campaña brutal y sanguinaria, masacrando a los sunníes que se le oponen y a los shiíes que capturan. En una acción particularmente horrorosa, el EI asesinó a más de 300 sunníes y arrojó los cadáveres a un pozo. Recientemente, ha avanzado bastante en dirección a la capital kurda de Erbil, revirtiendo las más tempranas victorias de los peshmerga. Los líderes de EI están utilizando con eficacia su propia versión de ataque aéreo –atentados suicidas con explosivos– en el corazón mismo de Bagdad y ya han alcanzado con fuego de mortero la Zona Verde, donde están el gobierno iraquí y la embajada de Estados Unidos; esto daña la moral de quienes viven y trabajan allí.

La principal fuente de financiamiento del EI, el contrabando de petróleo y el pago de rescates, continúa estando razonablemente segura, a pesar de que los bombardeos estadounidenses y la caída del precio del crudo en el mundo han recortado perceptiblemente los ingresos provenientes del petróleo. El movimiento continúa reclutando con notable vigor tanto en Medio Oriente como fuera de la zona. Cada ataque de EEUU, cada nueva escalada bélica, cada declaración exagerada sobre la amenaza terrorista, valida la imagen del EI en el centro de la audiencia islámica radical.

Las cosas en Siria tampoco son halagüeñas. El Estado Islámico se beneficia del vacío de poder creado por el intento a largo plazo del régimen de el-Assad de sofocar en su territorio el levantamiento de los sunníes “moderados”. Recientemente, combatientes vinculados con al-Qaeda han ocupado en el norte algunos bastiones clave que antes habían estado controlados por grupos rebeldes sirios respaldados por EEUU; una vez más, como pasó en Iraq, se hicieron con armas que los estadounidenses lanzaron desde el aire. Nada ha ido bien en relación con la esperanza que tenía Estados Unidos de que las facciones moderadas sirias aportarían alguna ayuda importante en algún momento futuro en la más vasta batalla contra el EI.

Problemas en el Potomac

Al mismo tiempo que la estrategia estadounidense puede estar faltando en el campo de batalla, en el Pentágono goza de buena salud. Una nota en el Daily Beast, que cita un torrente de filtraciones, acaba de dejar bien claro que los mandamases del Pentágono “están hartos de la traílla tan corta con que los tiene la Casa Blanca”. Los líderes más importantes critican el proceso de toma de decisiones en relación con la guerra, supervisado por la consejera Susan Rice, como “maníaco y obsesivo”. El secretario de defensa Chuck Hagel escribió un memorando, rápidamente filtrado, dirigido a Rice previniéndola de que la estrategia del presidente en relación con Siria se estaba deshilachando gracias a su poca claridad sobre la naturaleza de su oposición a el-Assad y porque no tenía un “final”. Mientras tanto, los “intelectuales” partidarios de los militares ya están empezando a hablar –los recuerdos de Vietnam– de “el atolladero de Obama”.

El presidente de la junta de comandantes, general Martin Dempsey, ha declarado públicamente dos veces su descontento con la política de la Casa Blanca. En septiembre dijo que harían falta entre 12.000 y 15.000 soldados de infantería para ir tras el Estado Islámico. El mes pasado, sugirió que en el futuro podría ser necesaria la infantería estadounidense para combatir contra el EI. Estas afirmaciones contrastan radicalmente con la insistencia de Obama de que nunca habrá tropas de combate estadounidenses en esta guerra.

En otro abierto desafío, esta vez al plan de crear unidades de la Guardia Nacional sunní, Dempsey estableció sus propias condiciones: no empezaría a instruir ni a asesorar a las tribus sunníes mientras el gobierno iraquí no aceptara armarlas; una posibilidad muy remota. Mientras tanto, a pesar de que para la Casa Blanca es prioritario adiestrar una nueva fuerza moderada de 5.000 combatientes, los principales jefes militares aún deben seleccionar un oficial que dirija el proceso que supuestamente descartaría a los insurgentes que no respondieran al perfil de moderado.

