Diego García: no volver a la "isla de la tortura"
24 de octubre de 2008
Andy Worthington
Al final, por tanto, no fue ninguna sorpresa que el derecho de los exiliados de las islas
Chagos a regresar a sus antiguos hogares fuera rechazado por los Lores de la
Ley en Londres.
En la década de 1960, Diego García, el centro de las islas Chagos (que forman parte de los Territorios
Británicos de Ultramar) fue arrendado a Estados Unidos para utilizarlo como
base aérea de importancia estratégica.
El acuerdo tenía dos componentes cruciales: uno era un descuento considerable en Polaris, el
programa británico de misiles nucleares, y el otro era el traslado
de las islas (a una vida de pobreza en Mauricio y las Seychelles) de los 2.000
súbditos británicos incómodos (los "residentes"), cuya ascendencia se
remontaba casi 200 años atrás a los trabajadores nacidos en África y la India
de Mauricio, enviados por los plantadores de coco franceses en los años
anteriores a la caída de Napoleón y la transferencia de la soberanía de las
islas al Reino Unido.
A decir verdad, los chagosianos nunca tuvieron ninguna posibilidad, aunque su larga lucha legal
había conseguido importantes victorias. En 2000, cuando el Tribunal Supremo
dictaminó que la expulsión de los isleños había sido ilegal, el ministro de
Asuntos Exteriores Robin Cook dejó claro que apoyaba su caso, pero fue
desautorizado por el primer ministro Tony Blair, que bloqueó su regreso
mediante "órdenes en consejo", una antigua prerrogativa real que
convenientemente eludía al parlamento.
En 2006, tres jueces, declarando que las acciones de Blair eran ilegítimas, confirmaron el derecho de
los isleños a regresar, ordenaron al gobierno que pagara sus costas legales e
intentaron retener el apoyo a una apelación ante la Cámara de los Lores, y en
mayo de 2007 el tribunal de apelación confirmó esa decisión, dictaminando que
la expulsión de los hombres por parte del gobierno británico, que, como explicó
The Guardian, fueron "sacados con engaños de sus hogares, animados a
marcharse en viajes temporales y no se les permitió regresar", fue un
"abuso de poder".
No obstante, la importancia de Diego García para el gobierno estadounidense en los años transcurridos desde
los atentados del 11-S ha garantizado que el implacable apoyo de Tony Blair a
la administración Bush se impusiera a los casi olvidados intentos de Robin Cook
de garantizar una política exterior "ética" para el Reino Unido. En
el persistente belicismo de los últimos siete años, la importancia estratégica
de Diego García para EEUU ha sido más pronunciada que nunca.
Las primeras tropas de tierra de la invasión afgana partieron de Diego García, innumerables
bombarderos han utilizado la base al embarcarse en las misiones que han matado
a tantos civiles en Irak y Afganistán y, lo que quizá sea más importante, otros
aviones han llegado transportando un valioso cargamento: presuntos prisioneros
importantes en la "Guerra contra el Terror". Algunos, como el
australiano David Hicks y el mulá Abdul Salam Zaeef, embajador de los talibanes
en Pakistán, fueron interrogados, en los primeros días de la "Guerra
contra el Terror", en las entrañas de barcos amarrados frente a la costa
de Diego García, y otros, al parecer, fueron recluidos en una prisión secreta
en el propio Diego García, como informé en un artículo
este verano.
Por lo tanto, frente a un componente tan importante de la "Guerra contra el Terror", estaba
claro que las demandas de los chagosianos nunca iban a tener éxito. Sin
embargo, lo que hizo que el veredicto fuera particularmente irritante, más allá
de la falta de carácter de los Lores, fue una declaración del actual ministro
de Asuntos Exteriores, David Miliband -que todavía tiene que explicar de manera
satisfactoria si el gobierno británico sabía realmente algo acerca de una
prisión secreta en Diego García- en la que señaló "el pesar del gobierno
por la forma en que el reasentamiento de los chagosianos se llevó a cabo en los
años 1960 y 1970 y por las dificultades que siguieron para algunos de ellos".
Fue un momento clásico del Nuevo Laborismo: un aparente gesto de contrición de un gobierno al que le gusta
pedir perdón por los crímenes históricos, pero
que se niega a hacer nada por los suyos.
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