En The Guardian: La tortura mancha todas nuestras vidas
31 de marzo de 2009
Andy Worthington
Para Comment
is free, de The Guardian, "La tortura mancha todas nuestras
vidas" es un artículo que escribí a raíz de la noticia del viernes pasado
de que el Fiscal General británico ha dado instrucciones al Director de la
Fiscalía para que investigue las afirmaciones del preso de Guantánamo liberado Binyam
Mohamed de que agentes del MI5 tenían conocimiento de su tortura y
facilitaron información a sus interrogadores en Marruecos.
Examino el modo en que las políticas de la administración Bush posteriores al 11-S infectaron las
políticas de sus aliados -en particular del Reino Unido, que parece haberse
apresurado a consolidar la "relación especial" abrazando todo el
"nuevo paradigma" anárquico con especial entusiasmo- y menciono
brevemente las recientes
acusaciones de complicidad británica en el uso de la tortura en los
interrogatorios de ciudadanos británicos en Pakistán y Egipto antes de
centrarme en la nefasta aplicación de las políticas de la "Guerra contra
el Terror" de la administración Bush en el Reino Unido: el recurso a la
detención sin cargos ni juicio, el uso de pruebas secretas y los intentos del
gobierno de incumplir nuestro compromiso con la Convención de la ONU contra la
Tortura devolviendo a ciudadanos extranjeros a países donde corren el riesgo de
ser torturados.
También menciono la reunión parlamentaria presidida por Diane
Abbott MP en la Cámara de los Comunes ayer, para discutir el uso
de pruebas secretas y pruebas obtenidas mediante el uso de la tortura. Voy
a escribir mucho más sobre este tema durante el resto de la semana, ya que esta
erosión fundamental de las garantías procesales, que ya se está filtrando de
los tribunales secretos de terrorismo a otras áreas de la ley - donde, por
decirlo sin rodeos, el gobierno encontrará conveniente no tener que revelar
ninguna información públicamente - no sólo constituye una amenaza sin
precedentes a los principios fundamentales de la justicia abierta en este país,
sino que también es vergonzosamente poco denunciada.
La razón por la que esto es tan importante es simple, en realidad: sin una justicia abierta permitimos a
nuestros representantes electos dar rienda suelta a algunas de sus peores
tendencias totalitarias, lo quieran o no - y todo, aparentemente, porque
nuestro gobierno se niega a seguir al resto del mundo en la búsqueda de una
manera de utilizar las pruebas obtenidas por los servicios de inteligencia en
un tribunal abierto, sin comprometer sus métodos o fuentes. Si tiene alguna
duda al respecto, eche un vistazo a algunos de mis artículos más recientes
(enlazados más abajo) para ver varios ejemplos de cómo este sistema de ocho
años de antigüedad -concebido por el pánico, y sostenido por su propia lógica
sesgada pero incuestionable- está socavando fatalmente nuestra creencia en la
justicia y lo que debería ser nuestra aversión hacia el uso de la tortura.
La tortura mancha todas nuestras vidas
31 de marzo de 2009
Andy Worthington
Juicios secretos, órdenes de control y tortura: los fundamentos de la justicia británica consagrados en
la Carta Magna están siendo socavados
El viernes pasado se anunció que, siguiendo instrucciones del fiscal general al director de la
fiscalía, la policía va a investigar las afirmaciones del preso de Guantánamo
liberado Binyam
Mohamed de que agentes del MI5 tenían conocimiento de su tortura dirigida
por Estados Unidos, y de que también proporcionaron información a sus
interrogadores mientras estaba incomunicado.
Dado que han transcurrido siete meses desde que los jueces del Tribunal Supremo dictaminaron
que la implicación británica con las autoridades estadounidenses "fue
mucho más allá de la de un espectador o testigo de la presunta fechoría",
se trata de una buena noticia, pero lo que el caso de Mohamed demuestra sobre
todo es hasta qué punto el enfoque terriblemente novedoso de la administración
Bush respecto a la detención y la recopilación de información en la
"guerra contra el terror" no sólo se burló de la adhesión de Estados
Unidos a la Convención
de la ONU contra la Tortura, sino que también infectó las políticas de
otros muchos países.
