09 de diciembre de 2018
El gran escritor chileno recuerda un pequeño triunfo personal y una pequeña muestra de
poder dinástico
Nuestras noches con el presidente Bush
Ariel Dorfman
Página|12
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Ahora que G. H. W. Bush duerme por la eternidad, no puedo sino recordar dos noches intensas
durante las cuales mi mujer y yo dormimos a escasos metros de la pieza donde el
ex Presidente, sumamente vivo, se alojaba.
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Esta promiscua yuxtaposición sobrevino hacia fines de octubre del año 2001, en la ciudad de
Sydney, donde me habían invitado a dar la Conferencia Inaugural para celebrar
el Centenario de la Federación de Australia. Habíamos preferido no quedarnos en
la palaciega Casa del Gobernador con servidumbre a nuestra disposición, optando
por una recámara de ensueño en el Park Hyatt que ostentaba una vista
inigualable de la bahía y la Opera House, ademásde prometer una apreciable privacidad.
La vista resultó ser cierta, no así la ansiada privacidad.
Unas horas después de nuestra llegada, el gerente del hotel nos solicitó que nos juntáramos
con él para discutir algo importante. Un hombre corpulento y afable de origen
español, nos recibió en un rincón apartado del lobby. Quería saber -y se le
notaba el embarazo- si acaso no nos importaría trastrocar nuestra habitación,
solamente por un par de días, dijo, por una igualmente bella en otra ala del hotel.
Habiendo ya desempacado y disponiendo del paisaje más espectacular de todo Sydney, no fue
difícil responder que no teníamos la menor intención de mudarnos. ¿Tenía él
alguna explicación para su inesperada solicitud?
El gerente carraspeó antes de avisarnos que, por razones de seguridad, le era imposible
esclarecer el asunto pero que, naturalmente, acataría nuestros deseos.
Lamentaba, sin embargo, tener que cancelar nuestra reserva para el comedor del
hotel, ya que el restorán iba a cerrarse debido a un evento de carácter particular.
Fue únicamente esa noche, cuando nuestros anfitriones del centenario nos habían rescatado para
sacarnos a cenar afuera, que su jefe de protocolo mencionó, muy al pasar, que
estábamos compartiendo el Hyatt con nada menos que Bush padre, que se hallaba
en Sydney, junto a un séquito conspicuo, para asistir a una reunión del Grupo
Carlyle, la colosal firma financiera a la que asesoraba hacía tres años
(supimos, meses más tarde, que en esa ocasión se le pidió a la familia Bin
Laden que retirara sus fondos de la empresa).
De retorno a nuestro hotel, Angélica y yo no podíamos contener nuestra alegría insana al
haber despojado a Bush de los aposentos que tanto anhelaba. Por una vez le
habíamos ganado la partida a uno de los peces gordos que jamás ven frustrados
sus deseos. Para sentir antipatía por este específico pez gordo bastaba con la
invasión de Panamá, el tratado de Nafta, el perdón presidencial a Elliot
Abrams, aquel defensor de los contra y los escuadrones de la muerte, y, claro,
su Vicepresidencia junto a Reagan. Pero nuestra aversión tenía un origen
más personal: había operado él como Jefe de la CIA durante 1976 y 1977. Como
tal, tiene que haber estado al tanto, en forma exhaustiva, de la devastación
infringida a Chile por la dictadura pro-norteamericana de Pinochet y,
probablemente, había facilitado la coordinación de los aparatos de inteligencia
de ambos países en una época en que seguían desapareciendo opositores al régimen,
estaban todavía abiertos varios campos de concentración, y se torturaba a
mansalva. Más inexcusable era que Bush no mostraba la menor señal de haberse
arrepentido por la responsabilidad de Estados Unidos ante tantos sufrimientos.
No había acaso declarado –cuando un misil de su Armada había hecho explotar un
avión iraní en1990 con 290 civiles inocentes a bordo– que él “nunca iba a
disculparse por lo que hace los Estados Unidos de América. Nunca. No me importa
lo que sean los hechos.”
Y bien, he aquí un hecho que ese hombre que había ayudado a que nos robaran nuestro país no iba
a poder ignorar: ¡no nos robaría nuestro panorama resplandeciente!
