A un infierno literal, ardiente, con Dante que lo recibe y le muestre los tormentos
Mandando a Trump al Infierno
Novelista, ensayista y dramaturgo, Ariel Dorfman tiene hace rato el deseo de salir de la metáfora y mandar al presidente
norteamericano a las llamas. Y aquí se da el gusto, a lo grande.
Ariel Dorfman
Página|12
25 de octubre de 2020
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Imagen: AFP
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Hace tiempo que me obsesiona la idea de mandar a Donald Trump al infierno. No se trata de algo figurativo, un modo
decir. Deseo fervientemente que habite un infierno literal, aquel lugar táctil
y palpable donde sufren quienes causaron un grave daño a sus semejantes, sí,
enviarlo a ese sitio perpetuo que las religiones han representado durante
milenios mediante escenas de azufre y espantosos gritos de dolor.
Mientras más abusaba Trump de su poder en este mundo y mientras más eludía consecuencia alguna por sus
crímenes, más crecía mi obsesión de evocar, aunque fuera en forma imaginaria,
una realidad alternativa en la que él pagase sus pecados.
Fue natural que al buscar modos de visualizar el trato que podría merecer ese hombre vil, recurriera a la
obra de Dante Alighieri (1265-1321), el poeta italiano cuya Divina
Commedia plasma esmeradamente con su terza rima un
panorama minucioso del más allá en tres volúmenes - Infierno, Purgatorio y Paradiso - que han sido considerados,
con razón, entre los logros literarios mayores de la humanidad.
No había nada abstracto en el Infierno que ese autor medieval compuso. Dante elaboró un viaje sumamente
personal al mundo de ultratumba para reunirse con hombres y mujeres, tanto de
su tiempo como de tiempos pasados, a los que recompensaba por su virtud o
castigaba eternamente por sus ofensas. Aunque su ascenso a través de fuegos
purgatoriales y maravillas paradisíacas, guiado por Beatriz, la mujer de la que
se había enamorado en su infancia, tiene un encanto especial, fue el descenso
del escritor florentino a los círculos saturados del Infierno lo que más ha
fascinado a lectores a lo largo de los siglos. Quedamos conmovidos por las
historias que cuentan las almas condenadas, y llenos de pavor al entender que
su remordimiento llega demasiado tarde para salvarlos de los tormentos
inmisericordes ideados por Dante.
Siendo testigo de la realidad infernal que Trump ha impuesto en los Estados Unidos y en el planeta,
no pude evitar preguntarme dónde Dante habría colocado a este satánico
presidente en el orden sobrenatural que, según él, aguardaba a los humanos
después de la muerte. Y no me costó mucho darme cuenta de algo angustiosamente
evidente: Trump acumula tal diversidad de transgresiones que es posible
encajarlo en casi todas las categorías y Cantos que Dante inventó para los
pecadores de su propia era.
¿Quién mejor, entonces, para adivinar el destino que le espera a Trump que ese autor italiano y su voz
lírica y profética?
Dante Alighieri tiene palabras para Donald Trump desde el otro lado de la muerte
Mi nombre, señor, es Dante Alighieri. Entre los innumerables muertos que habitan estas orillas del más
allá, he sido elegido para dirigirme a Ud. porque se necesitaba un experto en
la otra vida para describir lo que le espera a vuestra alma cuando pase, como
todas las almas deben pasar, a esta tierra de sombras. Era natural, entonces,
que me escogieran a mí para imaginar su destino, una vez que se encuentre entre nosotros.
Después de aceptar esta tarea y cuando ya me había cansado de registrar el catastro incesante de sus
fechorías, sentí la tentación de hacerme más fácil el trabajo y simplemente
reiterar para Ud. los círculos del Infierno que ya había descrito yo con mi
terza rima. Era cosa de conducirlo por mi
cascada de versículos, paso a paso, hacia las profundidades de las tinieblas
que diseñé celosamente para los demás.
¿No era Ud. la encarnación egoísta de tantos pecados que he retratado en mi
Commedia? ¡Lujuria y adulterio, sí! Gula, sí; codicia y avaricia, oh sí; ira y furia, sin duda;
violencia y fraude, usura y deslealtad, ¡otra vez sí! Incluso es culpable de
herejía, Ud. que no cree en Dios y sin embargo se aprovecha de la Biblia que
nunca lee para engatusar a los cristianos de su país.
