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El Mundo no Puede Esperar moviliza a las personas que viven en Estados Unidos a repudiar y parar la guerra contra el mundo y también la represión y la tortura llevadas a cabo por el gobierno estadounidense. Actuamos, sin importar el partido político que esté en el poder, para denunciar los crímenes de nuestro gobierno, sean los crímenes de guerra o la sistemática encarcelación en masas, y para anteponer la humanidad y el planeta.




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Siete años de Guantánamo, siete años de torturas y mentiras

11 de enero de 2009

Andy Worthington


Hace siete años, el 11 de enero de 2002, cuando las fotos de los primeros detenidos vestidos de naranja que llegaron a la prisión de Guantánamo (Cuba), construida a toda prisa, se pusieron a disposición de la prensa mundial, el Secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, reaccionó al alboroto generalizado que suscitaron las imágenes de los hombres arrodillados y encadenados, con máscaras y gafas oscurecidas y auriculares que completaban su privación sensorial, declarando que "probablemente fue desafortunado" que se publicaran las fotos.

Como ocurre a menudo con las declaraciones de Rumsfeld, resultaba difícil entender lo que quería decir. Parecía estar admitiendo que periódicos como el derechista británico Daily Mail, que tituló su portada con la palabra "tortura", tenían algo que decir, pero lo que en realidad quería decir era que era desafortunado que se hubieran publicado las fotos porque habían suscitado críticas a la política antiterrorista de la administración.

Rumsfeld procedió a dejar claro que no tenía dudas sobre la importancia de los prisioneros trasladados a Guantánamo, aunque su trato no tuviera precedentes. En esencia, formaban parte de un novedoso experimento de detención e interrogatorio, que implicaba no mantenerlos como prisioneros de guerra ni como sospechosos de delitos, sino como "combatientes enemigos" que podían ser encarcelados sin cargos ni juicio. Además, se les privó de las protecciones de las Convenciones de Ginebra para que pudieran ser interrogados coercitivamente, y luego, cuando no produjeron la inteligencia que la administración pensaba que deberían haber producido, fueron -como concluyó el mes pasado un informe muy crítico del Comité de Servicios Armados del Senado- sometidos a técnicas de tortura chinas, enseñadas en las escuelas militares estadounidenses para entrenar al personal estadounidense a resistirse a los interrogatorios en caso de ser capturados.

Pero nada de esto le importó a Donald Rumsfeld. "Estas personas son terroristas comprometidos", declaró el 22 de enero de 2002, en la misma rueda de prensa en la que habló de las fotos. "Les estamos manteniendo fuera de las calles y de las líneas aéreas y de las centrales nucleares y de los puertos de todo este país y de otros países". En una visita a Guantánamo cinco días después, calificó a los presos de "los asesinos más peligrosos, mejor entrenados y despiadados de la faz de la tierra."

Siete años después de la apertura de Guantánamo, debería quedar meridianamente claro que ni Rumsfeld, ni el vicepresidente Dick Cheney, ni el presidente Bush, ni ninguno de los otros defensores de Guantánamo que se entregaron a una retórica igualmente histérica, tenían ni idea de lo que estaban hablando.

La administración hizo todo lo que estuvo en su mano para impedir que cualquier persona ajena al ejército estadounidense y a los servicios de inteligencia examinara las historias de los hombres (o incluso supiera quiénes eran) para ver si había algo de cierto en sus afirmaciones, pero a medida que fueron apareciendo detalles en los largos años que siguieron, quedó claro que al menos el 86 por ciento de los prisioneros no fueron capturados en los campos de batalla de Afganistán, como alegaba el gobierno, sino que fueron apresados por los aliados de los estadounidenses en Afganistán -y también en Pakistán- en una época en la que estaban muy extendidos los pagos de recompensas, con una media de 5.000 dólares por cabeza.

