Impunidad a los torturadores (y a los presidentes)
“Como presidente, tengo derecho a hacer lo que quiera”
Rebecca Gordon | 24 de febrero de 2020
Fuentes: TomDispatch
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Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
El 5 de febrero el Senado votó y absolvió al presidente Donald J. Trump de las
acusaciones de abuso de poder y obstrucción al Congreso. En otras palabras,
la jactancia de Trump previa a las elecciones de que “podría
pararse en medio de la Quinta Avenida y dispararle a alguien” y que esa acción
no le haría “perder a ningún votante” demostró ser algo más que una hipérbole
de altos vuelos. (Aunque, para ser exactos, perdió un “votante” republicano en
el Senado, Mitt Romney, pero ese hecho no fue lo suficientemente trascendente).
El hecho de que el Senado no haya condenado al presidente no hace sino confirmar
la concepción que tiene de su cargo como un espacio de poder absoluto (algo
que, como se nos ha dicho, “corrompe absolutamente”). Este es el
hombre, después de todo, que dijo en una convención de activistas
estudiantiles: “Cuento con el Artículo II, en función del cual tengo derecho a
hacer lo que quiera como presidente. Pero ni siquiera hablaba de eso”. Excepto,
por supuesto, de que hace lo que quiere.
El día posterior a la votación del Senado, un Trump decididamente irreductible habló en un Desayuno de Oración Nacional, blandiendo una
copia del USA Today cuyo titular en portada contenía una sola palabra:
“Absuelto”. Después de estar en desacuerdo con la sugerencia de oración
ofrecida por Arthur Brooks, exjefe del conservador American Enterprise
Institute (y un par de milenios antes por un tal Jesús de Nazaret), de que
debemos amar a nuestros enemigos, el presidente acusó de inmediato a Mitt
Romney y a la portavoz de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, de rezar
una oración inadecuada. Identificó a Romney con las personas “que usan su fe
como justificación para hacer lo que saben que está mal” y acusó a Pelosi, y no
por vez primera, de mentir cuando dice que reza por él.
La irreductible jactancia de Trump acerca de su invulnerabilidad podría atribuirse
ciertamente a la deplorable ciénaga de su propia psique, pero hay otra
explicación, al menos parcial, para ello, y radica en la incapacidad colectiva
del país a la hora de exigir responsabilidades a nadie por los delitos
cometidos desde 2001 en la “guerra contra el terror”. Si un gobierno puede irse
de rositas después de encerrar a detenidos en cajas tipo ataúd y torturarlos de
muchas otras maneras, ¿por qué no debería quedar impune otra forma de tortura
posterior como la de meter a niños migrantes en jaulas, por poner solo un ejemplo?
Hay que mirar adelante, no hacia atrás
En 2009, Barack Obama se dispuso a entrar en la Oficina Oval prometiendo poner fin
a los peores excesos de la guerra contra el terrorismo de la anterior
administración. Aunque cerró los centros de detención de la CIA y prohibió la
tortura, también se dio prisa en señalar que nadie tendría que rendir cuentas
por la práctica ya documentada de torturas promovidas por la
administración de George W. Bush y su vicepresidente, Dick Cheney.
Aproximadamente una semana antes de la toma de posesión de Obama, el presidente
electo ya le estaba asegurando
a George Stephanopoulos, de ABC News, que aunque habría enjuiciamientos si “alguien ha violado la ley de
manera flagrante”, en general creía “que debemos mirar hacia adelante en lugar
de ponernos a mirar hacia atrás”.
A Obama le preocupaba especialmente que los operativos del gobierno se sintieran
frenados en el futuro por temor a ser enjuiciados por actos pasados
sancionados por altos funcionarios:
“Y parte de mi trabajo es asegurarme de que en la CIA, por ejemplo, puedas tener a
personas con talentos extraordinarios que están trabajando muy duro para
mantener a salvo a los estadounidenses. No quiero que de repente sientan que
tienen que pasarse todo el tiempo mirando hacia atrás por encima del hombro”.
