Sueños en infrarrojos
Las tribulaciones de un operador yanqui de
aviones no tripulados
Nicola Abé spiegel.de 14 de diciembre de 2012
Translated by Manuel
Talens
Un soldado se propone graduarse como primero de su clase. Lo consigue y se
convierte en operador de aviones no tripulados (los denominados “drones”) con
destino en una unidad especial de las Fuerzas Aéreas de USA en Nuevo México.
Desde su puesto de trabajo mata a docenas de personas, hasta que un día se da
cuenta de que no puede seguir haciéndolo.
Operadores de
aviones no tripulados en la Base Creech de Nevada
Durante más de cinco años, Brandon Bryant trabajó en un compartimiento
rectangular sin ventanas, del tamaño de un remolque, en el que el aire
acondicionado mantenía una temperatura constante a 17º grados y, por razones de
seguridad, la puerta no podía abrirse. Bryant y sus compañeros de trabajo se
sentaban frente a catorce monitores de ordenador y cuatro teclados. Cuando
Bryant pulsaba un botón en Nevada, alguien moría al otro lado del mundo.
El compartimiento de pilotaje resuena con el zumbido de los ordenadores. Es
el cerebro de un avión no tripulado, la cabina en la jerga de la Fuerzas
Aéreas. Pero los pilotos no están volando por el aire, sólo están sentados ante
los controles.
Bryant fue uno de ellos y recuerda con nitidez un incidente que ocurrió
cuando un avión no tripulado Predator planeaba haciendo ochos en el cielo sobre
Afganistán a más de 10.000 kilómetros de distancia. Abajo, en el punto de mira,
había una casa de techo plano de barro con un cobertizo para guardar cabras.
Cuando Bryant recibió la orden de disparar, presionó un botón con la mano
izquierda y señaló el techo con un láser. El piloto que estaba sentado junto a
él apretó el gatillo de una palanca de mandos y el Predator lanzó un misil
Hellfire. Quedaban dieciséis segundos hasta el impacto.
–Esos momentos avanzan como a cámara lenta –dice hoy.
Las imágenes que transmitía una cámara de infrarrojos conectada al avión no
tripulado aparecieron en su monitor, emitidas por satélite con un retraso
temporal de entre dos y cinco segundos.
Faltaban siete segundos y no había nadie a la vista en tierra. Bryant todavía
hubiese podido desviar el misil en aquel momento. El tiempo se redujo a tres
segundos y Bryant se sentía obligado a contar cada píxel en el monitor. De
repente, dice, vio a un niño que doblaba la esquina.
El segundo cero fue el instante en el que el mundo digital de Bryant chocó
con la realidad en un pueblo entre Baghlan y Mazari Sharif.
Bryant vio un destello en la pantalla: era la explosión. Parte del edificio
se derrumbó. El niño había desaparecido. Sintió un malestar en el estómago.
–¿Acabamos de matar a un niño? –le preguntó al hombre que estaba a su
lado.
–Sí, supongo que era un niño –le respondió éste.
–¿Era un niño? –escribieron en el chat del monitor.
Entonces, una persona que no conocían respondió. Era alguien que estaba
sentado en un centro de mando militar en algún lugar del mundo y que había
observado su ataque.
–No, era un perro –escribió.
Revisaron la escena en el vídeo. ¿Un perro con dos piernas?
Primera parte: La guerra
invisible
Aquel día, cuando Bryant salió del compartimiento de pilotaje puso el pie
directamente en su país: praderas resecas a perder de vista en el horizonte,
campos cultivados y olor a estiércol fresco. En la torre del radar de la Base
Canon una luz centelleaba en la penumbra cada pocos segundos. Allí no había
guerra alguna.
