Status quo en Guantánamo: La tortura sin fin
Jeffrey St. Clair
CounterPunch
7 de diciembre de 2013
Traducido para Rebelión por Silvia Arana
Era poco después de las cinco de la mañana de un día sábado del mes de abril pasado, cuando los prisioneros de
un bloque del Campo 6 de la Prisión de la Bahía de Guantánamo se habían
congregado para las plegarias matinales. De repente, las luces se apagaron, se
abrieron las puertas estrepitosamente y las granadas de gases lacrimógenos
explotaron en la sala.
Los guardias militares embistieron contra el grupo de detenidos lanzando balas de goma. Tres
hombres cayeron al piso, emitiendo gemidos de dolor por el impacto de los
proyectiles "no letales". Los otros presos, la mayoría de los cuales
figuran en la lista de "recomendados para ser liberados", fueron
obligados a tirarse al piso con las armas apuntándoles a la cabeza y forzados a
quedarse boca abajo por tres horas.
Según las autoridades de Guantánamo, la acción estaba destinada a aplastar las protestas
de los detenidos, quienes habían cubierto las cámaras de vigilancia con mantas.
Pero probablemente la embestida de los guardia cárceles era una represalia
contra los presos en huelga de hambre.
La redada ocurrió solo unas horas después de que la Cruz Roja Internacional se fuera de la
cárcel, después de hacer una investigación de abusos contra los presos que
entonces cumplían doce semanas de huelga de hambre.
El disidente político marroquí Younous Chekkouri, uno de los detenidos maltratado por los
guardias esa mañana, está en Guantánamo desde el 2002. Anteriormente estuvo
preso cinco meses en una lúgubre cárcel de Kandahar, adonde había sido llevado
en las primeras redadas de la guerra de Afganistán. En todo ese tiempo no se
presentó ningún cargo contra Chekkouri ni tampoco se le permitió presentar su defensa.
La caída de Chekkouri en el mundo kafkiano comenzó el verano del 2001. Estaba viviendo en
un suburbio de Kabul, trabajando para una organización humanitaria enfocada en
ayudar a niños de origen marroquí. Después de los ataques del 11 de septiembre,
Chekkouri decidió mudarse con su joven esposa a Pakistán, donde había cursado
estudios universitarios en Islamabad. Su esposa viajó primero y él la siguió
pocos después pero fue detenido en la frontera en las redadas de hombres de
ascendencia árabe. Fue duramente interrogado por agentes de inteligencia de
Pakistán, quienes, sin fundamentos, lo identificaron como miembro de un grupo
terrorista marroquí. Lo llevaron a una prisión en las afueras de Kandahar y
cinco meses después fue entregado a la CIA.
La CIA interrogó a Chekkouri durante varias semanas en una prisión secreta en Afganistán. No
reveló nada de valor y pronto los espías lo catalogaron como un error en la
guerra contra el terrorismo. Pero de cualquier manera, los agentes pensaron que
podrían sacarle información sobre otros árabes de la región y lo enviaron a
Guantánamo, esperando que la dureza de la prisión lo ablandara.
Los interrogatorios posteriores fueron numerosos, unos más duros que otros. Pero Chekkouri siempre
respondía lo mismo: no sabía nada de ninguna conspiración y no tenía ninguna
vinculación con terroristas. Al cabo de unos pocos meses, los interrogadores se
resignaron a aceptar el hecho de que Chekkouri no tenía valor como informante.
Dejaron de interrogarlo. Pero el confinamiento de Chekkouri continuó sin
grandes variantes. Seguía sufriendo las reglas arbitrarias, la pésima comida,
la diana al alba cada mañana, la vigilancia de 24 horas por día, la falta de
material de lectura y el aislamiento del mundo exterior.
Pasaron los años, finalmente, un tribunal militar aconsejó secretamente que Chekkouri fuera
liberado. Sin embargo, siguió detenido sin perspectivas de liberación, y como a
docenas de otros detenidos, se le negó el derecho a cuestionar legalmente su encarcelamiento.
En la primavera de este año, Chekkouri se unió a la huelga de hambre llevada adelante por unos
cien detenidos en protesta por las desesperantes condiciones de detención. Al
principio, los militares de EE.UU. trataron de ocultar la huelga de hambre.
Después, se empezó a filtrar la verdad a la prensa, ante las airadas
desmentidas oficiales. La Cruz Roja envió una delegación a Cuba para
entrevistar a los presos, visita que generó como represalia el ataque al bloque
de Chekkouri.
Luego, las tácticas gubernamentales cambiaron. Empezaron a alimentar de una manera brutal a más de
44 de los presos, Chekkouri entre ellos. Lo sujetaron a una silla, al estilo de
las ejecuciones, con las piernas y los brazos atados. Se le insertó un tubo de
suero en el brazo. Lo dejaban atado a la silla por más de 20 horas. Después lo
llevaban a la celda. Pero el proceso de alimentarlo por la fuerza continuaba.
Los guardias volvían de noche, lo ataban a la cama, y le insertaban tubos por
la nariz, que bajaban por la garganta, volcando proteína líquida en el
estómago. Día tras día, semana tras semana, una tortura sin fin.
A pesar de que estos hombres no tienen nada para confesar. No poseen conocimientos secretos que
podrían ser extraídos mediante el sufrimiento prolongado. No cometieron
crímenes que ameriten esos castigos salvajes. Los tormentos no cumplen el
objetivo de desarticular una amenaza. Esto es tortura porque sí, tortura por
tortura, en una parte del mundo sin restricciones legales ni morales. Es, en
otras palabras, sadismo.
Pocas semanas después de la redada en el bloque de Chekkouri, Obama dio un discurso en la
Universidad de Defensa Nacional pidiendo el cierre de Guantánamo por haberse
convertido "en un símbolo, por todo el mundo, de que EE.UU. no respeta las
leyes". Agregó: "Nuestros aliados no cooperarán con nosotros si un
terrorista es llevado a Guantánamo".
Pero la fastuosa retórica de Obama queda desmentida por las despiadadas tácticas legales que el
gobierno usa contra los detenidos. En audiencias judiciales por los casos de
alimentación por la fuerza, solo pocos días después del discurso de Obama, el
Ministerio de Justicia sostuvo que la detención indefinida de presos, que desde
hace mucho tiempo habían sido recomendados para ser liberados, es un objetivo
del gobierno. Los abogados de Obama sostuvieron: "El interés público se
basa en mantener el status quo".
Es decir, un acto criminal sirve para perpetuar otro acto criminal. Un pecado sostiene otro pecado.
Jeffrey St. Clair es el autor Been Brown So
Long It Looked Like Green to Me: the Politics of Nature, Grand Theft Pentagon y Born Under a Bad
Sky. Su libro más reciente es Hopeless:
Barack Obama and the Politics of Illusion. Se puede contactarlo en: sitka@comcast.net.
Fuente: http://www.counterpunch.org/2013/12/06/where-the-torture-never-stops/
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