Juicios de Guantánamo: otro insignificante afgano acusado
15 de septiembre de 2008
Andy Worthington
Las Comisiones Militares de Guantánamo -el sistema de enjuiciamiento de presos de
la "Guerra contra el Terrorismo" que se estableció tras los atentados
del 11-S- revisten una enorme importancia, ya que son el único punto en el que
se ponen a prueba en público las políticas de detención de la administración
Bush posteriores al 11-S (centradas, en su mayor parte, en un inquietante limbo
jurídico entre los Convenios de Ginebra y el sistema judicial estadounidense,
en el que los presos permanecen detenidos indefinidamente sin cargos ni juicio).
En mi libro The Guantánamo
Files (Los expedientes de Guantánamo), analizo en detalle la primera
encarnación de las Comisiones, que fue anulada en junio de 2006 cuando el
Corte Supremo de Estados Unidos declaró ilegal todo el sistema, y su impía
resurrección, en otoño de 2006, cuando políticos estadounidenses de todos los
colores políticos demostraron ampliamente su falta de carácter o su desprecio
por la justicia al aprobar la Ley de Comisiones Militares (MCA). Esta ley
terriblemente defectuosa no sólo resucitó las Comisiones y otorgó al Presidente
poderes aparentemente ilimitados para detener y recluir indefinidamente a
cualquiera que considere "sospechoso de terrorismo" (incluidos ciudadanos
estadounidenses), sino que también privó a los presos de Guantánamo de sus
derechos de habeas corpus (su derecho de 800 años de antigüedad a preguntar por
qué estaban detenidos), que el Corte Supremo les había concedido en junio de 2004.
Aunque el Corte Supremo anuló las disposiciones de la MCA relativas a la supresión del hábeas
corpus en otro
caso histórico en junio de este año, el poder ilimitado del ejecutivo para
detener a voluntad a "sospechosos de terrorismo" no se ha cuestionado
seriamente (y, de hecho, fue respaldado por el Tribunal de Apelaciones del
Cuarto Circuito en julio, en el caso del residente estadounidense Ali
al-Marri), y también se ha permitido que las resucitadas Comisiones
Militares sigan su desviada trayectoria sin enfrentarse a un serio desafío legal.
El resultado, como vengo informando desde el pasado
mes de junio, es un culebrón disfuncional que algún día, estoy seguro, será
considerado como uno de los periodos más sombríos de la historia moderna de
Estados Unidos. En esta saga de leyes novedosas y mal definidas, en la que los
jueces militares nombrados por el gobierno se han esforzado, en su mayor parte,
por cumplir con honor sus obligaciones judiciales, se han planteado serios
desafíos al sistema en una ocasión por parte de los propios jueces, a lo largo
de todo el proceso por parte de los propios abogados
defensores militares de los prisioneros nombrados por el gobierno y, desde
el pasado otoño, por el coronel Morris Davis, antiguo fiscal jefe de las
Comisiones. El coronel Davis dimitió
tras quejarse de que el proceso se había politizado y de que sus superiores no
sólo respaldaban el uso de pruebas obtenidas mediante tortura, sino que también
creían
que el sistema debía funcionar sin incluir la opción de las absoluciones.
Tras el primer éxito limitado de las Comisiones el pasado mes de marzo, cuando el prisionero
australiano David
Hicks aceptó un acuerdo de culpabilidad, admitiendo haber prestado apoyo
material al terrorismo a cambio de retirar sus denuncias de tortura por parte
de las fuerzas estadounidenses y recibir una breve condena que cumpliría en su
país de origen, el sistema ha ido dando tumbos de un desastre a otro, ya que
una mezcla casi aleatoria de figuras, en el mejor de los casos, periféricas
en el conflicto afgano han sido presentadas para ser juzgadas junto a un puñado
de operativos de Al Qaeda presuntamente implicados en los atentados
del 11-S, los atentados
contra la embajada africana de 1998 y el ataque contra el USS
Cole en 2000. Las acusaciones de tortura han salpicado casi todos estos
casos, y en otros la atención se ha centrado también en la edad de los
prisioneros: dos de ellos, Omar
Khadr y Mohamed
Jawad, tenían menos de 18 años cuando fueron capturados y, según las
obligaciones internacionales de Estados Unidos, deberían ser rehabilitados en
lugar de castigados.
