Seis detenidos en Guantánamo acusados de los
asesinatos del 11-S: ¿Por qué ahora? ¿Y la tortura?
12 de febrero de 2008
Andy Worthington
Andy Worthington, autor de The
Guantánamo Files: The Stories of the 774 Detainees in America's Illegal Prison,
informa sobre el reciente anuncio de la administración estadounidense de que ha
presentado cargos contra seis presos de Guantánamo por su presunta implicación
en los atentados del 11-S.
Por fin, casi seis
años y medio después de los atentados del 11-S, la administración
estadounidense ha acusado a seis presos de Guantánamo, entre otros cargos, de
terrorismo, asesinato en violación del derecho de guerra, atentado contra
civiles y conspiración, añadiendo, por si fuera poco, que pedirá la pena de
muerte en caso de condena.
Los seis hombres son: Khalid
Sheikh Mohammed (KSM), que confesó en su tribunal de Guantánamo el pasado
mes de marzo que era "responsable de la operación del 11-S, de la A a la
Z"; Ramzi bin al-Shibh, al parecer amigo de los secuestradores del 11-S,
que ayudó a coordinar el plan con KSM después de que éste no pudiera entrar en
Estados Unidos para entrenarse como piloto para la operación del 11-S, como
había planeado en un principio; Mustafa al-Hawsawi y Ali Abdul Aziz Ali (alias
Ammar al-Baluchi), acusados de ayudar a proporcionar dinero y otros artículos a
los secuestradores; Walid bin Attash, acusado de seleccionar y entrenar a
algunos de los secuestradores; y, de forma bastante menos espectacular,
Mohammed al-Qahtani, acusado de intentar entrar en Estados Unidos en agosto de
2001 para convertirse en el vigésimo secuestrador del 11-S, sin conseguirlo.
Desde arriba: Khalid
Sheikh Mohammed (KSM), Ramzi bin al-Shibh, Mustafa al-Hawsawi, Ali Abdul Aziz
Ali y Walid bin Attash.
|
El anuncio de los cargos es enormemente significativo. De un plumazo, muchas de las quejas sobre
Guantánamo parecen haber sido barridas. Éstas, principalmente, se han centrado
en afirmaciones fundadas de que la prisión ha albergado en su mayoría a hombres
inocentes o a soldados de infantería talibanes de bajo rango. Según docenas de
fuentes militares y de inteligencia de alto nivel entrevistadas por el New
York Times en junio de 2004, de los 749 detenidos que estuvieron en la
prisión durante sus dos primeros años y medio de existencia, ninguno "era
un dirigente o un alto operativo de Al Qaeda", y "sólo un puñado
relativo -algunos cifran el número en una docena, otros en más de dos docenas-
eran miembros jurados de Al Qaeda u otros militantes capaces de dilucidar el
funcionamiento interno de la organización".
Otros diez detenidos supuestamente importantes llegaron a Guantánamo procedentes de prisiones
secretas de la CIA en septiembre de 2004, y otros 14 detenidos "de alto
valor", entre ellos cinco de los hombres mencionados anteriormente,
llegaron en septiembre de 2006, pero estas llegadas -que, por sí mismas,
revelaron la existencia de prisiones secretas que eran incluso menos
responsables que Guantánamo- apenas bastaron para convencer a nadie, salvo a
los partidarios más fervientes e incondicionales de la administración, de que
todo el experimento extralegal merecía la pena.
Al acusar a los detenidos por su presunta relación con los atentados del 11-S, la administración
también ha conseguido desviar la atención de los tropiezos del sistema de
juicios que se utilizará para procesar a los seis hombres. Las Comisiones
Militares, ideadas por el Vicepresidente Dick
Cheney y sus asesores en noviembre de 2001, declaradas ilegales por el
Tribunal Supremo en junio de 2006 y reinstauradas ese mismo año en la Ley de
Comisiones Militares (MCA), han tenido que luchar repetidamente para establecer
su legitimidad.
Descritas por el ex abogado defensor militar Lt.
Cmdr. Charles Swift como fatalmente defectuosas porque incluían "la
ausencia del derecho de hábeas corpus, la ausencia del privilegio
abogado-cliente, declaraciones de culpabilidad forzadas por cargos que nunca se
hicieron públicos, pruebas secretas y coaccionadas, jurados y presidentes
elegidos por decreto ejecutivo, [y] clientes representados aunque declinaran la
asistencia letrada", el proceso de las Comisiones fue supuestamente
depurado durante la aprobación de la MCA, para impedir que los fiscales
utilicen pruebas secretas u obtenidas mediante tortura (aunque el uso de
información obtenida mediante "formas controvertidas de coacción"
-tortura, quizás, con cualquier otro nombre- sigue quedando a discreción del
juez militar nombrado por el gobierno), pero hasta la fecha no han conseguido
ni una sola victoria significativa.