La guerra moderna es tan invisible como un pensamiento y la distancia anula
su significado. No es una guerra sin límites, pero se controla desde pequeños
centros de alta tecnología en diversos lugares del mundo. Se supone que esta
nueva manera de consumarla es más precisa que la anterior y eso hace que algunos
la consideren “más humana”. Es la guerra de un intelectual, una guerra que
Barack Obama, el presidente de Estados Unidos, ha impulsado más que cualquiera de sus predecesores.
En un pasillo del Pentágono donde se planifica esta guerra, las paredes están
recubiertas con paneles de madera oscura. Los miembros de las Fuerzas Aéreas
tienen sus oficinas aquí. Un óleo de un Predator cuelga junto a los retratos de
los líderes militares. Para éstos, ninguna otra invención ha tenido tanto éxito
como el Predator en la “guerra contra el terror” durante los últimos años.
Los militares de USA controlan sus aviones no tripulados desde siete bases
aéreas en el país y en otros lugares del extranjero, incluida una en Djibouti,
la minúscula nación del este africano. Desde su sede en Langley (Virginia), la
CIA controla las operaciones en Pakistán, Somalia y Yemen.
“Salvamos vidas”
El coronel William Tart, un hombre de ojos claros que tiene una imagen
precisa del enemigo, considera que el avión no tripulado es una “extensión
natural de la distancia”.
Hasta hace unos meses, cuando fue ascendido a jefe del Grupo de Trabajo de
Aeronaves Dirigidas por Control Remoto (en inglés, RPA) de las Fuerzas Aéreas de
USA en Langley, Tart era comandante de la Base Creech (Nevada), cerca de Las
Vegas, donde dirigía las operaciones de aviones no tripulados. Cada vez que
controlaba en persona el vuelo de alguno de ellos, podía contemplar una foto de
su mujer y sus tres hijas pegada sobre la lista de verificaciones junto a los
monitores.
No le gusta la palabra drone, porque según él implica que la aeronave
tiene su propia voluntad, su ego (drone significa zángano, el macho de la
abeja reina).Prefiere llamarlos “aviones dirigidos por control remoto” y señala
que la mayoría de los vuelos sólo tienen como objetivo la búsqueda de
información. Se explaya sobre el uso de aviones no tripulados en misiones
humanitarias tras el terremoto de Haití y sobre los éxitos militares en la
guerra de Libia: su equipo disparó contra un camión que estaba apuntando misiles
contra Misrata y también persiguió al convoy en el que huían el ex dictador
libio Muamar el Gadafi y su séquito. Añade que los soldados desplegados en
Afganistán expresan constantemente su gratitud por la ayuda que se les presta
desde el aire. “Salvamos vidas”, dice.
No es tan locuaz en lo que respecta a asesinatos selectivos. Afirma que
durante sus dos años como comandante de operaciones en Creech nunca vio morir a
civiles y que los aviones no tripulados sólo abren fuego contra edificios donde
no hay mujeres y niños. Cuando le preguntan sobre la cadena de mando, Tart
menciona un documento de 275 páginas titulado 3-09.3. Afirma que la orden de
atacar con aviones no tripulados, y cualquier otro ataque, provienen de las
Fuerzas Aéreas. Un oficial tiene que dar su aprobación en el país donde se
realicen las operaciones.
Un
avión no tripulado Predator
El uso de la expresión “guerra quirúrgica” le molesta. Le recuerda a los
veteranos de Vietnam, que lo acusan de no haber transitado por el barro ni
sentido el olor de la sangre y le echan en cara que no sabe de lo que habla.
Eso no es cierto, dice Tart, y añade que a menudo aprovecha la hora de viaje
que dura el trayecto desde la Base Creech hasta Las Vegas para distanciarse de
su trabajo. “Observamos a la gente durante meses. Se los ve jugando con sus
perros o haciendo la colada. Conocemos sus costumbres tanto como las de nuestros
vecinos. Podemos incluso ir a sus funerales.” No siempre ha sido fácil,
dice.