El único otro caso que llegó a juicio -el de Salim
Hamdan, chófer de Osama bin Laden, cuyo juicio terminó hace apenas cinco
semanas- tampoco proporcionó a la administración la justificación que buscaba
para crear un flamante "tribunal del terror" tras el 11-S. Tras dos
semanas de juicio, el jurado militar no
se dejó convencer por los argumentos del gobierno de que Hamdan era
culpable de conspiración y debía recibir una condena de 30 años. Tras dos
semanas de juicio, el jurado militar no se dejó convencer por los argumentos
del gobierno de que Hamdan era culpable de conspiración y debía recibir una
condena de 30 años, y decidió en cambio que, aunque era culpable de
proporcionar apoyo material al terrorismo, la condena apropiada era de sólo
cinco años y medio. Teniendo en cuenta el tiempo cumplido desde que fue acusado
por primera vez, esto significa que Hamdan podrá ser puesto en libertad en diciembre.
Como informé en su momento, la sentencia
supuso una conmoción para las autoridades estadounidenses, y está por ver si
seguirán reteniéndolo incluso después de que haya cumplido su condena. En un
claro indicio de la arbitrariedad de las políticas de "Guerra contra el
Terror" de la administración, los altos funcionarios siempre han mantenido
que pueden seguir reteniendo a prisioneros como "combatientes
enemigos", incluso después de que hayan cumplido una sentencia dictada en
un tribunal especial de su propia invención.
Los cargos del último caso presentado para su enjuiciamiento por una comisión militar demuestran con
alarmante claridad el celo fuera de lugar de las comisiones. A Obaidullah,
afgano de 26 años, se le acusa (PDF) de "conspiración" y de
"proporcionar apoyo material al terrorismo", basándose en el conjunto
de acusaciones más escueto hasta la fecha": Esencialmente, una única
alegación de que, "en torno al 22 de julio de 2002", "almacenó y
ocultó minas antitanque, otros artefactos explosivos y material
relacionado"; que "ocultó en su persona un cuaderno en el que se
describía cómo cablear y detonar artefactos explosivos"; y que "sabía
o tenía la intención" de que su "apoyo material y sus recursos se
utilizaran para preparar y llevar a cabo un atentado terrorista".
No hace falta reflexionar mucho sobre estos cargos para darse cuenta de que se trata de un ejemplo
deprimentemente claro de la inquietante redefinición de los "crímenes de
guerra" por parte de la administración estadounidense, posterior al 11-S,
que aparentemente permite a las autoridades estadounidenses afirmar que pueden
equiparar con el terrorismo actos menores de insurgencia cometidos por un
ciudadano de una nación ocupada. También está claro que los cargos no hacen
mención alguna a Al Qaeda, a los atentados del 11-S ni a ninguno de los demás
atentados terroristas para los que supuestamente se crearon las Comisiones.
Además, la historia de Obaidullah, según se desprende de las transcripciones de sus juntas de revisión
en Guantánamo -el Tribunal de Revisión del Estatuto de Combatiente (CSRT),
convocado para evaluar su condición de "combatiente enemigo", y las
Juntas de Revisión Administrativa (ARB) anuales, convocadas para evaluar si se
le sigue considerando o no una amenaza para Estados Unidos- arrojan serias
dudas sobre la veracidad incluso de las limitadas acusaciones formuladas contra él.
En su primer ARB, en 2005, Obaidullah refutó las acusaciones que finalmente han aparecido en su
pliego de cargos, explicando que las minas, que se encontraban en los terrenos
del recinto de sus padres, eran restos de la época anterior a los talibanes, y
que el cuaderno, que utilizaba para anotar detalles de sus asuntos cotidianos
(como quién le debía dinero), también contenía información sobre la colocación
de minas porque, varios años antes de su captura, había sido obligado por los
talibanes a asistir a una escuela donde le habían obligado a estudiar las
técnicas para utilizarlas contra las fuerzas de Ahmed Shah Massoud, los
enemigos de los talibanes en la Alianza del Norte de Afganistán.
