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La parálisis política de EE.UU. respecto a la tortura

Enfrentando el laberinto de la tortura de la CIA

Alfred McCoy
TomDispatch
9 de junio de 2009

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Introducción del editor de TomDispatch

    Cuando fueron publicadas las fotos de Abu Ghraib en 2004, pareció como si la mayoría de los estadounidenses se hubieran espantado ante imágenes tan novedosas y horribles, pero por lo menos uno de ellos no lo hizo. Hablo de Alfred McCoy, quien había estado rastreando a la Agencia Central de Inteligencia desde comienzos de los años setenta, cuando ésta trató sin éxito de impedir la publicación de su libro: “The Politics of Heroin: CIA Complicity in the Global Drug Trade” [La política de la heroína: complicidad de la CIA en el narcotráfico global].

    En cuanto McCoy vio las imágenes que ahora parecen sombríamente icónicas de personas encapuchadas, hombres desnudos atraillados, y cosas parecidas, su reacción – aún más sombría que la del resto de nosotros – fue de reconocimiento. Hace tiempo que había estado estudiando la investigación de vanguardia de la CIA de métodos de tortura psicológica. (La Agencia había iniciado ese proyecto a comienzos de los años cincuenta, estudiando inicialmente viejos métodos soviéticos y chinos de interrogatorio y quebrantamiento de prisioneros). Como resultado, sabía que lo que era especial en Abu Ghraib no eran los métodos de abuso, sino esas imágenes. Gracias a teléfonos celulares y computadores, podían ser tomadas en cantidad y distribuidas por cualquier vecino. Esas fotos, también lo sabía, no constituían un registro de aberraciones: representaban una política y resultaban evidentemente de decenales reglas de juego de tortura de la CIA.

    Que esto fue así sigue siendo poco comprendido actualmente, a pesar de que en 2006 McCoy publicó un importante libro sobre el tema: “A Question of Torture” (e incluso antes publicó un artículo en TomDispatch presentando parte de esa triste historia). Desde entonces su trabajo ha sido incorporado, por ejemplo, en “The Dark Side” de Jane Mayer, una impactante descripción de la guerra contra el terror como una celebración de la tortura. Sin embargo, la historia presentada en su libro sigue siendo ignorada en gran parte o ha sido perdida en acción en nuestro mundo – y sin ella gran parte del así llamado debate de la tortura tiene menos sentido del que debiera tener.

    Recientemente, McCoy leyó un artículo en primera plana del New York Times intitulado “EE.UU. depende más de ayuda de aliados en casos de terror,” que comienza como sigue: “EE.UU. depende ahora considerablemente de servicios de inteligencia extranjeros para capturar, interrogar y detener a todos, con la excepción de los presuntos terroristas de más alto nivel capturados fuera de los campos de batalla de Irak y Afganistán, según actuales y antiguos funcionarios gubernamentales estadounidenses.”

    De nuevo, McCoy reconoció rápidamente historias antiguas que vuelven a atormentarnos. Después de todo, hasta la era de Bush, los gobiernos estadounidenses subcontrataban regularmente la tortura (y las técnicas de tortura) a aliados extranjeros. Tom

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Enfrentando el laberinto de la tortura de la CIA

La parálisis política de EE.UU. respecto a la tortura

Alfred McCoy

Si estoy días habéis estado siguiendo de cerca, como yo, las políticas de tortura de EE.UU. no sólo durante los últimos años, sino durante décadas, no podéis dejar de experimentar esa sensación extraña de déjà vu. Con la partida de George W. Bush y Dick Cheney de Washington y la llegada de Barack Obama, podría ser simplemente volver al futuro en lo que tiene que ver con la política de tortura, una separación de tenebrosos valores de ‘hágalo usted mismo’ y un retorno a la subcontratación de tortura que tuvo lugar, con el apoyo tanto de demócratas como de republicanos, en los años de la Guerra Fría.

Como Chile, después del régimen del general Augusto Pinochet o las Filipinas después de la dictadura de Ferdinand Marcos, Washington después de Bush está atrapado ahora en la dolorosa política de la impunidad. A diferencia de cualquier cosa que hayan experimentado nuestros aliados, sin embargo, para Washington, y el resto de nosotros, podría llevar a una crisis política sin final o salida.