Una de las paradojas de los aviones no tripulados es que, a pesar de que
aumentan la distancia con respecto al objetivo, también crean proximidad. “De
alguna manera la guerra se vuelve personal”, dice.
“Vi morir a hombres, mujeres y niños”
En las afueras de la pequeña ciudad de Missoula (Montana) hay una casa
amarilla con un fondo de montañas, bosques y bancos de niebla. La tierra está
cubierta con la primera nieve del invierno. Bryant, que ahora tiene 27 años,
está sentado en el sofá del salón de su madre. Dejó el ejército y ahora vive
aquí. Aún tiene la cabeza rapada y luce una barba de tres días. “Hace cuatro
meses que no sueño en infrarrojos”, dice con una sonrisa, como si se tratara de
una pequeña victoria para él.
Bryant completó 6.000 horas de vuelo durante sus seis años en las Fuerzas
Aéreas. “Vi morir a hombres, mujeres y niños durante ese tiempo”, dice. “Nunca
pensé que iba a matar a tanta gente. De hecho, lo que pensaba era que no podría
matar a nadie.”
Segunda parte: Un trabajo mal
visto
Tras su graduación en la escuela secundaria, Bryant quería llegar a ser
periodista de investigación. Solía ir a la iglesia los domingos y tenía
debilidad por las cheerleaders pelirrojas. Al final de su primer semestre
en la universidad había acumulado miles de dólares en deudas.
Se alistó en el ejército por accidente. Un día, mientras acompañaba a una
amiga que iba a alistarse, se enteró de que las Fuerzas Aéreas tenían su propia
universidad, donde podría estudiar de forma gratuita. Sus resultados en las
pruebas de admisión fueron tan buenos que lo destinaron a una unidad de recogida
de información. Aprendió a controlar las cámaras y los rayos láser en un avión
no tripulado y a analizar imágenes de tierra, mapas y datos meteorológicos. Se
convirtió en un operador de sensores, más o menos el equivalente a un
copiloto.
Tenía veinte años cuando participó en su primera misión. Era un día caluroso
y soleado en Nevada, pero estaba oscuro en el interior del compartimiento de
pilotaje, justo antes del amanecer en Iraq, donde un grupo de soldados
usamericanos estaba regresando a su base. Bryant se ocupaba de vigilar el camino
desde el cielo, como un “ángel guardián”.
Vio un ojo, una forma en el asfalto. “Había aprendido lo del ojo en el
período de instrucción”, dice. Para enterrar un explosivo improvisado en el
camino, los combatientes enemigos colocan un neumático en la carretera y lo
queman; el calor ablanda el asfalto. Desde el cielo tiene forma de ojo.
El convoy de los soldados estaba aún a varios kilómetros de distancia del
ojo. Bryant se lo comunicó a su supervisor, el cual lo notificó al centro de
mando. Conforme los vehículos se acercaban al lugar, se vio obligado a buscar
durante varios minutos, dice Bryant.
–¿Qué debemos hacer? –le preguntó a su compañero.
Pero éste era también novato en el trabajo.
No era posible comunicarse por radio con los soldados sobre el terreno, ya
que estaban utilizando un transmisor de interferencias. Bryant vio pasar al
primer vehículo sobre el ojo. No sucedió nada.
A continuación pasó por encima el segundo vehículo y vio un destello que
surgía por debajo, seguido por una explosión en el interior del vehículo.
Cinco soldados murieron.
Desde entonces Bryant no pudo quitarse de la mente a sus cinco compatriotas.
Empezó a aprenderse todo de memoria, incluso los manuales del Predator y de los
misiles, y se familiarizó con todos los escenarios posibles. Estaba decidido a
ser el mejor para que estas cosas nunca volvieran a suceder
“Me sentí desconectado de la humanidad”
Hacía turnos de hasta doce horas. Las Fuerzas Aéreas todavía estaban escasas
de personal para el control remoto en las guerras de Iraq y Afganistán. A los
pilotos de aviones no tripulados se los tildaba de cobardes pulsadores de
botones. Era un trabajo tan mal visto que los militares se vieron obligados a
contratar personal jubilado.
