Clases para amar, desde la prisión de Guantánamo
Mansoor Adayfi
The New York Times.es
27 de julio de 2018
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Credit Brian Rea
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Para cuando cumplí 35 años, la relación más importante que había tenido como adulto
fue con una iguana.
No era fácil conocer a nadie donde pasé mis veinte y casi la mitad de mis treinta: la
prisión en la base naval de la bahía de Guantánamo, Cuba. Después de llegar, me
pusieron en una celda de aislamiento, donde había enormes ventiladores afuera
de cada celda que funcionaban día y noche con un ruido ensordecedor, para
evitar que los prisioneros se comunicaran.
Incluso cuando salíamos a los supuestos descansos recreativos no nos permitían hablar
con otros detenidos. Pero afuera sí conocíamos a nuevos amigos: los gatos, las
ratas plataneras, las pequeñas aves y las iguanas que pasaban por las cercas y
nos pedían que compartiéramos nuestra comida.
Tuve una buena relación con una hermosa joven (iguana). Era muy elegante. Solía
venir todos los días a la misma hora y almorzábamos juntos. Cuando hice una
huelga de hambre, no tenía comida que darle, y me avergonzaba estar ahí sin
alimentos mientras venía a verme. A veces los guardias nos castigaban por
compartir la comida con los animales, pero no podían evitar que le hablara.
Ella no podía responderme, pero era buena para escuchar. Y, conforme pasaron los
años, nuestra amistad se consolidó.
Finalmente, después de siete años de aislamiento, me trasladaron a un pabellón comunitario,
donde podía hablar con mis compañeros. Había nacido en una pequeña aldea en las
montañas de Yemen y tenía tan solo 19 años cuando llegué a Guantánamo. No sabía
mucho del mundo; para mí, el mundo era solo mi aldea. Ahora mi mundo era Guantánamo.
Hasta los 12, creí que había nacido de la rodilla de mi madre. En la escuela aprendí
de dónde venían los bebés, pero la gente en mi cultura no salía en citas, así
que mis conocimientos siguieron siendo teóricos. Lo mismo pasaba con la mayoría
de nosotros. Pocos se habían casado o tenían conocimiento acerca de las
relaciones amorosas entre hombres y mujeres.
Aun así, hablar de mujeres era mi tema favorito. No de una mala manera, pues a los
musulmanes nos prohíben hablar así de las mujeres. Hablábamos de ellas porque
nos relajaba. Cuando alguien contaba una anécdota sobre mujeres, todos lo escuchábamos.
Nos imaginábamos cómo era amar a una mujer mientras estábamos rodeados de hombres.
No éramos los únicos que extrañaban a las mujeres, también los guardias lo hacían.
Había pocas mujeres en ese trabajo.
Lo único más difícil que vivir sin amor es vivir sin dolor. Sabemos que estamos vivos
gracias al dolor. Sabemos que aún podemos sentir.
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Uno de los detenidos de más edad y casado vio que los detenidos solteros estaban
desesperados por saber sobre mujeres, así que decidió enseñarnos. Solíamos
organizar clases y aprender los unos de los otros cualquier cosa que pudiera enseñarse.
Por ejemplo, un exchef daba una clase de cocina. Decía: “Ahora, voy a agregar la
cebolla en el aceite caliente… Shhhh shhhh”, imitando el sonido de las cebollas
que se fríen porque, desde luego, no teníamos cebollas ni aceite ni estufas. A
veces bromeaba al pedirles a los estudiantes que por favor probaran los
platillos para ver si tenían suficiente sal o si creían que la carne estaba
lista, aunque no había ninguno de esos ingredientes.
No me gustaba esa clase. Solo hacía que me diera más hambre.
En nuestro primer día de clase de matrimonio, nuestro profesor comenzó pidiéndole
a cada uno que dijera qué pensaba sobre la manera en que los hombres debían
tratar a las mujeres. Estuvimos de acuerdo en que los hombres deben respetar
completamente a las mujeres, pero muchos de los estudiantes decían que los
hombres eran y siempre serían superiores a las mujeres.
Después el profesor preguntaba: “Si fueran mujeres, ¿cómo responderían a mi pregunta?
¿Cómo querrían que los hombres las trataran?”.
Primero nos reímos imaginándonos como mujeres.
“Miren a Mansoor con vello en todo el cuerpo”, gritó un detenido mientras me veía.
“Espantarías a todos los hombres”.
“Si fuera mujer”, dijo otro, “haría que todos ustedes soñaran, lloraran y gastaran
su dinero, pero ninguno, con sus caras feas, me tocaría ni un cabello”.
Nuestro profesor nos dejó bromear un rato, pero después dijo: “¡Respondan mi pregunta, señoritas!”
Yo dije que si elegía a alguien que me acompañara por el resto de mi vida, querría
una esposa que fuera mejor que yo.
