18-06-2008
Tras la decisión del Tribunal Supremo de respetar el habeas
corpus de los detenidos en Guantánamo
La sentencia dictada no sirve para contener las avalanchas de
la guerra contra el terror
Chris Floyd
Empire Burlesque
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Por supuesto que la reciente decisión del Tribunal Supremo restaurando el
habeas corpus para los cautivos de la Guerra contra el Terror
secuestrados en la Bahía de Guantánamo supone un avance que es bienvenido. Es un
severo reproche a una de las cláusulas clave de la odiosa Ley de Comisiones
Militares (MCA, en sus siglas en inglés), que entregó oficialmente las
libertades estadounidenses a la tiranía presidencial. Pero esta siniestra y
vergonzosa ley sigue aún vigente; además, el fallo del Tribunal Supremo no toca
el principio esencial del Acta: el poder arbitrario del presidente para declarar
que cualquiera es un “combatiente enemigo”, disponiendo de él como le plazca,
incluso matándole. Por tanto, el efecto más probable de esta cuidadosamente
restringida sentencia es que va a hacer que las operaciones más siniestras del
gulag se hundan más profundamente en las sombras.
La decisión del Tribunal Supremo se refiere exclusivamente a los cautivos
retenidos en la base del ejército estadounidense en la Bahía de Guantánamo. A la
opinión mayoritaria le cuesta mucho esfuerzo aprehender las especiales
circunstancias históricas que rodean la existencia de esa base, especialmente el
hecho de que EEUU ha ejercido de facto una continua e incuestionable
soberanía sobre el territorio durante más de 100 años. Aunque Cuba conserva una
soberanía nominal, en función de un tratado, EEUU representa la única autoridad
legal en el trozo de tierra y mar de 45 millas cuadradas. Así, la conclusión del
Tribunal: “Mantenemos que [la cláusula del habeas corpus] de la
Constitución tiene efectos plenos en la Bahía de Guantánamo”. La opinión
mayoritaria es más explícita aún acerca de las limitaciones de la sentencia:
“Nuestra decisión de hoy mantiene que sólo quienes presenten ante nosotros una
solicitud [todos ellos detenidos en Guantánamo] tienen derecho a pedir la orden
judicial”.
Además, el tribunal confirma los irregulares y arbitrarios Tribunales de
Revisión del Estatus de Combatiente (CSRT, en sus siglas en inglés) establecidos
por la MCA. En esos tribunales, como Andy
Worthington indica, el cautivo no tiene representación legal y no tiene
derecho a cuestionar –ni siquiera a ver- las “pruebas secretas”
presentadas por sus captores para determinar su estatus de “combatiente
enemigo”. Los tribunales declaran también que, en general, cualquier vista sobre
el habeas corpus para los cautivos de Guantánamo debería aplazarse hasta
que se completen esos kafkianos tribunales. Y la mayor parte de la sentencia
afirma explícitamente que, en un primer momento, no opinará sobre la ley que
permite que el Presidente detenga arbitrariamente cautivos en Guantánamo.
Así, aunque la sentencia puede tener algún efecto eventual sobre las
operaciones del campo de Guantánamo –un pretendido escaparate que se ha
convertido desde hace tiempo ya en un dolor de cabeza de relaciones públicas del
que a Washington, en cualquier caso, le gustaría librarse-, parece que no hay
nada en la sentencia que pueda parar al régimen de Bush de atestar de cautivos
de la Guerra contra el Terror cualquiera de las otras innumerables guaridas en
las que opera por todo el mundo, o de entregarles a la tierna compasión de
cooperativos gobiernos extranjeros, o, como indiqué antes, sencillamente
matarles, como se ha hecho en un número de casos de los que se ha jactado George
W. Bush.
Todo esto a pesar del hecho de que gran número de todos los arrojados durante
años al gulag de la Guerra contra el Terror eran completamente inocentes,
como el servicio de noticias McClatchy
ha ido detallando en una serie de artículos. En efecto, en un momento dado,
la Cruz Roja Internacional determinó que entre el 70-90% de los miles de seres
retenidos por los estadounidenses en Iraq eran inocentes de cualquier crimen, y
mucho menos del de terrorismo o actividad insurgente. Y que el trato adjudicado
a esos cautivos ha sido brutal, a menudo bestial, algunas veces letal, como
informamos aquí (y en más sitios) durante años. De nuevo, otra historia de la
serie McClatchy proporciona un excelente resumen de algunos de los
más atroces casos conocidos, y de la ausencia de cualquier castigo real
incluso para el asesino de los detenidos.