Bryant se acuerda de la primera vez que disparó un misil y mató a dos hombres
al instante. Mientras miraba, vio a un tercero agonizante. Su pierna había
desaparecido y se estaba sosteniendo el muñón con las manos, a través de las
cuales la sangre se esparcía por el suelo. La escena se prolongó durante dos
minutos. De vuelta a su casa lloró, dice, y llamó su madre. <>“Me sentí
desconectado de la humanidad durante casi una semana”, dice sentado en su
cafetería favorita de Missoula, donde flota en el aire un aroma a canela y
mantequilla. Pasa mucho tiempo allí, viendo a la gente y leyendo libros de
Nietzsche y Mark Twain; a veces cambia de asiento. No puede sentarse mucho
tiempo en un lugar, dice. Se pone nervioso.
Su novia ha roto con él hace poco. Le había preguntado por el peso que lo
abruma y él se lo contó, pero resultó ser algo que ella no fue capaz de
sobrellevar ni compartir.
Cuando Bryant conduce a través de su ciudad natal luce gafas de sol de
aviador y un pañuelo palestino. El interior de su Chrysler está cubierto con
insignias de sus escuadrones. En su página de Facebook ha creado un álbum con
las fotos de las medallas no oficiales que se le concedieron. Todo lo que tiene
es este pasado. Lucha contra él, pero también es una fuente de orgullo.
El ax
soldado Brandon Bryant, de 27 años, en Missoula (Montana, su ciudad natal)
Cuando lo enviaron a Iraq en 2007, publicó las palabras “listo para la
acción” en su perfil. Fue asignado a una base militar situada a unos 100 km de
Bagdad, donde su trabajo consistía en hacer despegar y aterrizar aviones no
tripulados.
Una vez que éstos alcanzaban la altitud de vuelo, los pilotos de situados en
USA lo reemplazaban. El Predator puede permanecer en el aire durante un día
entero, pero también es lento, por lo que se encuentra siempre estacionado cerca
de la zona de operaciones. Bryant se hizo fotos vestido con un mono de color
arena y un chaleco antibalas, apoyado en uno de ellos.
Dos años más tarde, las Fuerzas Aéreas lo destinaron a una unidad especial en
la Base Cannon (Nuevo México). Se instaló junto con un soldad amigo en un
bungalow de un pueblo polvoriento llamado Clovis, donde abundan los remolques,
las estaciones de servicio y las iglesias evangélicas. Clovis está a varias
horas de distancia de la ciudad más cercana.
Bryant prefería los turnos de noche, que coinciden con el día en Afganistán.
En la primavera, el paisaje, con sus picos nevados y valles verdes, le recordaba
a su región natal, Montana. Veía a la gente cultivando los campos, a los niños
jugando al fútbol y a los hombres que abrazaban a sus esposas e hijos.
Cuando se hacía de noche, Bryant activaba la cámara de infrarrojos. Muchos
afganos dormían en la techumbre durante el verano, debido al calor. “Los
observaba mientras hacían el amor con sus mujeres. Son dos puntos infrarrojos
que se convierten en uno”, recuerda.
Estudiaba a las personas durante semanas, entre ellas a los combatientes
talibanes mientras escondían armas y a quienes estaban en las listas de
vigilancia porque los militares, los servicios de inteligencia o los informantes
locales sospechaban algo de ellos.
“Llegaba a conocerlos. Hasta que alguien más arriba en la cadena de mando me
daba la orden de disparar.” Sentía remordimientos a causa de los niños, a los
que dejaba sin padres. “Eran buenos papás”, dice.