Además, en la huida deliberada de la administración Bush de la prohibición absoluta de la tortura
-acompañada de su decisión de no mantener a los sospechosos de terrorismo ni
como prisioneros de guerra, protegidos por las convenciones de Ginebra, ni como
sospechosos de delitos que deban ser sometidos a juicio en un tribunal de
justicia reconocido- ha quedado claro que Estados Unidos no tenía un aliado más
cercano que Gran Bretaña.
Esto se revela no sólo en el caso de Mohamed, sino también en los casos de otros prisioneros británicos
detenidos en Guantánamo: 15 en total, según un informe del Daily Telegraph del
fin de semana. Supongo que entre ellos se incluyen los demás presos británicos
liberados de Guantánamo, todos los cuales estuvieron detenidos en algún momento
en prisiones gestionadas por Estados Unidos en Afganistán, donde fueron
visitados por agentes de los servicios de inteligencia británicos. Además, como
informa hoy The
Independent, otro de estos hombres es el residente británico Shaker
Aamer (aún detenido en Guantánamo), cuyos abogados informaron de que
"agentes de los servicios de inteligencia del Reino Unido estuvieron presentes
mientras el señor Aamer era golpeado. Proporcionaron información y alentaron a
sus torturadores estadounidenses. No hicieron ningún intento de detener sus
malos tratos ni ninguna indagación sobre su bienestar".
Tampoco es éste el final de la implicación británica en la tortura. Como ha revelado The Guardian en varios
informes de los últimos 10 meses, los servicios de inteligencia británicos han
facilitado información para utilizarla en los interrogatorios de ciudadanos
británicos detenidos en Pakistán
y Egipto,
aunque debían ser conscientes de que los interrogatorios en ambos países podían
haber implicado el uso de la tortura.
A menudo se pasa por alto, sin embargo, otra política británica que sólo podría haber surgido de un apoyo
entusiasta a las políticas descarriadas de la administración Bush: la
detención, sin cargos ni juicio, de "sospechosos de terrorismo" en el
Reino Unido, primero en Belmarsh, durante tres años (de diciembre de 2001 a
diciembre de 2004), hasta que los lores de la ley declararon
ilegal el proceso, y, desde entonces, bajo órdenes
de control u órdenes de fianza de deportación, que a menudo son tan
estrictas que equivalen a arresto domiciliario.
En el país que exportó el habeas corpus al resto del mundo (el principio, consagrado en la Carta Magna, de que
nadie puede ser encarcelado "salvo en virtud de juicio legítimo de sus
pares o de la ley del país"), resulta inquietante comprobar que decenas de
hombres -entre ellos un puñado de ciudadanos británicos- están privados de
libertad basándose en pruebas secretas que ni ellos ni sus abogados pueden ver.
Además, en los casos de los que se enfrentan a la deportación, el gobierno británico está dispuesto a poner
en peligro nuestro propio compromiso con la convención de la ONU contra la
tortura, que prohíbe la devolución de ciudadanos extranjeros a países en los
que corren el riesgo de ser torturados, principalmente porque no está dispuesto
a unirse al resto del mundo en la búsqueda
de formas de permitir que la información de los servicios de inteligencia
se presente ante un tribunal de justicia al tiempo que se protegen sus fuentes.
En lugar de ello, la ministra del Interior, Jacqui Smith, nos pide que confiemos en que nuestros
servicios de inteligencia nunca cometen errores, y nos impide poder investigar
las sospechas de que, en algunos casos, la información utilizada para detener a
estos hombres fue extraída mediante la tortura de prisioneros en otros países.
Me complace poder informar de que, hoy, la diputada Diane Abbott
organiza una reunión parlamentaria en la Cámara de los Comunes para debatir el
creciente uso de pruebas secretas en los tribunales británicos, y espero que
numerosos diputados se dignen a asistir, pero, sobre todo, espero que los
ciudadanos de este país comprendan hasta qué punto los efectos corrosivos de la
"guerra contra el terror" de la administración Bush han mermado
nuestra propia capacidad para reconocer que, sin juicios justos y sin una
prohibición absoluta del uso de la tortura, hemos socavado los propios
cimientos de una justicia imparcial y abierta que fueron consagrados, hace 794
años, en la Carta Magna.
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