Además, también se supo que se había ordenado a los militares que no celebraran tribunales en el campo de batalla (conocidos como "tribunales competentes") en virtud del artículo 5 de la Tercera Convención de Ginebra, que se habían celebrado cerca del momento y el lugar de la captura en todos los conflictos militares desde Vietnam, para separar a los soldados de los civiles atrapados en la niebla de la guerra, y que altos cargos del ejército y de los servicios de inteligencia, que supervisaban las listas de prisioneros desde una base en Kuwait, con la colaboración del Pentágono, habían ordenado que todos los árabes que llegaran a estar bajo custodia estadounidense fueran enviados a Guantánamo.

No es de extrañar, pues, que muchos de estos hombres no tuvieran ninguna información útil o "procesable" que ofrecer a sus interrogadores en Guantánamo, y qué angustioso, por tanto, descubrir que se introdujeron técnicas de tortura porque, en una horrible resucitación de la caza de brujas del siglo XVII, los prisioneros que afirmaban no tener ningún conocimiento de Al Qaeda o del paradero de Osama bin Laden no eran considerados hombres inocentes capturados por error, o soldados de infantería reclutados para ayudar a los talibanes a luchar en una guerra civil intermusulmana que comenzó mucho antes de los atentados del 11-S y que no tenía nada que ver con la pequeña y secreta red terrorista de bin Laden, sino operativos de Al Qaeda que habían sido entrenados para resistirse a los interrogatorios.

Los frutos de esta tortura están a la vista, en el copioso número de acusaciones infundadas -y a menudo contradictorias o ilógicas- que ensucian las supuestas pruebas del gobierno contra los presos, pero como han demostrado informes recientes del Weekly Standard y de la Brookings Institution, quienes se toman al pie de la letra las afirmaciones del gobierno acaban respaldando el tipo de retórica vertida por Donald Rumsfeld cuando se inauguró la prisión, e ignorando a otros comentaristas cuyas opiniones son bastante menos estridentes.

Entre ellos se encuentran los funcionarios de inteligencia que explicaron en agosto de 2002 que las autoridades no habían capturado "ningún pez gordo" en Guantánamo, que los prisioneros no eran "los peces gordos" que podrían saber lo suficiente sobre Al Qaeda como para ayudar a los funcionarios antiterroristas a desentrañar sus secretos, y que algunos de ellos "literalmente no saben que el mundo es redondo". El general de división Michael E. Dunlavey, comandante operativo de la prisión en 2002, viajó a Afganistán para quejarse de que se estaban enviando a Guantánamo demasiados prisioneros "Mickey Mouse".

En el séptimo aniversario de Guantánamo, el reto al que se enfrenta Barack Obama, mientras se prepara para cumplir su promesa de cerrar la prisión, es desenmarañar esta red de falsas confesiones, separar a los hombres inocentes y a los soldados de infantería talibanes de los auténticos terroristas, desechar el denostado sistema de juicios por Comisión Militar establecido por Dick Cheney y su asesor jurídico (y ahora jefe de gabinete) David Addington, y trasladar a los sospechosos de auténticos vínculos con Al Qaeda a Estados Unidos continental, para ser juzgados en tribunales federales.

Si no, la reputación moral de Estados Unidos seguirá empañada. Se trata, además, de una misión que no debe sufrir retrasos innecesarios. Como se ha puesto de manifiesto en los últimos días, al menos 30 presos -en su mayoría yemeníes, que ahora constituyen el 40 por ciento de la población de la prisión- han iniciado recientemente huelgas de hambre en Guantánamo. Están, comprensiblemente, indignados porque Salim Hamdan, chófer de Osama bin Laden, fue repatriado en noviembre, para cumplir el último mes de la exigua condena que se le impuso tras un juicio ante una Comisión Militar el verano pasado, mientras que ellos, que nunca han sido acusados de nada, permanecen encarcelados sin forma de saber si algún día serán puestos en libertad.

Ahora que Associated Press ha anunciado que Hamdan ha sido puesto en libertad y se ha reunido con su familia, hay que reconocer que los huelguistas de hambre tienen razón y que siete años sin justicia es demasiado tiempo.


 

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