En su tiempo libre Bryant pasaba el tiempo con videojuegos o con “World of
Warcraft” en internet, o se iba a beber con los demás. Ya no soporta la
televisión, porque no lo estimula. También está teniendo problemas para
conciliar el sueño.
“No había tiempo para los sentimientos”
La comandante Vanessa Meyer, cuyo verdadero nombre está cubierto con cinta
adhesiva de color negro, está haciendo una presentación en la Base Holloman
(Nuevo México) sobre la formación de pilotos de aviones no tripulados. Las
Fuerzas Aéreas esperan tener personal suficiente para cubrir sus necesidades en
2013.
Meyer tiene 34 años y luce brillo de labios y un anillo con diamante en su
dedo. Antes de convertirse en piloto de aviones no tripulados pilotaba aviones
de cargo. Vestida con un mono verde de las Fuerzas Aéreas, está en pie en una
cabina de entrenamiento y utiliza el simulador para demostrar de qué manera se
guía un avión no tripulado a través de Afganistán. El punto de mira en el
monitor sigue a un coche blanco hasta que llega a un grupo de chozas de barro.
Con la mano derecha empuña el joystick para determinar la dirección del
avión y con la izquierda acciona la palanca que ralentiza o acelera el vuelo. En
un campo de aviación que hay detrás del compartimiento de pilotaje Meyer nos
muestra el Predator, delgado y brillante, y su hermano mayor, el Reaper, que
transporta cuatro misiles y una bomba. “Son aviones extraordinarios”, dice.
“Únicamente no funcionan cuando hace mal tiempo”.
Meyer pilotó aviones no tripulados en Creech, la base aérea que está cerca de
Las Vegas, donde jóvenes entran y salen de coches deportivos y las cadenas de
montañas se extienden a través del desierto como reptiles gigantescos. El
coronel Matt Martin, en su libro Predator, donde narró su experiencia
como piloto de aviones no tripulados en Nevada, escribió: “A veces me sentía
como Dios lanzando rayos desde lejos”. Meyer tuvo su primer hijo cuando estaba
trabajando allí. En su noveno mes de embarazo aún permanecía sentada en el
compartimiento de pilotaje, con el estómago haciendo presión contra el
teclado.
“No había tiempo para los sentimientos” cuando se estaba preparando para un
ataque, dice hoy. Por supuesto, añade, sentía que el corazón se le aceleraba y
que la adrenalina le corría por el cuerpo. Pero cumplía las reglas a rajatabla y
se centraba en el posicionamiento de la aeronave. “Una vez tomada la decisión, y
a sabiendas de que se trataba de un enemigo, de una persona hostil, de un
objetivo legal que se merecía la muerte, no me importaba disparar”.
Tercera parte: No hay lugar para los
males del mundo
Después del trabajo se dirigía a su casa por la autopista 85 hasta Las Vegas,
escuchando música country y pasando, sin siquiera mirarlos, ante activistas por
la paz. Rara vez pensaba en lo ocurrido en la cabina de pilotaje, pero a veces
rememoraba los pasos individuales a la espera de mejorar su rendimiento.
O se iba de compras. A veces se sentía extraña cuando la cajera le
preguntaba: “¿Cómo está?” Y ella respondía: “Muy bien. ¿Y usted? Que tenga un
buen día.” Cuando se notaba inquieta se iba a correr. Dice que el hecho de
ayudar a los muchachos en tierra la motivaba a la hora de levantarse cada
mañana.
En la casa de Meyer no había lugar para los males del mundo. Ella y su
marido, un piloto de aviones no tripulados, no hablaban de su trabajo. Ella se
ponía el pijama y veía dibujos animados en la televisión o jugaba con su
bebé.
Hoy Meyer tiene dos hijos pequeños. Quiere enseñarles “que mamá puede ir a
trabajar y hacer un buen trabajo”. No quiere ser como las mujeres de Afganistán,
sumisas y cubiertas de la cabeza a los pies. “Las mujeres no son guerreros”,
dice. Meyer añade que su trabajo actual como instructora es muy satisfactorio,
pero que le gustaría regresar a las misiones de combate algún día.