Hay una buena razón para esta ausencia de justicia, como McClatchy señala:
George W. Bush creó
deliberadamente un caos en la niebla para tapar las torturas que él y sus
altos subordinados –los “Principales de la Seguridad Nacional”- ordenaron, con
total conocimiento de que esas acciones eran crímenes sujetos a la pena de
muerte bajo la ley estadounidense. McClatchy:
En febrero de 2002, el Presidente Bush emitió una orden negando el estatuto
de prisioneros de guerra a los supuestos talibanes y detenidos de al-Qaida.
También les negó las protecciones básicas de Ginebra conocidas como los Tres
Artículos Comunes, que fijan unos estándares mínimos para el trato humano… La
orden de Bush dificultó que se pudiera perseguir a los soldados que violaran
esas normas bajo la ley básica militar, el Código Uniforme de Justicia Militar,
en gran medida porque sus abogados defensores podrían afirmar que las tropas
sobre el terreno no sabían qué era lo que estaba o no estaba permitido.
En estas circunstancias, es en efecto una pérdida de tiempo intentar
enjuiciar al pequeño y frito carne de cañón enviado a hacer el trabajo sucio del
régimen de Bush. La responsabilidad criminal principal recae claramente en
aquellos que habitan las más altas instancias de poder que crearon el sistema
del gulag. Sus propios asesores
legales confirmaron que el esquema exponía a los “Principales” a
enjuiciamiento por crímenes capitales. Más allá de cualquier disputa, está claro
que si la ley existe, George W. Bush, Dick Cheney, Don Rumsfeld y otros
“Principales” la han hecho trizas.
Pero, ¿y si la ley no existe? ¿Qué ocurre si es sólo una ficción de
conveniencias, o quizá un artículo de fe, que va tomando fuerza sólo hasta que
sus partidarios (o un número suficiente de ellos) actúan como si tuviera una
existencia independiente? ¿Qué ocurre si quienes se sitúan en las altas
instancias de poder se niegan a reconocer este artículo de fe, rechazan creer
que debería –o podría- imponer alguna restricción convincente sobre sus
acciones? ¿Qué sucedería entonces?
Ya hemos visto lo que sucedería. Lo hemos visto durante años, lo estamos
viendo ahora, y todavía no hemos visto, ciertamente, lo peor de todo ello. Como
señalé
en 2006, cuando se aprobó la Ley de Comisiones Militares:
La medida expone claramente que es únicamente competencia de la rama
ejecutiva la designación de un “combatiente enemigo”; ni el Congreso ni los
tribunales tienen nada que decir sobre la cuestión. Cuando esta nueva ley
acompaña a las “Ordenes Ejecutivas” existentes que autorizan la “fuerza letal”
contra los arbitrariamente denominados como “combatientes enemigos”, se
convierte, literalmente, en licencia para matar, con el sello de la aprobación
del Congreso.
¿Cómo es de arbitrario este proceso que se dedica a gobernar ahora todas
nuestras vidas y nuestras libertades? Dave Niewert en Orcinus ha
desenterrado una notable admisión de su naturaleza completamente caprichosa. En
una historia aparecida en diciembre de 2002 en el Washington Post, el
entonces Procurador General Ted Olson describió la anarquía en el corazón del
proceso con franqueza admirable:
“[No hay] necesidad de que la rama del ejecutivo explique detalladamente sus
criterios a la hora de determinar quién decide que alguien es un combatiente
enemigo”, expone Olson.