A pesar de docenas de pesquisas oficiales en los cinco años desde que las fotos de Abu Ghraib sacaron a la luz por primera vez nuestro abuso de detenidos iraquíes, el escándalo de la tortura se sigue propagando como un virus, infectando a todos los que lo tocan, incluido ahora el propio Obama. Al adoptar durante décadas una metodología específica de tortura, desarrollada en secreto por la CIA con innumerables millones de dólares del contribuyente y revelada gráficamente en esas fotos de la prisión iraquí, nos hemos condenado a dar marcha atrás respecto a cualesquiera promesas que se puedan haber hecho para terminar con este tipo de abuso y en su lugar ya volvemos a un consenso bipartidario que convirtió a la tortura en el arma secreta de EE.UU. durante toda la Guerra Fría.

A pesar de la versión de los eventos de ‘24’, el gobierno de Bush no autorizó simplemente la tortura tradicional, a puño limpio. Lo que hizo fue llevar a nuevos extremos la forma más avanzada de tortura psicológica del mundo, mientras reconocía rápidamente los peligros legales de hacerlo. Incluso en los días desesperados directamente después del 11-S, los abogados de la Casa Blanca y del Departamento de Justicia que fueron responsables del nuevo programa de tortura del gobierno de Bush, se mostraron notablemente pundonorosos en el encubrimiento de sus decisiones en legalismos hechos para prevenir un procesamiento ulterior.

Para la mayoría de los estadounidenses, partidarios u opuestos a la política de tortura del gobierno de Bush, todo esto pareció chocante y muy nuevo. No lo era, por desgracia. A espaldas del Congreso y del público, la CIA había pasado el medio siglo anterior desarrollando y propagando una forma sofisticada de tortura psicológica hecha para desafiar la investigación, el enjuiciamiento o la prohibición – y hasta ahora ha tenido un éxito notable en todos estos aspectos. Incluso ahora, ya que muchos de los principales psicólogos que trabajaron para hacer progresar las capacidades de tortura de la CIA han guardado silencio, comprendemos sorprendentemente poco sobre la psicopatología del programa de tortura mental que el gobierno de Bush aplicó de un modo tan global.

La tortura física es una forma relativamente inequívoca de sadismo que produce cuerpos rotos, información inútil, y evidencia clara para un enjuiciamiento. La tortura psicológica, por otra parte, es un laberinto mental que puede destruir a sus víctimas, mientras atrapa a sus perpetradores en un sentido de empoderamiento ilusorio, casi erótico. Cuando es aplicada hábilmente, deja pocas cicatrices para que investigadores puedan limitar ese impulso seductor. Sin embargo, a pesar de todos los mitos de estos últimos años, la tortura psicológica, como su contraparte física, ha resultado ser un método inefectivo, casi contraproducente, de extraer información útil de prisioneros.

En cambio ha tenido un poderoso efecto sobre los que la ordenan y la aplican. Con sus egos inflados más allá de la imaginación por un sentido de ser amos de la vida y la muerte, del dolor y el placer, sus perpetradores, en sus puestos, se convierten en enérgicos partidarios del abuso, que se mueven a grandes pasos por el paisaje político como superhombres nietzscheanos. Después de caer del poder, siguen maniobrando con extraordinaria determinación para escapar a las consecuencias legales de sus acciones.

Antes de avanzar más profundamente en la historia oculta del programa de tortura psicológica de la CIA, sin embargo, tenemos que liberarnos de la idea de que este tipo de tortura sea de alguna forma “tortura light” o solamente, como la rebautizó el gobierno de Bush, “interrogatorio realzado.” Aunque a primera vista parece menos brutal que los métodos físicos, la tortura psicológica en realidad inflige un atroz trauma a sus víctimas. “El maltrato durante la cautividad, como ser las manipulaciones psicológicas y posiciones de estrés forzado,” ha informado el doctor Metin Basoglu en los Archivos de Psiquiatría General después de entrevistar a 279 víctimas bosnias de semejantes métodos, “no parece ser sustancialmente diferente de la tortura física en términos de la severidad del sufrimiento mental.”