Y así resultó, no tuvieron razón alguna para preocuparse. El 17 de abril de 2009, como informaron Carrie Johnson y Julie Tate en el
Washington Post: “El presidente Obama y el fiscal general Eric H. Holder Jr.
tranquilizaron ayer a los empleados de la CIA asegurándoles que los
interrogadores no se enfrentarían a enjuiciamiento penal si seguían asesoría
legal adecuada”. Como dijo Holder: “Sería injusto enjuiciar a hombres y mujeres
entregados que trabajan para proteger a Estados Unidos por conductas que fueron
aprobadas previamente por el Departamento de Justicia”.
El asesoramiento legal en cuestión estaba contenido en una serie de infames
memorandos escritos por la Oficina para la Asesoría Legal (OLC, por sus siglas
en inglés) de ese Departamento entre 2002 y 2005. En ellos, se “esclarecía” la
definición legal de tortura para un nervioso fiscal general, Alberto González,
y para la CIA. Uno de los memorandos, redactado por el fiscal general adjunto
John Yoo y firmado por el fiscal general adjunto para la OLC Jay Bybee,
explicaba que para que “constituya tortura”, según la ley, el dolor físico
“debe ser equivalente en intensidad al dolor que acompaña a una lesión física
grave, como un fallo orgánico, deterioro de la función corporal o incluso la
muerte”. Para cumplir con la definición legal de tortura psicológica, el
sufrimiento mental “debe provocar un daño psicológico significativo de duración
considerable, por ejemplo, que dure meses o incluso años”.
No resulta sorprendente que, a pesar del sello de aprobación de la administración
anterior sobre lo que eufemísticamente se denomina “técnicas de interrogatorio
mejoradas”, una investigación de tres años del Departamento de Justicia de
Obama sobre las prácticas de interrogatorio de la CIA llegara a un compungido
final en agosto de 2012, cuando Holder anunció que los únicos dos casos de tortura que quedaban,
que comportaron muertes bajo custodia estadounidense, iban a ser rechazados.
Un año antes, como Glenn Greenwald informó en The Guardian,
Holder había decidido no procesar a nadie en otros 99 casos de “abusos severos
a detenidos”. Los dos casos restantes se referían a la muerte por tortura e hipotermia
de Gul Rahman, en la famosa prisión de Salt Pit de la CIA en Afganistán en
2002, y la de “Manadel al-Yamadi, quien murió bajo custodia de la CIA después
de que lo golpearan, lo desnudaran, le vertieran agua fría encima y finalmente
lo encadenaran a la pared” en la prisión de Abu Ghraib en Iraq.
Entre los sujetos que Holder decidió no acusar estaban los hombres responsables de
diseñar y poner en marcha los protocolos que condujeron a la muerte de Rahman
por torturas como el submarino y el “muro” (golpear la parte posterior de la cabeza de un preso
repetidamente contra la pared sujetándole por el cuello con una toalla). Así
terminó cualquier esperanza de responsabilizar legalmente a los torturadores en
los Estados Unidos de América, una prueba anticipada del tipo de impunidad que,
en los años de Trump, se ha extendido a otros lugares.
El retorno de los torturadores
Poco antes del reciente triunfo de Donald Trump en el Senado, una de esas “personas
de talento extraordinario” aclamadas por el presidente Obama resurgió en la sala del tribunal no como acusado, sino
como testigo hostil. James Mitchell fue llamado al estrado por la defensa en
audiencias previas al juicio en el centro de detención de Guantánamo en Cuba,
la prisión en el exterior para detenidos en la guerra contra el terrorismo
lanzada por la administración Bush en 2002. En el banquillo, casi 18 años después,
hay cinco hombres que llevan mucho tiempo allí detenidos y que han sido
acusados de participar en los ataques terroristas del 11 de septiembre. El más
famoso es Khalid Shaikh Mohammed, descrito a menudo como el “cerebro” del 11-S.