Su único supuesto éxito -en el caso de David Hicks, que aceptó un acuerdo de culpabilidad en
marzo del año pasado, admitiendo que había proporcionado "apoyo material
al terrorismo" y abandonando las bien documentadas afirmaciones de que
había sido torturado por las fuerzas estadounidenses a cambio de una condena de
nueve meses cumplida en Australia- se vio socavado
el otoño pasado por el coronel Morris Davis, ex fiscal jefe de las Comisiones,
que dimitió
de su cargo y se quejó de que todo el sistema estaba comprometido por
interferencias políticas. En la actualidad, las Comisiones están empantanadas
en las audiencias previas al juicio de dos detenidos -el presunto "niño
soldado" Omar
Khadr y Salim
Hamdan, chófer de Osama bin Laden-, cuyos casos no han servido para disipar
la preocupación generalizada de que todo el proceso sigue siendo injusto e inútil.
Los atentados
terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York.
|
Ahora, sin embargo, con la atención firmemente centrada en el 11-S -el acontecimiento que, todo el
tiempo, se suponía que había justificado la invasión de Afganistán, la
detención sin cargos ni juicio de casi 800 detenidos en Guantánamo, y de
cientos más en Afganistán y en prisiones secretas en otros sitios-, la
administración debe estar esperando que la respuesta mundial a la noticia borre
los últimos seis años de injusticia y dirija toda la atención exclusivamente a
ese espantoso día de septiembre de 2001 en el que más de 3.000 personas -de 40
países diferentes- murieron en los atentados contra el World Trade Center y el
Pentágono, y en los restos de un avión en Pensilvania.
Sin embargo, a pesar de su loable enfoque, el anuncio sigue planteando más preguntas que respuestas.
No es ninguna coincidencia, por ejemplo, que se produjera sólo seis días
después de que Michael
Hayden, director de la CIA, admitiera que tres de los detenidos de
"alto valor" -entre ellos KSM- habían sido sometidos a submarino, una
técnica de tortura denostada desde hace tiempo que simula el ahogamiento.
Desde su tristemente célebre "Memorando sobre la tortura" de agosto de 2002, la
administración ha intentado insistir en que los "interrogatorios
mejorados" sólo se consideraba tortura si el dolor soportado era "de
una intensidad similar a la que acompaña a una lesión física grave, como la
insuficiencia orgánica, el deterioro de las funciones corporales o incluso la
muerte", pero, al final, no son más que débiles intentos de disfraz
semántico. En virtud de sus obligaciones internacionales -como signataria de la
Convención de la ONU contra la Tortura, por ejemplo, que tipifica como delito
que funcionarios estadounidenses torturen a personas dentro o fuera de Estados
Unidos-, la administración tiene prohibido practicar la tortura, y el
ahogamiento simulado es claramente tortura.
El segundo problema estriba en los propios cargos. Cabe destacar que tanto KSM como Ramzi bin
al-Shibh alardearon de su implicación en el 11-S antes de ser capturados. En abril
de 2002, el periodista de al-Jazeera Yosri Fouda obtuvo una entrevista
exclusiva con los dos hombres, y su reportaje
incluía el siguiente pasaje:
"Dicen que sois terroristas", me sorprendí a mí mismo soltando. Un sereno Ramzi se limitó a ofrecer una
sonrisa invitadora. Mohammed respondió: "Tienen razón. Es lo que hacemos
para ganarnos la vida".
Haciendo acopio de toda mi experiencia y coraje, miré a Mohammed a los ojos y le pregunté: "¿Lo
hiciste tú?" La referencia al 11 de septiembre estaba implícita. Mohammed
respondió con poca fanfarria: "Yo soy el jefe del comité militar de Al
Qaeda", empezó, "y Ramzi es el coordinador de la operación del Martes
Santo. Y sí, lo hicimos".
Sin embargo, ahí terminan bruscamente las confesiones abiertas, con la excepción de los cargos
contra Mohammed al-Qahtani, de los que hablo más adelante, y, presumiblemente,
la confesión aparentemente no solicitada de Walid bin Attash, en su tribunal de
Guantánamo el año pasado, cuando dijo que era el enlace entre Osama bin Laden y
la célula de Nairobi durante los atentados contra la embajada africana en 1998,
y también admitió que había desempeñado un papel importante en el atentado
contra el USS Cole en 2000, explicando que "elaboró el plan de la
operación durante un año y medio", y que compró los explosivos y el barco,
y reclutó a los terroristas.