Afirmando que "no tengo hostilidad hacia nadie", Obaidullah refutó también otras acusaciones
que no figuraban en su pliego de cargos: concretamente, que fue "reclutado
por Al Qaeda" en una madrasa (escuela religiosa); que, "durante la
época del régimen talibán", "ayudó a coordinar los movimientos y actividades
de varios extranjeros de Al Qaeda que operaban en la zona de Khost"; que,
tras la invasión de Afganistán liderada por Estados Unidos el 7 de octubre de
2001, "utilizó su complejo para ocultar y trasladar a Pakistán a unos 18
miembros árabes de Al Qaeda; y que, tras la campaña de Shah-i-Kot en marzo de
2002 (una misión liderada por Estados Unidos contra los restos de Al Qaeda y
los talibanes en una cadena montañosa del este de Afganistán), "ocultó en
su casa a otros seis miembros de Al Qaeda"." Se trataba, en efecto,
de acusaciones infundadas, ya que los vínculos entre Al Qaeda y los afganos de
a pie eran casi inexistentes, y resultaba inconcebible que Obaidullah, que no
era más que un adolescente en la época del régimen talibán, hubiera estado en
condiciones de relacionarse con miembros de Al Qaeda.
Sin embargo, lo más sorprendente de las transcripciones de las audiencias de Obaidullah son sus
afirmaciones de que inventó acusaciones
falsas contra otro preso, Bostan Karim (que también sigue detenido en
Guantánamo), durante su detención en la prisión estadounidense de la base aérea
de Bagram, y el hecho de que esas acusaciones falsas se utilizaran después no
sólo contra Karim, sino también contra el propio Obaidullah.
Predicador y también tendero, Karim, que tenía 33 años cuando fue capturado, fue supuestamente
"aprehendido porque coincidía con la descripción de un cabecilla de una
célula de bombas de Al Qaeda y tenía un teléfono [por satélite]". También
se afirmaba que estaba "posiblemente identificado como asociado de Al
Qaeda, que planeaba atentados con minas terrestres en Khost", y que estaba
"posiblemente identificado como persona que probablemente se había
comunicado con miembros árabes de Al Qaeda que operaban en Peshawar, Afganistán
[sic], y que trabajaba directamente para Al Qaeda árabe en la provincia de Khost".
Karim sostenía que las acusaciones habían sido formuladas por Obaidullah, que había sido socio de su
tienda, pero que se había enemistado con él por una disputa de dinero, y de las
declaraciones de Obaidullah en sus propias comparecencias se desprende claramente
que, mientras era interrogado por las fuerzas estadounidenses en Bagram,
admitió haber inventado acusaciones contra Karim. En su ARB de 2005, respondió
a una acusación de que Karim "se cree que es un comandante talibán que
recibe financiación de los talibanes o de los árabes" diciendo: "Lo
acepté a la fuerza en Bagram. En Bagram me dijeron que Karim es uno de los
comandantes talibanes y me obligaron a decir que sí. No sé si es un comandante talibán".
El siguiente intercambio fue especialmente esclarecedor:
Miembro de la junta: ¿Quién le obligó a decir las cosas?
Detenido: Los estadounidenses.
Miembro de la junta: ¿Cómo le obligaron?
Detenido: La primera vez que me capturaron y me llevaron a Khost me pusieron un
cuchillo en la garganta y me dijeron que si no nos decías la verdad y nos
mentías te íbamos a masacrar.
Miembro de la junta: ¿Llevaban uniforme?
Detenido: Sí... Me ataron las manos y me pusieron un pesado saco de arena en las
manos y me hicieron caminar toda la noche en el aeropuerto de Khost... En
Bagram me dieron más problemas y no me dejaban dormir. Me ponían contra la
pared y las manos me colgaban por encima de la cabeza. Me hicieron decir muchas cosas.
Dígame, después de
leer esto: ¿le parece justicia acusar a Obaidullah de "crímenes de guerra?”
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