Mitchell es uno de los dos psicólogos, el otro es John “Bruce” Jessen, que diseñaron el
principal programa de torturas de la CIA. Tiene el honor de ser considerado el
inventor del submarino, una serie de técnicas destinadas a producir sufrimiento
inducido por el agua que han formado parte del arsenal de los torturadores durante
siglos. (Quizás “reinventor” sería el término más exacto). Mitchell fue, de
hecho, la primera persona en practicar el submarino en la guerra contra el
terror, además de ser el arquitecto del muro, de confinar a las víctimas en
cajas pequeñas y de toda una variedad de lúgubres “técnicas de interrogatorio
mejoradas” empleadas por vez primera en los “sitios negros”
de la CIA establecidos en todo el mundo en esos años.
Llamado por abogados defensores para describir la tortura que sufrieron sus clientes,
un “desafiante” Mitchell dijo ante el tribunal: “Me levantaría hoy y lo
volvería a hacer”.
Como explicó la reportera del New York Times Carol Rosenberg, Mitchell no estaba hablando realmente sobre lo que le hizo a
cualquiera de los cinco acusados en el banquillo de Guantánamo, aunque sí
torturó a algunos de ellos. Se estaba refiriendo al primer prisionero que fue
sometido a simulación de ahogamiento (submarino) bajo el programa de torturas
de la CIA, el nacional saudí Abu Zubaydah, quien fue sometido al submarino un total de 83
veces en el transcurso de un mes. El secretario de defensa del presidente
George W. Bush, Donald Rumsfeld, afirmó (falsamente, como se vio después) que Zubaydah era
“si no el número dos, alguien muy cercano a la persona número dos en al-Qaida”
y que había dirigido un campo de entrenamiento de este grupo en Afganistán.
De hecho, como reconoció la administración Obama en 2010, Abu Zubaydah nunca fue
miembro de ese grupo, y mucho menos uno de sus lugartenientes clave. Capturado
en una operación conjunta de la CIA y el FBI en Pakistán en 2002, sería
trasladado de un sitio negro de la CIA a otro durante los cuatro años y medio
siguientes, incluido el sitio secreto “Strawberry Fields” en Guantánamo. En
parte debido a lo que la CIA hizo con él, Abu Zubaydah sigue encarcelado allí
hasta el día de hoy. Según las recomendaciones de la CIA, nunca “debe
colocársele en una situación en la que tenga algún contacto significativo con
otros y/o tenga la oportunidad de ser liberado”.
Sin embargo, Mitchell supervisó las 83 veces que Abu Zubaydah fue sometido a
simulacro de ahogamiento en un solo mes en un sitio negro de la CIA en
Tailandia, durante el cual estuvo a punto de morir ahogado. En una de esas
ocasiones, como reveló el informe de 2014 del Comité de Inteligencia del Senado
sobre la tortura de la CIA, se observó que estaba “completamente inconsciente y
que de la boca abierta y llena de agua salían burbujas”.
A diferencia de nuestro presidente, Mitchell parece sentirse profundamente herido
por lo que él percibe como una crítica injusta. “Ustedes han estado diciendo
cosas falsas y maliciosas sobre mí y el Dr. Jessen durante años”, se quejó a los abogados defensores en la audiencia de
Guantánamo. La gente puede haber dicho cosas malas sobre él, pero lejos de
rendir cuentas por las torturas, James Mitchell se ha deleitado en su
impunidad, obteniendo derechos de autor por su libro Enhanced Interrogation: Inside the Minds
and Motives of the Islamic Terrorists Trying to Destroy America y dando charlas organizadas
a través del Worldwide Speakers Group (que lo anuncia como “psicólogo,
interrogador de la CIA y escritor”) a razón de 15.000 a 25.000 dólares cada una.