Una historia secreta de tortura psicológica

Las raíces de nuestra actual parálisis en cuanto a qué hacer respecto al abuso de detenidos yace en la historia oculta del programa de la CIA de tortura psicológica. A comienzos de la Guerra Fría, aterrorizados ante la posibilidad de que los soviéticos hubieran descifrado de alguna manera el código de la consciencia humana, la Agencia estableció un “Programa Especial de Interrogatorio” cuya hipótesis de trabajo era: “La ciencia médica, particularmente la psiquiatría y la psicoterapia, ha desarrollado diversas técnicas mediante las cuales se puede imponer un cierto control externo sobre la mente o la voluntad de un individuo, como ser drogas, hipnosis, electrochoques y neurocirugía.”

Todos estos métodos fueron ensayados por la CIA en los años cincuenta y sesenta. Ninguno tuvo éxito en el quebrantamiento de enemigos potenciales o en la obtención de información fiable. Más allá de esos métodos fallidos, sin embargo, la Agencia también exploró un enfoque conductista para descifrar ese “código”. En 1951, en colaboración con científicos de la defensa británicos y canadienses, la Agencia alentó la investigación académica hacia “métodos preocupados de la coerción psicológica.” Dentro de meses, la Agencia había definido los objetivos de su programa ultrasecreto, con el nombre de código de Proyecto Alcachofa, como el “desarrollo de cualquier método mediante el cual podamos obtener información de una persona contra su voluntad y sin su conocimiento.”

Esta investigación secreta produjo dos descubrimientos centrales para el paradigma psicológico más reciente de la CIA. En experimentos confidenciales, el famoso psicólogo canadiense Donald Hebb estableció que podía inducir un estado similar a alucinaciones y psicosis inducidas por la droga en sólo 48 horas – sin drogas, hipnosis o electrochoques. Es su lugar, durante dos días, estudiantes voluntarios de la Universidad McGill simplemente se sentaron en un confortable cubículo privados de estimulación sensorial mediante gafas, guantes y tapaorejas. “Nos asustó terriblemente,” dijo Hell más adelante, “ver hasta qué punto la mente depende enteramente de una conexión estrecha con el entorno sensorial ordinario, y cuán desorganizador es ser separado de ese apoyo.”

Durante los años cincuenta, dos neurólogos del Centro Médico Cornell, bajo contrato de la CIA, descubrieron que la técnica de tortura más devastadora de la policía secreta soviética, el KGB, era simplemente obligar a la víctima a estar de pie durante días mientras sus piernas se hinchaban, la piel estallaba en lesiones supurantes, y comenzaban las alucinaciones – un proyecto al que ahora nos referimos cortésmente como “posiciones de estrés.”

Cuatro años después de iniciado este proyecto, hubo un repentino aumento de interés en el uso de técnicas de control mental de modo defensivo después que prisioneros estadounidenses en Norcorea sufrieron lo que era entonces llamado “lavado de cerebros.” En agosto de 1955, el presidente Eisenhower ordenó que todo soldado que corriera riesgo de ser capturado debiera recibir “entrenamiento e instrucción diseñados para… resistir todos los esfuerzos del enemigo en su contra.”

En consecuencia, la Fuerza Aérea desarrolló un programa que llamó SERE (Supervivencia, evasión, resistencia, escape) para entrenar a pilotos a fin de que resistieran la tortura psicológica. En otras palabras, se estaban explorando y desarrollando dos corrientes entrelazadas de investigación de métodos de tortura: métodos agresivos para quebrar a agentes enemigos y métodos defensivos para entrenar a estadounidenses a fin de que resistieran a inquisidores enemigos.