Uno de los estudiantes intentó avergonzarme al decir: “¿Así que dejarás que tu esposa
esté a cargo? ¿Los hombres deben ser como burros que sirven a las mujeres?”.
Argumenté que a los hombres les han enseñado a ser superiores a lo largo de la historia,
pero miren dónde estamos ahora. Hay una guerra tras otra sin fin. Los hombres
no dan vida a nada. Solo arrebatan vidas.
A los hombres les han enseñado a ser superiores a lo largo de la historia, pero miren dónde
estamos ahora.
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Dije que todos nosotros, culpables o inocentes, estábamos en Guantánamo hablando de
matrimonio en vez de experimentarlo a causa de lo que habían hecho los hombres.
Terminé con un señalamiento: todos sabíamos que cuando había una comandante a
cargo de nuestros guardias penitenciarios, vivíamos vidas más pacíficas. Cuando
el comandante era un hombre, era más probable que nos trataran mal.
“Mansoor tiene una preferencia por las mujeres”, comentó un detenido riéndose.
“Si fuera mujer”, dijo otro, “¡me casaría contigo!”.
En las siguientes clases de matrimonio, nuestro profesor nos enseñó sobre lo que es
amar y ser amado. Describió qué sentiríamos cuando viéramos y habláramos con la
mujer que amábamos. Nos dijo cómo nos comportaríamos el día que nos
comprometiéramos.
Después tuvimos toda una clase dedicada al día más grande de nuestras vidas, el del
matrimonio. Fingimos que uno de los estudiantes se iba a casar y organizamos
una boda, una celebración tradicional yemení. Cantamos y bailamos como si
estuviéramos en una boda de verdad.
Nunca he estado enamorado, pero ahora podía sentir esa ternura. Al igual que con la
clase de cocina, la clase de matrimonio me daba más hambre. Me arrepentí de no
haberme casado antes de llegar a Guantánamo. Sentí que me faltaba algo y ese
algo era una esposa y familia.
Durante un tiempo tuve en mi celda la foto de un amigo, de su hija de 10 años. Le hice
un marco con retazos de cartón y flores alrededor y la colgué en la pared.
Cuando los visitantes venían a mi celda, les decía que era mi hija.
Cuando me miraban con sorpresa por tener una hija rubia y me hacían más preguntas
acerca de la madre, les decía que no la conocía, pero que sí tenía una hija. Le
puse un nombre árabe: Amel, que significa Esperanza.
Una noche los guardias entraron, nos rociaron con gas pimienta y destrozaron todo
lo que había en nuestras celdas. Me dejaron sin Esperanza.
Pude haber dejado de ir a las clases de matrimonio. Pude haber dejado de soñar en el
amor. Pero lo único más difícil que vivir sin amor es vivir sin dolor. Sabemos
que estamos vivos gracias al dolor. Sabemos que aún podemos sentir. A veces, el
dolor es como el amor. Porque podía imaginar el amor; incluso sin mi foto, aún
tenía esperanza.
Después de muchos años de no poder hablar con mi familia, me permitieron hacer
llamadas. En ese momento hablamos de que quizá se podía arreglar un matrimonio
para mí, y estuve tentado a aceptar esa esperanza. Pero en la clase de
matrimonio, habíamos hablado del problema del matrimonio forzado en algunos
países. Me hirió pensar en que las chicas se vendan como si se tratara de
ovejas. Así que rechacé la posibilidad de un arreglo como ese.
En la última clase de matrimonio, nuestro profesor nos pidió que siempre recordáramos
nuestra reacción a su primera pregunta sobre cómo los hombres deben tratar a
las mujeres. Ahora todos teníamos respuestas distintas. Habíamos comprendido su
lección. Nos deseó matrimonios felices y buenas vidas con amor.
En 2016, después de estar detenido durante más de catorce años, finalmente fui
liberado de Guantánamo. Nunca me acusaron de ningún delito. Pero no me
permitieron ir a casa a Yemen. En cambio, ahora vivo en Serbia. Estoy solo. Aún
no he encontrado una mujer que sea mi amiga y esposa y me enseñe el arte del
amor. Ya ni siquiera tengo una iguana.
Pero gracias a mi amiga, la hermosa iguana, aprendí cómo cuidar a los demás. Me
recordó cómo conectarme con la vida incluso cuando estaba detrás de las rejas
de mi prisión. Y gracias a mi clase de matrimonio sé que un día seré un buen
esposo y un padre amoroso.
Mi esperanza aún vive. Me ayuda a enfrentar las dificultades de la vida cotidiana.
Espero que la esperanza y el amor también puedan ayudarnos con los problemas
que enfrentamos como países.
Mansoor Adayfi estuvo detenido en la prisión de la base naval estadounidense de la
bahía de Guantánamo, en Cuba, de febrero de 2002 a julio de 2016.
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