Tampoco le fue mal a Mitchell mientras estuvo empleado por la CIA. De hecho, la Agencia
pagó a la empresa formada por Mitchell y Jessen 81 millones de dólares por sus
trabajos. Además, su contrato incluía una cláusula que garantizaba que el
gobierno de EE. UU. cubriría los costes legales en los que incurriera como
resultado de tales trabajos hasta el año 2021. Esto le resultaría muy útil
cuando, en 2015, la American Civil Liberties Union (ACLU) les demandó a los dos
en nombre de tres de sus víctimas: Suleiman Abdullah Salim, Mohamed Ahmed bin
Soud y la familia de Gul Rahman, el detenido que había muerto por exposición al
frío en Salt Pit. Mitchell y Jessen llegaron a un acuerdo en 2017 a cambio de una
suma no revelada, también pagada por el gobierno estadounidense.
Nunca es fácil
Pensaba que me resultaría más fácil con el paso del tiempo. Llevo casi dos décadas
escribiendo sobre la tortura. A estas alturas, pueden imaginar que al menos me
habría insensibilizado un poco ante los detalles y las descripciones. Sin
embargo, cada vez que me sumerjo en ese pozo negro, aún me parece más
desagradable y aterrador.
Si es difícil para mí, alguien que nunca ha sido torturada ni ha hablado cara a cara
con los pocos supervivientes de la tortura, imaginen lo que debe ser para
aquellos que sobrevivieron a los programas de tortura de la era Bush y que
siguieron siendo torturados durante un número desconocido de años. En realidad
no tienen que imaginar demasiado, ya que disponemos de su testimonio sobre cómo
dicho abuso afectó a algunos de ellos y la duración de esos efectos. En 2016,
los reporteros del New York Times Matt Apuzzo, Sheri Fink y James Risen
publicaron una serie de artículos bajo el título “De cómo
la tortura estadounidense ha dejado un legado de mentes dañadas”.
Una de esas personas fue Suleiman Abdullah Salim, litigante en la demanda de la ACLU
contra Mitchell y Jessen. Nacido en Tanzania, Salim fue detenido en Mogadiscio,
Somalia, y entregado a agentes estadounidenses por razones que siguen
siendo turbias. Es muy probable que fuera víctima de un error de
identificación (y no habría sido el único prisionero de esas
características en la guerra contra el terrorismo). Sabemos, al menos, que los
estadounidenses que le subieron a un avión esperaban a un árabe yemení y
alguien con una piel mucho más clara. Terminó en Afganistán en un sitio negro
que recuerda como “la Oscuridad”, que era, de hecho, Salt Pit. Allí fue
golpeado, emparedado, encadenado en la más completa oscuridad, expuesto a una
música implacable y ruidosa, confinado en una caja tipo ataúd, colgado
repetidamente por las muñecas, una vez durante 48 horas seguidas, y empapado a
veces con agua helada hasta sentir que se ahogaba.
Finalmente, la CIA trasladó a Salim a una prisión en la base aérea de Bagram en las afueras
de la capital afgana, Kabul. En 2008, fue liberado en Afganistán con tan solo
la ropa que llevaba puesta. La Cruz Roja Internacional organizó un vuelo de
regreso a Zanzíbar, Tanzania, donde aún vive, obsesionado por la experiencia en
la Oscuridad.
En 2010, Risen, del Times, escribió: “Physicians for
Human Rights, un grupo con sede en Nueva York, pidió a la Dra. Sondra Crosby,
de la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston, médica, reservista de
la Marina y experta en tortura, que evaluara al Sr. Salim”. Descubrió que
estaba consumido “como si fuera un esqueleto” y “hundido en una profunda angustia,
incapaz de comer y de dormir”. El informe de Risen continúa:
“‘Se describe a sí mismo como un fantasma que deambula por la ciudad’, agregó.
Observó otros síntomas: recuerdos retrospectivos, pérdida de memoria a corto y
largo plazo, angustia al ver a alguien con uniforme militar, desesperanza
acerca del futuro y un intento desesperado de evitar el ruido. ‘Relata que
siente un gran vacío en la cabeza, como si fuera una caja vacía’, dijo”.
La serie del Times relató también el sufrimiento de otro demandante en
el caso contra Mitchell y Jessen: Mohamed bin Soud. También estuvo encerrado en
Salt Pit, donde su terrible experiencia involucró muchos de los mismos métodos
de tortura que Salim había soportado. Hoy tiene un trastorno de estrés
postraumático en toda regla. “Está atormentado por las dudas y tiene que
esforzarse mucho para poder tomar decisiones sencillas. Su humor cambia
continua y drásticamente”, informaba el Times.