“No habrá diez normas que desencadenen esto o diez normas que acaben con
esto”, dijo Olson en la entrevista. “Habrá juicios e instintos y evaluaciones e
instrumentaciones que el ejecutivo deberá hacer que, dependiendo de las
circunstancias, tendrán que variar probablemente cada día”.
Es decir, lo que hoy resulta seguro hacer o decir podría poner en peligro tu
libertad o tu vida mañana. Nunca vas a poder saber si estás en el lado justo de
la ley, porque la “ley” se atiene sencillamente al capricho del Líder y sus
subordinados: sus “instintos” son los que determinan tu culpabilidad o
inocencia, y sus movimientos de tripas pueden cambiar de día en día. La
incertidumbre más absoluta es la esencia misma del despotismo, y eso es ahora,
formal y oficialmente, el principio rector del gobierno estadounidense.
Como hemos visto, la reciente decisión del Tribunal Supremo trata únicamente
de la cuestión de los derechos de habeas corpus para los detenidos de
Guantánamo. La opinión mayoritaria insiste en que el resto de la Ley de
Comisiones Militares no se ve afectada en modo alguno por la sentencia. Ahí se
mantiene, al igual que se mantuvo durante todos los dieciocho meses que los
demócratas han tenido el control del Congreso. Ni se han atrevido a desafiar al
poder arbitrario del ejecutivo ni la licencia para matar del Presidente. Como
señalé en aquel artículo anterior:
Y lo que subyace en este edificio de tiranía es la prerrogativa de asesinato
del presidente. Quizá la enormidad de esa monstruosa perversión de la ley y de
la moralidad ha subsistido sin ser completamente comprendida. ¿Le parece a la
mayoría de la gente increíble que un presidente ordene asesinatos como si fuera
un don de la Mafia? Pues esa es nuestra realidad y lo ha sido durante cinco años
[ahora ya siete años]. Para superar lo que parece ser una extendida disonancia
cognitiva sobre este concepto, necesitamos sólo examinar el antecedente, un
antecedente, a propósito, tomado enteramente de fuentes de libre acceso en los
medios de comunicación. No hay nada secreto ni beligerante en ello, nada que
ningún ciudadano normal no pueda conocer, si es que decide enterarse.
Mostré algunos detalles en un artículo más
anterior aún, de 2005:
El 17 de septiembre de 2001, George W. Bush firmó una orden ejecutiva
autorizando el uso de “medidas letales” contra cualquier persona del mundo a la
que él o sus subordinados designaran como “combatiente enemigo”. Esa orden sigue
hoy vigente. No se requiere prueba judicial alguna, ni vista, ni acusaciones
para esos asesinatos; sin ley, sin frontera, sin supervisión que los contenga.
Bush ha dado también carta blanca a los agentes sobre el terreno para designar
“enemigos” por iniciativa propia y matarles cuando lo consideren.
La existencia de ese universal escuadrón de la muerte –y la total
obliteración de la libertad humana que representa- no ha provocado ni siquiera
una migaja, un átomo, una partícula cuántica de controversia en el
Establishment estadounidense, aunque no sea secreto. Se oyó hablar por
vez primera de esa orden del ejecutivo en el Washington Post en octubre
de 2001. La primera vez que escribí sobre ella en mi columna del Moscow
Times fue en noviembre de 2001. The New York Times añadió más
detalles en diciembre de 2002. Ese mismo mes, los funcionarios de Bush dejaron
claro que el pavoroso edicto se podría también aplicar a ciudadanos
estadounidenses, como informó Associated Press.
La primera vez que se confirmó oficialmente el uso de este poder fue con la
matanza de un ciudadano estadounidense en Yemen mediante un misil disparado por
un avión teledirigido de la CIA el 3 de noviembre de 2002…
Del artículo de 2006:
Sin embargo, en ese punto, no hay forma de saber cuántas personas fueron
asesinadas por agentes estadounidenses que actuaban fuera de todo proceso
judicial. La mayor parte de los asesinatos se cometieron en secreto: callada y
profesionalmente. Como un documento del Pentágono descubierto por el New
Yorker revelaba en diciembre de 2002, los escuadrones de la muerte deben ser
“pequeños y ágiles” y “capaces de actuar clandestinamente, utilizando un inmensa
gama de coberturas oficiales y no oficiales para… entrar clandestinamente en los
países”.