Secuelas del atentado contra el USS Cole en 2000.
|
El resto -los cargos contra Mustafa al-Hawsawi y Ali Abdul Aziz Ali, los cargos restantes contra
Ramzi bin al-Shibh y la amplia lista de complots en los que KSM admitió haber
participado durante su juicio- se produjeron durante los tres o cuatro años que
estos hombres pasaron en una sucesión de prisiones secretas gestionadas por la
CIA. Además, fue en estas prisiones donde, en contraste con la afirmación de
Michael Hayden de que, de los seis, sólo KSM fue sometido a ahogamiento
simulado, los agentes de la CIA que hablaron con ABC News en
noviembre de 2005 dijeron que 12 detenidos "de alto valor" en total
fue sometido a una serie de "técnicas de interrogatorio mejoradas".
Entre ellas se incluían no sólo el submarino, sino también la "larga
permanencia de pie", en la que los prisioneros "son obligados a
permanecer de pie, esposados y con los pies encadenados a un perno ocular en el
suelo durante más de 40 horas", y "la celda fría", en la que al
prisionero "se le deja de pie desnudo en una celda a una temperatura
cercana a los 50 grados" y se le "rocía con agua fría" durante
todo el tiempo.
Estas declaraciones dejan claro que la tortura -que, por si lo olvidamos, se condena no sólo porque
es moralmente repugnante, sino también porque las confesiones que produce no
son fiables- contamina casi toda la base de las acusaciones de ayer, y pone en
duda al menos algunas de las afirmaciones del gobierno. En su comparecencia
ante el tribunal de Guantánamo, por ejemplo, Mustafa al-Hawsawi admitió haber prestado
apoyo a los yihadistas, incluida la transferencia de dinero para algunos de los
secuestradores del 11-S, pero negó ser miembro de Al Qaeda. Ali Abdul Aziz Ali
fue aún más categórico al afirmar que no tenía ninguna relación con el
terrorismo. Aunque admitió haber transferido dinero en nombre de algunos de los
secuestradores del 11-S, insistió en que no tenía conocimiento ni del 11-S ni
de Al Qaeda, y que era un hombre de negocios legítimo, que transfería dinero
regularmente a árabes en Estados Unidos, sin saber para qué se iba a utilizar.
El anuncio de ayer también plantea preguntas adicionales. ¿La admisión de Michael Hayden pretendía
allanar el camino para las acusaciones que acaban de anunciarse, o provocó tal
avalancha de indignación -incluidas afirmaciones de que, ahora que la
administración ha admitido abiertamente el submarino, ella misma puede ser
acusada de crímenes de guerra- que la decisión de iniciar el proceso judicial
se precipitó para justificar la tortura?
También merece la pena preguntarse por qué dos de los tres detenidos que Michael Hayden admitió que
habían sido sometidos a submarino -Abu
Zubaydah y Abdul
Rahim al-Nashiri- no fueron acusados. Seguramente no es una coincidencia
que, en sus juicios del año pasado, ambos hombres negaran las acusaciones
contra ellos y declararan que sólo habían admitido las afirmaciones de que
estaban implicados con Osama bin Laden y Al Qaeda porque habían sido torturados.
Sin embargo, la inclusión de Mohammed al-Qahtani en la lista sigue siendo la menos explicable.
Supuestamente el pretendido vigésimo secuestrador del 11-S, a día de hoy parece
ser poco más que eso, un aspirante a yihadista, reclutado para proporcionar el
"músculo" para someter a los pasajeros, que fracasó en su misión
cuando se le denegó la entrada en Estados Unidos en agosto de 2001, tras haber
volado a Orlando para reunirse con el secuestrador principal Mohammed Atta.
Esto, por supuesto, es suficientemente repugnante en sí mismo, y merecedor de
castigo si se demuestra en un tribunal de justicia, pero como en realidad no
participó en el 11-S, ni contribuyó a él de ninguna manera significativa, es
extraño que él también haya sido acusado, cuando las pruebas de su tortura en
Guantánamo -en lugar de en una prisión secreta dirigida por la CIA- están tan
fácilmente disponibles y revelan tan implacablemente los excesos de la política
de tortura de la administración en Guantánamo.
Como reveló la revista Time en un diario de interrogatorios (PDF) publicado en
2005, Al Qahtani fue interrogado durante 20 horas al día a lo largo de un
periodo de 50 días a finales de 2002 y principios de 2003, en el que también
fue sometido a humillaciones sexuales extremas (incluso fue untado con sangre
menstrual falsa por una interrogadora), amenazado por un perro, desnudado y
cacheado, y obligado a ladrar como un perro y a gruñir ante fotografías de
terroristas. En una ocasión fue sometido a una "falsa entrega", en la
que lo tranquilizaron, lo sacaron de la isla, lo reanimaron, lo llevaron de
vuelta a Guantánamo y le dijeron que estaba en un país que permitía la tortura.