Tomada en conjunto, la posición de los militares –cercana a la sedición– se parece inquietantemente al rechazo de MacArthur a someterse a la voluntad política del presidente Harry Truman en tiempos de la guerra de Corea. Pero no os asustéis sobre la posibilidad de una destitución estilo Truman de Dempsey en ningún momento próximo. Mientras tanto, el Pentágono tiene la mira puesta en alguien que esté en caída, como Susan Rice, que está en contacto muy estrecho con el presidente.

El Pentágono ha puesto sus cartas sobre la mesa y su juego está muy claro: la Casa Blanca está llevando mal la guerra. Y su mensaje es aún más claro: dado que se ha negado la posibilidad de mandar tropas de infantería, la operación Resolución Inherente fracasará. Cuando eso suceda, no nos echéis la culpa; ya os advertimos.

Nunca más

Los militares de Estados Unidos salieron de la guerra de Vietnam prometiéndose una cosa: cuando Washington estuviese buscando a alguien a quien echarle la culpa, no serían a ellos a quienes se cargaría el muerto. Según una prominente escuela de pensamiento histórico dentro del Pentágono, en Vietnam los militares hicieron lo que se les había pedido que hicieran y tuvieron éxito, y solo encontraron una carencia de estrategia general y una sobreabundancia de microgestión llevada a cabo por los líderes políticos de Washington para que pareciese que los militares habían fallado. A partir de una mitología de tiempos de guerra esto creció hasta convertirse en los cimientos del pensamiento estratégico del Pentágono, y quedó reflejado tanto en la Doctrina Powell como en la Doctrina Weinberger. Esto se podría resumir así: este pensamiento exige que los políticos decidan en detalle el dónde, el cuándo y el porqué de necesidad de luchar. Cuando se ha elegido una pelea, los políticos deben permitirles atacar con fuerza abrumadora, ganar y regresar a casa.

La idea ha funcionado casi demasiado bien; alcanzó su punto más alto de eficiencia en la primera guerra de Iraq, la operación Tormenta del Desierto. En la mente de los políticos, desde el presidente George W. Bush para abajo, estaba la idea de que la “victoria” acabaría con las duras críticas surgidas por lo de Vietnam, solo para dar lugar a los desastres que le seguirían, desde las guerras de Bush hijo hasta los ataques aéreos de Obama en estos días. No es necesario tener una bola de cristal para ver lo escrito en la arena de Iraq y Siria. Los militares ya pueden presentir el fracaso futuro que flota como un miasma sobre Washington.

Dentro o fuera, con botas o sin ellas, sean cuales sean sus equivocaciones y locuras, los que mandan en el Pentágono ya están haciendo campaña estratégica para ganar al menos una batalla: cuando la tercera guerra de Iraq termine en derrota, como seguramente sucederá, no serán ellos quienes paguen las consecuencias. De las pocas cosas que pueden ir bien, la apuesta inteligente es que el Pentágono salga victorioso; pero solo en Washington, no en Medio Oriente.

Nota:

* La palabra “denunciante” no tiene la sonoridad, ni la vistosidad, ni el simbolismo de “whistleblower” (literalmente: soplador de silbato) del original en inglés. (N. del T.)

Peter Van Buren hizo sonar su silbato cuando en su primer libro, We Meant Well: How I Helped Lose the Battle for the Hearts and Minds of the Iraqi People (Fuimos claros: cómo ayudé a perder la batalla por el corazón y la cabeza del pueblo iraquí) denunció el despilfarro y la mala administración del Departamento de Estado de EEUU. Miembro regular de Tom Dispatch, Peter escribe sobre acontecimientos de actualidad en su blog WeMeantWell. Su nuevo libro, Ghosts of Tom Joad: A Story of the #99Percent (Los fantasmas de Tom Joad: una historia del 99 por ciento).

Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/175920/


 

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