Y más aún, hay fuertes indicios de que la administración Bush ha
subcontratado algunos de los contratos para operativos en el exterior. En la
historia originaria del Post sobre los asesinatos –en aquellas primeras
embriagadoras semanas tras el 11-S, cuando los funcionarios de la administración
estaban mucho más dispuestos a “deslizarse por el lado oscuro”, como Cheney
alardeó en la televisión nacional, personas del círculo interno de Bush dijeron
al periódico que “es también posible que el instrumento para llevar a cabo los
asesinatos decididos sean agentes extranjeros”, el término que la CIA utiliza
para los no empleados que actúan en su nombre.
Finalicé el artículo de 2005 sobre los escuadrones de la muerte globales de
Bush con una escena que, desde entonces, he citado unas cuantas veces. Pero
quiero referirme de nuevo a él aquí, porque creo que capta lo que es quizás la
quintaesencia de nuestra época: el Establishment bipartidista rompiendo a
aplaudir ante una admisión clara de asesinato por un dirigente situado al margen
de la ley que encabeza una guerra sin fin de terror, agresión y tortura.
Fue una de las más nauseabundas escenas de la reciente historia
estadounidense: el discurso de Bush en el Congreso en enero de 2003 sobre el
Estado de la Unión, televisado a toda la nación durante el frenesí final del
batir de tambores de guerra antes del ataque contra Iraq. Alardeando de sus
éxitos en la Guerra contra el Terror, Bush afirmó que “por todo el planeta se
habían arrestado a más de 3.000 sospechosos de terrorismo”, aunque “muchos otros
encontraron un destino diferente”. Su rostro adquirió entonces esa mirada
maliciosa característica, y la extraña y enferma medio sonrisa que adopta cada
vez que habla de personas asesinadas: “Digámoslo así: Han dejado ya de ser
problema”.
En otras palabras, los sospechosos –e incluso Bush sabía que eran sólo
sospechosos- habían sido asesinados. Linchados. Matados por agentes que operaban
sin control en ese mundo de sombras donde los servicios de inteligencia, el
terrorismo, la política, las finanzas y el crimen organizado se funden formando
una masa amorfa e impenetrable. Quizá asesinados por mor de la palabra de un
informador dudoso: un cautivo torturado deseando decir lo que sea para poner fin
a su tormento, un rival en los negocios, un adversario personal, un burócrata
intentando impresionar a sus superiores, un soplón pagado con necesidad de
dinero, un ferviente extremista persiguiendo sus odios étnicos, tribales o
religiosos, o cualquier otro proveedor de basura informativa que es la moneda de
cambio en el mundo de las sombras.
Bush mantuvo orgullosamente este atroz sistema como ejemplo de lo que llamó
“el significado de la justicia estadounidense”. Y los legisladores reunidos…
aplaudieron. ¡Oh, cómo aplaudían! Jaleaban regocijados ante el hombrecillo
sediento de sangre, lascivo y machista de película de serie B. Compartían su
desprecio absoluto hacia la ley, nuestro único escudo, aunque sea imperfecto,
contra la ciega, bestial, ignorante y simiesca fuerza bruta. Ni una sola voz se
elevó de entre ellos en protesta contra esa matchpolitik: ni esa noche,
ni al siguiente día, ni nunca.
Y todavía no se oye voz alguna en los pasillos del poder gritando contra esa
abominación. Ninguna.
Por eso, sí, la decisión del Tribunal Supremo es muy bienvenida; si sirve
para evitar el sufrimiento de una persona inocente, habrá conseguido algo
loable. Pero es sólo un guijarro arrojado contra un embravecido mar de sangre
que ha derribado los muros de contención y está inundando la tierra.
Fuente: http://www.chris-floyd.com/content/view/1540/135/
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