¿No practicó acaso todas esas iniquidades, esclavo de apetitos desalmados? ¿No merece sufrir los
castigos que imaginé? Ser azotado por vientos irrespirables, ahogarse en
tormentas de putrefacción, asfixiarse bajo aguas bullentes de beligerancia,
hallarse inmerso en mareas de sangre hirviente de ira, atravesar sediento una
llanura ardiente, impregnarse de los excrementos de la adulación y la
seducción? ¿No es justo que los demonios nocturnos de la corrupción lo
desgarren, que esa garganta y lengua suyas que destrozaron a tantos ciudadanos
sean mutiladas, que se hinche de enfermedades como otros traficantes e impostores?
¿No tendría sentido que lo dejara atrapado en hielo y fuego, masticado sin
cesar por las mandíbulas de la eternidad, el porvenir que evoqué en mi propio
siglo para aquellos que traicionaron a sus amigos y a su patria?
Finalmente rechacé una solución tan cómoda. Después de todo, fui seleccionado no para repetirme, sino
porque se confiaba desde las alturas de que sería lo suficientemente creativo
como para encontrar un escarmiento apropiado para usted --algo, dijeron las
autoridades a cargo de este lugar, menos salvaje y feroz, más educativo,
incluso terapéutico. ¡Así han cambiado los tiempos desde que compuse ese poema mío!
Mi misión, al parecer, no era insertarlo, señor, en los anillos de un infierno vengativo y aterrador
previamente concebido por mí, sino buscar inspiración en los compañeros que
pueblan este universo de ultratumba. Y, en efecto, allí estaban sus víctimas,
aquellos que ansían sanar, cuyo dolor nunca compartió Ud., y que ahora se
preparan para confrontarlo. Han estado esperando, pacientemente, en una larga
fila, desde el momento en que llegaron. Los tengo aquí, a mi lado, contando los
días hasta que le toque a Ud. también el turno de morir y puedan encararlo, uno
por uno, a través de toda la eternidad.
Se han ganado ese triste derecho gracias a lo que Ud. les hizo. Aquí están: ese padre que murió de una
pandemia cuyos efectos Ud. empeoró; un niño ultimado con un arma que Ud. no
prohibió; un trabajador anegado por humos tóxicos que vuestro gobierno no
limitó; los manifestantes asesinados por supremacistas blancos inflamados por
la retórica Trumpiana; un hombre de raza negra que expiró gracias a la
violencia policial que Ud. se niega a condenar; un migrante que sucumbió al
calor del desierto al otro lado del muro que sus adalides quisieron construir
con dinero robado de sus conciudadanos.
Un caso y otro y otro más, podría ir nombrando a tantos muertos injustificados, muertos indebidos, muertos
evitables, espectros animados por el empeño tenaz de que se haga justicia.
Olvidados y menospreciados por el vendaval de la historia, con el único
consuelo de que algún día podrán exigirle a Ud. una rendición de cuentas.
Tendrán, eso sí, que armarse de paciencia, ya que de acuerdo con mi plan, a
cada víctima suya se le debe ofrecer cuánto tiempo necesite para relatar su
trayectoria terrenal, sus últimos momentos. Se verá obligado, señor, a escuchar
sus historias una y otra vez hasta que finalmente aprenda a hacer suyo aquel
dolor, hasta que las tragedias de esa gente se alojen con lentitud en las
entrañas de su mente.
Su primera reacción será sin duda tranquilizarse, asegurando que esta nueva emergencia desparecerá por
arte de magia, el mismo tipo de fantasía que desplegó ante la pandemia,
proclamando que sería despachada sin problemas, milagrosamente. Luego tratará
de recurrir a sus viejos trucos de estafador supremo. Creerá que, tal como ha
sobornado y mentido para escapar de los escándalos y quiebras, de la misma
manera podrá también sacarse de encima este ajuste de cuentas. Ahí va a echar
al viento una sarta de bravuconadas machistas advirtiendo que Ud. es invencible
e invulnerable, presentándose como un Salvador o Supermán, jactándose de haber
inventado una vacuna contra las sentencias judiciales, un remedio para los
terrores del Infierno.