Además, como explico en mi libro The
Guantánamo Files, "Las sesiones eran tan intensas que a los
interrogadores les preocupaba que la falta de sueño acumulada y los constantes
interrogatorios supusieran un riesgo para su salud. El personal médico
comprobaba su estado de salud con frecuencia -a veces hasta tres veces al día-
y en una ocasión, a principios de diciembre, la rutina de castigo se suspendió
durante un día cuando, como consecuencia de negarse a beber, se deshidrató
gravemente y su ritmo cardíaco descendió a 35 pulsaciones por minuto. Sin
embargo, mientras un médico acudía a verle a la cabina, se ponía música a todo
volumen para impedir que durmiera".
Aún más significativo, quizás, es lo que la tortura de al-Qahtani revela sobre cómo todo el proceso
que condujo a estos juicios propuestos podría y debería haber sido diferente.
Fue el interrogatorio de Al Qahtani lo que finalmente llevó al FBI -que ya
estaba alarmado por la violencia aleatoria y contraproducente perpetrada por
otras agencias en Guantánamo- a presentar una queja oficial al Pentágono en junio
de 2004, en la que ponía de relieve los abusos presenciados por sus agentes y
criticaba especialmente el trato dispensado a Al Qahtani. En la carta se
afirmaba que al-Qahtani fue "sometido a un intenso aislamiento durante más
de tres meses" y comenzó a "mostrar un comportamiento coherente con
un trauma psicológico extremo (hablar con personas inexistentes, informar de
que oía voces, permanecer agachado en una celda cubierta con una sábana durante
horas y horas)".
Los informes sobre el trato dispensado a Al Qahtani también provocaron un heroico intento de Alberto
J. Mora, director del Servicio de Investigación Criminal Naval (NCIS), de
persuadir al Pentágono para que suspendiera el uso de "interrogatorios
mejorados". Mora no tuvo éxito en última instancia -Donald Rumsfeld
abandonó temporalmente el uso de las técnicas, pero encargó en secreto a un
nuevo grupo de expertos dóciles que volvieran a aprobarlas en una forma
esencialmente sin diluir-, pero las quejas tanto del FBI como del NCIS indican
cómo debería haber procedido el proceso de interrogatorio.
De hecho, un alto interrogador del FBI había trabajado con Al Qahtani antes de que la CIA se
hiciera cargo de él, quien "poco a poco fue estableciendo una
relación" con él, "acercándose a él con respeto y moderación",
según los funcionarios que hablaron con el New York Times. "Reza
con ellos, toma el té con ellos, y funciona", explicaron los funcionarios.
Abriéndose a esta técnica hábil, y ya decididamente anticuada, Al Qahtani
empezó a facilitar información, revelando que había asistido a una importante
reunión de Al Qaeda con dos de los secuestradores del 11-S en Malasia en 2000,
pero los funcionarios del Pentágono se sintieron frustrados porque no reveló
nada más sobre los planes de Al Qaeda.
La verdad, tal vez, es que no tenía más información que dar y que, tras fracasar en su misión, y sin
conocimiento interno porque los secuestradores "musculares" no fueron
informados de los planes en detalle, regresó a Afganistán, donde, tras unirse a
los talibanes en su resistencia a la invasión liderada por Estados Unidos, fue
capturado cruzando la frontera pakistaní en diciembre de 2001.
Dan Coleman, uno de estos interrogadores de la vieja escuela del FBI, que se retiró de la agencia
en 2004, sabe exactamente dónde están los fallos de la política dirigida por el
Pentágono de combatir el terror con la tortura. Como interrogador de alto
nivel, que interrogó a muchos de los terroristas capturados antes del 11-S (y
condenados en los tribunales estadounidenses) sin recurrir a
"interrogatorios mejorados", Coleman sigue oponiéndose
fundamentalmente a la tortura, porque no es fiable y porque corrompe a quienes
la practican.
En 2006, dijo a Jane Mayer, del New
Yorker, que "la gente no hace nada a menos que se la recompense".
Explicó que si el FBI hubiera sacado confesiones a golpes a los sospechosos con
lo que él llamaba "toda esa mierda de macho alfa", habría sido
contraproducente. "La brutalidad puede aportar información puntual",
admitió. "Pero en la lucha a más largo plazo contra el terrorismo",
como la describió Mayer, "ese enfoque es 'completamente
insuficiente'". Coleman añadió: "Hay que hablar con la gente durante
semanas. Años". En 2005, emitió un veredicto aún más devastador, que explica,
sucintamente, por qué la administración se enfrenta ahora a una lucha tan ardua
para recuperar la superioridad moral. "La brutalización no funciona",
dijo. "Lo sabemos. Además, se pierde el alma".
¡Hazte voluntario para traducir al español otros artículos como este! manda un correo electrónico a espagnol@worldcantwait.net y escribe "voluntario para traducción" en la línea de memo.
E-mail:
espagnol@worldcantwait.net
|