El futuro de Guantánamo
14 de enero de 2008
Andy Worthington
Tras el sexto aniversario, ¿existe un consenso cada vez mayor sobre la
necesidad de cerrar la prisión y, en caso afirmativo, cómo puede lograrse?
El sexto aniversario de la apertura de la prisión de Guantánamo, el viernes, estuvo marcado por
acciones en todo el mundo encaminadas a mantener la difícil situación de los
detenidos, encarcelados sin cargos ni juicio, en el punto de mira de la opinión pública.
En Cif, el detenido liberado Moazzam
Begg repasó brevemente la historia de Guantánamo, e incluyó condenas de la
prisión por parte de tres de los principales candidatos a las elecciones
presidenciales de este año: Hillary Clinton, Barack Omama y John McCain.
Si alguno de estos candidatos sustituye a George W. Bush en la Casa Blanca, la cuestión candente a
la que se enfrentarán no es si Guantánamo debe cerrarse, sino cómo hacerlo.
De los 281 detenidos que permanecen en Guantánamo -de los 778 retenidos a lo largo de su historia-
parece que hasta 130 podrían ser puestos en libertad sin grandes dificultades.
Con su típico desprecio por la ley, las autoridades los han descrito como
demasiado peligrosos para ser puestos en libertad, pero no lo bastante como
para ser acusados. Sin embargo, es casi seguro que harán caso omiso de sus
preocupaciones si la presión para reducir la población reclusa se mantiene
durante todo el año.
A menudo, el único obstáculo para la liberación de estos hombres es la insistencia de la
administración en estipular sus condiciones posteriores a la detención con
gobiernos que, comprensiblemente, no están dispuestos a dejar que los
estadounidenses dicten sus propios acuerdos de seguridad.
Más problemáticos son los 150 detenidos restantes. Se ha autorizado la puesta en libertad de unos 70,
pero la mayoría de ellos -procedentes de países como China, Uzbekistán y
diversos regímenes norteafricanos- no pueden ser repatriados debido a los
tratados internacionales que impiden la devolución de ciudadanos extranjeros a
países en los que corren el riesgo de ser torturados.
Los intentos de la administración de encontrar otros países que acepten a los detenidos liberados
han sido en gran medida infructuosa. En 2006, se consiguió que Albania aceptara
a ocho de ellos, que cambiaron Guantánamo por un campo de refugiados en Tirana,
pero incluso la generosidad de los albaneses ha llegado a su fin.
A falta de otros países dispuestos a ayudar a aclarar sus errores, la administración ha
recurrido a elaborar "memorandos de entendimiento" con países bien
conocidos por sus abusos contra los derechos humanos, entre ellos Túnez y Libia.
Estos acuerdos, concebidos para garantizar un trato humano a los detenidos devueltos, sufrieron
recientemente un revés cuando dos tunecinos repatriados fueron encarcelados
tras juicios considerados corruptos por los observadores. Posteriormente, un
juez estadounidense impidió el regreso de un tercer tunecino, y sin estas vías
de salida sigue sin estar claro cómo se podrá liberar al resto de los detenidos exculpados.
En cuanto a los 80 detenidos restantes, la administración pretende procesarlos en juicios por
crímenes de guerra, conocidos como comisiones militares, que
fueron ideados por el vicepresidente Cheney y sus asesores cercanos en
noviembre de 2001. Condenadas por los abogados por basarse en pruebas secretas,
obtenidas mediante tortura, que pueden ser ocultadas al acusado, las comisiones
aún tienen que demostrar su viabilidad.
Tras ser anuladas por el Corte Supremo en 2006, se reactivaron el año pasado, pero han sido
criticadas por sus propios jueces y cuentan con la firme oposición de los
abogados militares defensores de los detenidos. Su único supuesto éxito -el
procesamiento de David
Hicks- no fue tal. Viendo en la confesión su única vía de escape, Hicks
aceptó un acuerdo con la fiscalía, admitiendo "apoyo material al
terrorismo" y renunciando a las acusaciones de abusos por parte de las
fuerzas estadounidenses a cambio de una breve condena en Australia que acaba de finalizar.
Con un historial tan pobre, no es seguro que el procesamiento de los auténticos terroristas de
Guantánamo -no más de 40, según diversas estimaciones de los servicios de
inteligencia- se desarrolle sin problemas. El mayor obstáculo al que se
enfrenta la administración es su necesidad de ocultar pruebas de tortura, que
sigue siendo ilegal según la legislación nacional e internacional.
Si las comisiones fracasan -como yo creo que ocurrirá-, el próximo presidente de EE.UU. podría verse
obligado a cerrar Guantánamo y trasladar a los presos considerados realmente
peligrosos al territorio continental de EE.UU., para ser juzgados en tribunales
estadounidenses ante jurados flexibles a los que se pueda convencer de que
pasen por alto sus torturas.
En el caso de los detenidos de "alto valor", entre los que se encuentra Khalid Sheikh
Mohammed, que confesó el año pasado ser el arquitecto del 11-S, es probable
que este planteamiento tenga éxito, pero el coste -para la posición moral de
Estados Unidos y para su larga tradición judicial- será inmenso. También pondrá
de relieve hasta qué punto Guantánamo, inicialmente promocionada como una
prisión que albergaba a "lo peor de lo peor", fue, de hecho, un
fracaso contraproducente a una escala casi inimaginable.
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