Y cuando esas artimañas no funcionen y abra
los ojos, señor, y aún se encuentre acá entre nosotros, entonces va a rasgar
vestiduras, anunciando que se ha arrepentido, creyendo que así podrá
escabullirse de este confinamiento, estas habitaciones interminables. Pero esa
estratagema exasperada tampoco le va a servir aquí, en la morada transparente
de la muerte. Y cuando se dé cuenta de que este encuentro con sus víctimas
inmediatas es solo el comienzo del proceso, tratará de apurar el asunto, porque
mientras más tiempo tarde en descargarse de hombres, mujeres y niños a los que
condenó a una temprana mortalidad, más tiempo habrá para que nuevas víctimas
aparezcan, aquellos que van a perecer en el futuro debido a su negligencia y
malignidad, gracias a la brutalidad y odio que Ud. desencadenó con sus milicias
y sus policías despiadados, todos los habitantes de la tierra que van a
extinguirse cuando la venganza de un planeta violado se manifieste en olas de
calor, en huracanes y sequías, hambrunas e inundaciones, legiones de muertos
que van a sumarse a la lista inacabable de los ya damnificados con cada minuto
que se desliza.
Ese es el abismo moral en que mi imaginación lo va a sumergir ahora que ya no soy el hombre que vivió un
amargo exilio de su amada Florencia. Los siglos que pasé al otro lado de la
muerte evidentemente me han suavizado, me han vuelto más caritativo. Beatriz,
el amor de mi vida, habría admirado mi transformación, que abre la eventualidad
de que un hombre como Ud. reciba la semblanza de una absolución, siempre, por
cierto, que su arrepentimiento sea de veras sincero.
Aun así, me consume el gusano de una duda. Esta estrategia de redención, me dicen, ha sido probada
antes. Las nieblas del tiempo están llenas de hombres que, como en el caso
suyo, pensaban que eran dioses y que, tras su muerte, fueron llevados aullando
a habitaciones desbordantes de las vidas que quebraron. Y estos criminales --
Mussolini, Mao, Pinochet, Napoleón, Franco, Andrew Jackson, Saddam Hussein,
Stalin, Idi Amin (¡oh, la lista es inagotable!) nunca lograron abandonar el
espejo retorcido de sus propias habitaciones penitenciales.
Permanecen ahí, estancados, irremediables. Eso es lo que algunos demonios me están susurrando al oído, me
dicen que la profecía redentora de Dante Alighieri nunca se hará realidad para
alguien como Donald Trump. Tal vez, haciéndose eco de esos otros malhechores
malditos, rechazará también toda responsabilidad. Tal vez resulte tan
incorregible y defectuoso y obcecadamente ciego como los canallas de antaño.
Tal vez haya una maldad en Ud. y en el universo que nunca podrá acabarse. Tal
vez cuando el dolor es infinito, es imposible borrarlo.
Me temo, entonces, que puede ser cruel prometer un desenlace enaltecedor a aquellos que esperan que se
haga justicia en el más allá. ¿Por qué, me pregunto, alentar a los muertos si
es sólo para frustrar sus ilusiones?
Y sin embargo, ¿qué más puedo hacer sino completar la tarea que se me ha dado? De todos los poetas, fui
elegido a raíz de la Divina Commedia que
me permitió descender al Infierno y subir al monte del Purgatorio y presenciar
cómo lucían el sol y las estrellas del Paraíso. Fui extraído de los campos de
los muertos para disponer estas palabras para Ud. como una advertencia o una
súplica o una acusación tempestuosa, una misión que acepté y a la que ahora no
puedo renunciar.
Solo me queda concluir estas palabras mías respondiendo a la única objeción con que legítimamente
podría impugnar lo que profetizo acerca de vuestro destino después de muerto.
Imagino que Ud. me va a gritar-- pero Dante Alighieri, oigo su
voz, has pintado un futuro, Dante, en que tendré que pasar
una eternidad haciendo penitencia. Y yo voy a responder: Sí, Donald Trump,
de hecho le tomará una eternidad, pero eso es lo que le espera, eso es lo que,
mal que mal, todos nosotros tenemos por delante, un paciente tiempo infinito.
Ariel Dorfman es el autor de La Muerte y la Doncella. Sus libros
más recientes son la novela Allegro y el ensayo, Chile: Juventud Rebelde.
Vive con su esposa Angélica en Chile y en Durham, Carolina del Norte, donde es
Profesor Distinguido Emérito de Literatura en la Universidad de Duke.
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