Washington, un gobierno torturador
Editorial
La Jornada
2 de abril de 2014
En el marco de la pugna entre la Central de Inteligencia
de Estados Unidos (CIA) y el Congreso de ese país por la pesquisa de un comité
legislativo que investiga los métodos empleados por el espionaje civil del
gobierno estadounidense, The Washington Post reveló ayer algunos aspectos del programa de torturas desarrollado por esa
dependencia en la década pasada para interrogar a sospechosos de terrorismo,
así como las mentiras de la CIA para exagerar tanto los resultados de
semejantes métodos como la peligrosidad de sus víctimas. Por añadidura, la
central de espionaje ha sido acusada por Dianne Feinstein, presidenta del
comité, de entrometerse en las computadoras usadas por éste a fin de borrar y
falsear información clave.
Que Washington promueva y recurra a la tortura no sorprende en sociedades cuyos
países han sido víctimas de la política colonialista de Estados Unidos. Por
ejemplo, es público y sabido que la CIA ha recurrido en forma regular a la
tortura y la ha promovido entre los regímenes totalitarios aliados de su país.
Desde 1997 Washington reconoció que esa dependencia participó en el
entrenamiento y el financiamiento de los torturadores empleados por la
dictadura militar instaurada en Chile el 11 de septiembre de 1973; hace más de
tres lustros, el Pentágono desclasificó siete manuales de contrainsurgencia,
elaborados en décadas anteriores, que contenían instrucciones precisas para
torturar a detenidos; de la CIA se conocen al menos cuatro documentos
similares, hechos públicos en esa misma época.
Más tarde, en 2004, el mundo conoció algunas prácticas de tortura y asesinato que
militares y civiles estadounidenses llevaban a cabo en la prisión iraquí de Abu
Ghraib y en otros centros de reclusión –como las cárceles afganas de Bagram–
empleados por las fuerzas de Washington en las agresiones contra Afganistán e
Irak. Posteriormente se dio a conocer el programa de vuelos secretos organizado
por el gobierno de George W. Bush para mover a sospechosos de terrorismo entre
centros de detención clandestinos en los que también, por cierto, se torturaba
y asesinaba.
Tales conocimientos fueron notablemente ampliados por las revelaciones de Chelsea
Manning –difundidas, a su vez, por Wikileaks– sobre
algunos crímenes de lesa humanidad que las fuerzas estadounidenses cometieron
en las dos naciones referidas en una guerra contra el terrorismo que fue,
en realidad, una empresa de rapiña, corrupción y promoción de
intereses geoestratégicos y empresariales del círculo cercano a la Casa Blanca.
En todo caso, la información de The Washington Post constituye un agravante adicional al descrédito del
gobierno estadounidense, de por sí afectado por el escándalo de la recopilación
ilegal de información de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas
en inglés) y sus labores de espionaje contra gobiernos, empresas, funcionarios
y ciudadanos anónimos de más de un centenar de países. Cuando aún no acaban de
asentarse las consecuencias de la revelación correspondiente, debida al ex
analista Edward Snowden, la confrontación entre la CIA y el Capitolio obliga a
recordar que ambas instituciones han transgredido en forma sistemática,
deliberada y programada las leyes internacionales, estadounidenses y de otros
países, y violado de la misma manera los derechos humanos de incontables
personas.
Si a ello se agregan las operaciones encubiertas e igualmente delictivas realizadas
en años recientes en territorio mexicano por otras dependencias de Washington
como la oficina antidrogas (DEA) y la institución de control de alcohol, tabaco
y armas de fuego (ATF), resulta obligado concluir que el gobierno de Estados
Unidos carece de autoridad moral para invocar la legalidad o para justificar
sus acciones en nombre de los derechos humanos: es, llanamente, un régimen
ilegal, militarista y brutal que no ha dudado en practicar el terrorismo cuando
así ha convenido a la defensa de sus intereses ni en demoler democracias
establecidas para satisfacer los apetitos de ganancias de sus corporaciones. Si
el grueso de la opinión pública estadounidense no ha podido ver esta dolorosa
realidad, ello se debe, en buena medida, al poderío de un aparato mediático
mendaz y distorsionador que no sólo ha buscado encubrir el rostro más
impresentable del poder público estadounidense, sino que lo hace aparecer como
comprometido con la democracia, los derechos humanos y, a últimas fechas, hasta
como promotor de la paz.
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