Ingresamos a nuestra pieza –después de pasar dos tipos voluminosos en el corredor, guardando
la puerta al lado de la nuestra– y empezamos a reír en forma descontrolada,
soltando una sarta de comentarios indecentes sobre el ex Presidente. Lo
imaginábamos atenazado, revolcándose sobre su colchón de lujo, atónito de
frustración, vencido por dos chilenos cuya existencia desconocía.
–Oye –le dije a Angélica–, ¿qué te parece si tratamos de escuchar al hijo de puta a través de
la muralla? –Pero las paredes, como era presumible en ese tipo de hotel, eran
gruesas y la noche silenciosa y nuestro regocijo fue amenguando lentamente,
siendo sustituido por una idea ominosa.
–¿Y si le llega a ocurrir algo al tipo esta noche o mañana?
Los ataques del 9/11 habían ocurrido apenas seis semanas antes, ¿y qué blanco más jugoso para
los terroristas que el padre del Presidente norteamericano en ejercicio?
Nos miramos, consternados: ¿qué pasaría si, por alguna coincidencia demente,
hubiese justo ahora un atentado contra Bush el Mayor? ¿Quiénes serían,
entonces, los primeros sospechosos, quiénes tenían motivo y oportunidad suficientes?
Los revolucionarios chilenos que dormían en la pieza de al lado.
¿Había el equipo de seguridad aprovechado nuestra ausencia para revisar la habitación y
ponerle micrófonos? Si así era, habían escuchado nuestras risotadas y chistes y
referencias poco complementarias a Bush, nos estarían espiando ahora mismo. No
tardamos en desechar tales especulaciones paranoicas y, sin embargo, mientras
trataba de dormirme, me fue invadiendoel temor de que el mundo post Torres
Gemelas estaba exhibiendo extrañas semejanzas, con su miedo penetrante y su
incipiente vigilancia potencial de los ciudadanos, al Chile del que nos
habíamos exiliado. Podíamos desterrar a Bush de su pieza codiciada, pero el
mundo le pertenecía a él, a su hijo, a sus acólitos y cómplices.
Temprano a la mañana siguiente, tuve ocasión de registrar cuán irrefutable era su dominio.
Me encontraba en nuestra terraza exclusiva frente a la Bahía de Sydney, llevando a cabo unos
ejercicios yoga de precalentamiento, tan cerca del agua que casi podía tocarla,
cuando quién se aparece de pronto, a unos escasos metros, sobre la explanada
que separaba el hotel del mar, sino que el Bushísimo mismo caminando con
presteza hacia el centro de la ciudad. Estaba vestido informalmente, como a
punto de jugar golf, y rodeado de un cortejo significativo: un par de machos
bien musculosos, algunos confederados de cuello y corbata, alguien que debía
ser un secretario, todos ellos calladamente obsequiosos, todos situados a una
prudente distancia, respetando la invisible frontera protectora que aislaba al
ex Presidente. El que se hallaba más próximo a Bush, medio paso atrás, era un
fornido militar con el pelo cortado al rape y de cuyo uniforme colgaban tantas
medallas que era un milagro que su peso no lo hiciera trastabillar. Un general,
por lo menos, pensé.
Repentinamente, Bush levantó su brazo derecho en el aire, sus dedos extendidos hacia atrás,
chasqueándolos, aunque sin dignarse a mirar al hombre que lo seguía. El oficial
reaccionó con celeridad, produciendo, aparentemente de la nada, un tubo que
depositó en la mano de su amo. Resultó ser loción para el sol, puesto que
George padre, sin demorar su marcha y definitivamente sin dar las gracias al
asistente, comenzó a untarse prolijamente la crema en su cuello y antebrazos.
Esa noche, meditando acerca de esa experiencia, fui yo el que me daba vueltas en la cama, incapaz de
conciliar el sueño, a unos metros del hombre que había tenido el destino de la
humanidad en sus manos y que debe haber estado soñando con quién sabe qué
ángeles, todos ellos trayéndole toneladas de bloqueador de sol. Me rondaba el
mensaje que Bush me había mandado. Sin la menor noción de que un Allendista
chileno había estado presenciando su caminata, me había ofrecido una lección
acerca de lo que importa de veras en el gran esquema de la historia. Nuestra
minúscula posesión de su selecta habitación, nuestra dulce victoria vicaria,
era insignificante frente a ese gesto soberbio suyo. Nada que le hiciéramos a
él alteraría el sentido del gesto o sus implicancias, nada cambiaría la
certidumbre patricia de Bush de que él y su dinastía habían nacido para reinar.