En primer lugar, ¿no causar daño?
Las audiencias previas al juicio en Guantánamo revelaron también el papel, raramente abordado, que
desempeñaron los médicos y otros trabajadores sanitarios en el programa de
tortura de EE.UU. Aparentemente, la razón por la que sabemos que Abu Zubaydah
fue sometido al submarino 83 veces y Khalid Shaikh Mohammed 183 veces
es porque, como testificó James Mitchell en enero, un médico estaba presente dentro de la cámara de tortura y utilizaba un
pequeño contador de clics de metal
para llevar la cuenta. Según Rosenberg, del Times, sin embargo, los médicos
“hicieron algo más que contar las sesiones de submarino. Las investigaciones
del gobierno y la evidencia en las audiencias previas al juicio de los
detenidos… muestran que los médicos realizaron una “rehidratación rectal”,
realizaron búsquedas en la cavidad rectal y examinaron los pies y las piernas
hinchadas de los cautivos a los que impedían dormir durante días y mantuvieron
encadenados en posturas muy dolorosas”.
Es indudable que queda mucho más por descubrir sobre el papel del personal médico
en los sitios negros de la CIA por todo el mundo. De hecho, queda por desvelar
sobre todo las formas en que los detenidos fueron despojados no solo de sus
derechos humanos sino, al menos en la mente de sus torturadores, de su propia
humanidad. En un momento de su testimonio, por ejemplo, Mitchell recurrió al
abogado de Ammar al-Baluchi, uno de los cinco acusados del 11 de septiembre.
Hablando de Charlie Wise, el jefe de interrogatorios de la CIA y del resto de
su equipo, Mitchell dijo: “Parece que usaron a su cliente para entrenarse”. Según Julian Borger, del Guardian,
bajo el liderazgo de Wise, “los alumnos tenían de hecho que aplicar cada una de sus
técnicas en Baluchi y otros reclusos para conseguir el diploma”.
Y el propio Mitchell usó a Abu Zubaydah como objeto de demostración, por lo tanto, los mandamases de la CIA debían estar
implicados en lo que estaba haciendo. Borger informa que “sometió a Abu
Zubaydah al simulacro de ahogamiento a pesar de que estaba bastante seguro de
que el detenido no tenía inteligencia procesable para rendirse”. Se hizo
exclusivamente como demostración para los VIP de la Agencia.
El precio de la impunidad
Gracias a la cobardía de la administración de Obama, ningún funcionario de la CIA ni
ningún alto funcionario de la administración de George W. Bush y Dick Cheney,
ningún psicólogo, ningún médico, nadie ha sido considerado responsable de los
años de tortura practicados a una escala global en la guerra contra el terror. Por
supuesto, el propio Donald Trump salió elegido aunque proclamó públicamente que el submarino “me gusta mucho”
y, según consta, consideró
que las experiencias de tortura en el sitio
negro de Gina Haspel constituían una parte positiva de su currículum cuando
consideró su nombramiento como directora de la CIA. Mitchell continúa dando
discursos y recaudando sus derechos de autor. George W. Bush ha sido
rehabilitado como apacible pintor de retratos.
¿Es realmente tan sorprendente, entonces, que tengamos ahora un hombre en la
Oficina Oval que cree que tiene “derecho a hacer lo que quiera como
presidente”? La historia de la guerra contra el terrorismo del siglo XXI
sugiere que si no tiene tal derecho, ciertamente que parece tener el poder.
Rebecca Gordon es colaboradora habitual de TomDispatch y enseñante en la Universidad de San Francisco.
Ha publicado recientemente American Nuremberg: The U.S. Officials Who Should Stand Trial for Post-9/11 War Crimes.
Ahora está trabajando en un nuevo libro sobre la historia de la tortura en
Estados Unidos.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/176664/
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