No puedo dar marcha atrás y volver a la vida normal
Llegó un momento en que Brandon Bryant sólo pensaba en salir de allí para
hacer algo distinto. Pasó unos cuantos meses más en el extranjero, esta vez en
Afganistán. Pero después, cuando regresó a Nuevo México, de repente se dio
cuenta de que odiaba el compartimiento de pilotaje, que apestaba a
transpiración. Empezó por rociar ambientador de aire para eliminar el mal olor.
También supo que quería hacer algo que salvase vidas en vez de quitarlas. Pensó
que un trabajo como instructor de supervivencia podría venirle bien, aunque sus
amigos trataron de disuadirlo.
El programa que luego empezó a preparar en su bungalow de Clovis se llama
Power 90 Extreme, un régimen de ejercicios que incluye entrenamiento con
mancuernas, flexiones de brazos, dominadas y abdominales. También hace
levantamiento de pesas casi a diario.
En los días sin incidentes en el compartimiento de pilotaje solía escribir en
su diario reflexiones como ésta: “En el campo de batalla no hay bandos, sólo
derramamiento de sangre. La guerra total. Todo lo que veo es horroroso. Ojalá se
me pudran los ojos.”
Si lograra ponerse bastante en forma, pensaba para sí mismo, quizá le
permitirían hacer algo diferente. Pero era demasiado bueno en su trabajo.
Llegó un momento en que ya no disfrutaba de estar con sus amigos. Conoció a
una chica, pero ella se quejaba de su mal humor. “No puedo cambiar y volver a
ser como antes”, le dijo. Cuando volvía a casa no podía dormir, así que se ponía
a hacer ejercicio. Empezó a contestar mal a sus oficiales superiores.
Un día, se derrumbó en el trabajo y escupió sangre. El médico le dijo que se
quedara en casa y le ordenó que no regresara al trabajo hasta que pudiese dormir
más de cuatro horas cada noche durante dos semanas seguidas.
“Seis meses más tarde, estaba de vuelta en el compartimiento de pilotaje,
manipulando aviones no tripulados”, dice Bryant, que ahora está sentado en el
salón de su madre en Missoula. Su perro gimotea y apoya la cabeza en su mejilla.
Por el momento no tiene acceso a sus muebles, que están guardados en un almacén
y no tiene dinero para pagar la factura. Lo único que le queda es su
ordenador.
Bryant publicó un dibujo en Facebook la noche antes de nuestra entrevista.
Representa a una pareja que está en pie y se dan la mano en un prado verde,
mirando al cielo. Un niño y un perro están sentados en el suelo junto a ellos.
Pero el prado es sólo una parte del dibujo. Por debajo hay un mar de soldados
moribundos que se apoyan entre sí con las pocas fuerzas que les quedan, un mar
de cuerpos, sangre y extremidades.
Los médicos de la Administración de Veteranos han diagnosticado que Bryan
padece un trastorno de estrés postraumático. Sus esperanzas de una guerra cómoda
–que podría vivirse sin heridas emocionales– no se han cumplido. De hecho, el
mundo de Bryant se ha fusionado con el del niño de Afganistán, como si hubiese
habido un cortacircuito en el cerebro de los drones.
¿Por qué ha dejado las Fuerzas Aéreas? Un día, dice Bryant, tuvo la certeza
de que no iba a firmar el siguiente contrato. Fue el día que entró en el
compartimiento de pilotaje y oyó decir a sus compañeros: “¿Oye, cuál es el hijo
de puta que va a morir hoy?”.
Courtesy of Tlaxcala Source: http://www.spiegel.de/international/world/pain-continues-after-war-for-american-drone-pilot-a-872726.html Publication
date of original article: 14/12/2012 URL of this page: http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=9001
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