Una certeza que transmitió, por cierto, a su vástago, ese otro George, que terminó siendo la
encarnación viva del imperio de los chasqueantes dedos paternos, sintiéndose propietario
del mundo como si fuera, en efecto, un tubo de loción para el sol que se
aprieta y vacía a mansalva.
Paradójicamente ese hijo fanfarrón ha logrado que, con el tiempo, se me fuera suavizando mi
impresión del legado de George Herbert Walker Bush. Basta con recordar el modo
en que el joven Bush devastó Iraq y Afganistán, para qué hablar de la economía
norteamericana, para apreciar la Presidencia de su padre como algo casi
respetable, para casi sentir nostalgia por el Partido Republicano de antaño que
no estaba aún del todo envenenado por el odio y la avaricia –¡y no quiero ni
mentar todavía a Trump!
Puede haber sido el primer Bush cómplice de miles de cadáveres pudriéndose en la “Autopista
de la Muerte” en Irak en 1990, pero no avanzó hacia Bagdad; se dice, incluso,
que las imágenes de esa masacre en el desierto hicieron que ese veterano de la
Segunda Guerra Mundial, durante la cual había servido honorablemente,
desistiera de derrocar a Saddam Hussein. Agreguemos sus políticas a favor de
los incapacitados y los inmigrantes, y su encuentro con Gorbachov donde dio por
finalizada la guerra fría, amén de sus labores humanitarias después de dejar el
gobierno, para que su paso por la Casa Blanca no se vea como algo enteramente
nocivo. Y quien podría negar que lo enaltecieron sus opiniones francas acerca
de Cheney y Rumsfeld, ese dúo dinámico de la destrucción, o su testaruda
oposición a Trump.
Y, sin embargo, ahora que la muerte ha venido por él y ya no ejerce dominio en este mundo,
ahora que el chasquido de sus dedos no lo pueden proteger del destino que
sufren todos los mortales ni tampoco cobijarlo del sol negro de la eternidad,
lo que no puedo sacudirme es el recuerdo de esos dedos en aquella remota mañana
de Australia.
En parte, la persistencia de ese recuerdo se debe a que comprendo, con angustia, que por
muchos defectos de Bush padre, preferiría que fuera su dedo a un centímetro del
gatillo nuclear que un matón ignorante e inseguro, que es capaz de exterminar a
la humanidad con una orden impetuosa y aturdida. Pero el tiempo también me ha
permitido una perspectiva más sesgada acerca de ese incidente en Sidney. Hoy
ese manoteo arrogante del viejo Bush aparece más desolado, casi delirante en su
certidumbre de que su dinastía encumbrada prevalecería. La derrota ignominiosa
de Jeb –el retoño favorito que debía ganar las primarias y la Presidencia–
presagiaba una rebelión seudo-populista contra los privilegios y las
prerrogativas, una insurgencia contra las elites y las corporaciones en vastos
sectores de los Estados Unidos que llevaron al destemplado Trump a una Casa
Blanca donde su presencia era inconcebible. El mundo no le pertenecía a G. H.
W. Bush y sus hijos, después de todo, por lo menos no como él lo había soñado.
Menos todavía me pertenece a mi o a mis descendientes o a los niños de la mayoría de los
habitantes de este planeta, una humanidad que se encuentra cada vez más lejos
de controlar su propio destino.
Porque lo que es innegable es que aquel gesto imperial esa mañana en Australia sigue
ejemplificando todo lo que anda mal en nuestro mundo actual, el mundo que fue
creado gracias a la complicidad de líderes como el viejo Bush y que han
terminado por permitir que alguien como Trump pueda acceder al poder.
George Hebert Walker Bush no descansa en paz.
Nosotros tampoco.
El último libro de Ariel Dorfman es Allegro.
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