En 1963, la CIA destiló su década de investigación en un manual con el curioso nombre de manual de Interrogatorio de Contrainteligencia KUBARK, que señaló definitivamente que la privación sensorial era efectiva porque hacía que el “sujeto que había sufrido una regresión viera al interrogador como una figura de padre… fortaleciendo… las tendencias al acatamiento del sujeto.” Refinado mediante años de práctica con seres humanos reales, el paradigma psicológico de la CIA se basa ahora en una mezcla de procedimientos aparentemente banales de sobrecarga y privación sensoriales: la aplicación extrema de calor y frío, luz y oscuridad, ruido y silencio, comilonas y hambre – todo a fin de atacar seis caminos sensoriales esenciales hacia la mente humana.

Después de codificar sus nuevos métodos de interrogación en el manual KUBARK, la Agencia pasó los 30 años siguientes promoviendo esas técnicas de tortura dentro de la comunidad de inteligencia de EE.UU. y entre aliados anticomunistas. En su viaje clandestino a través de los continentes y las décadas, el paradigma de tortura psicológica de la CIA resultó ser elusivo, adaptable, destructivo de manera devastadora, y de una poderosa seducción. Tan tenebrosamente seductor es el atractivo de la tortura que esos métodos aparentemente científicos, incluso si apuntaban a unos pocos espías soviéticos o terroristas de al-Qaeda, pronto se extendieron incontrolablemente en dos direcciones – hacia la tortura de muchos y hacia un paroxismo de brutalidad hacia individuos específicos. Durante la Guerra de Vietnam, cuando la CIA aplicó esas técnicas en su busca de información sobre altos cuadros del Vietcong, el esfuerzo de interrogación pronto degeneró en la cruda brutalidad física del Programa Phoenix, que produjo 46.000 ejecuciones extrajudiciales y poca inteligencia accionable.

En 1994, pasada la Guerra Fría, Washington ratificó la Convención de la ONU Contra la Tortura, resolviendo al parecer la tensión entre sus principios contra la tortura y sus prácticas de tortura. Sin embargo, cuando el presidente Clinton envió esa Convención al Congreso, incluyó cuatro “reservas” diplomáticas que recibieron poca atención, redactadas seis años antes por el gobierno de Reagan y concentradas en una sola palabra en esas 26 páginas impresas: “mental.”

Esas reservas limitaron (sólo para EE.UU.) la definición de tortura “mental” para que incluyera sólo cuatro actos: la imposición de dolor físico, el uso de drogas, las amenazas de muerte, o amenazas de dañar a otro. Excluidos fueron métodos como la privación sensorial y el dolor autoinfligido, precisamente las técnicas que la CIA había propagado durante los 40 años anteriores. Esa definición fue reproducida textualmente en la Sección 2340 del Código Federal de EE.UU. y posteriormente en la Ley de Crímenes de Guerra de 1996. Mediante esa prestidigitación legal, Washington se las arregló para estar de acuerdo, a través de la Convención de la ONU, con la prohibición del abuso físico mientras al mismo tiempo eximía a la CIA de la prohibición de la tortura psicológica de la ONU.

Esa exención poco notada quedó enterrada en esos documentos como una mina terrestre y detonó con una fuerza fenomenal precisamente 10 años después en la prisión Abu Ghraib.

Guerra contra el terror, guerra de tortura

Directamente después de su discurso público del 11 de septiembre de 2001a una nación estremecida, el presidente Bush dio órdenes secretas a su personal para que se empeñara en políticas de tortura, agregando enfáticamente: “no me importa lo que digan los abogados internacionales, vamos a romper algunos culos.” En una ruptura dramática con la política del pasado, la Casa Blanca incluso permitió que la CIA operara su propia red global de prisiones, así como que contratara una flota aérea para transportar sospechosos capturados y los “entregara” para su interminable detención en un gulag supranacional de secretos “sitios ocultos” de Tailandia a Polonia.

El gobierno de Bush también permitió oficialmente a la CIA diez métodos “realzados” de interrogatorio diseñados por psicólogos de la agencia, incluido el “waterboarding” [asfixia artificial con agua]. Este uso de agua fría para bloquear la respiración provoca el “reflejo mamífero submarino”, estructurado en todo cerebro humano, induciendo así un terror incontrolable de muerte inminente.

Como informara Jane Mayer en New Yorker, psicólogos que trabajaban tanto para el Pentágono como para la CIA hicieron “ingeniería inversa” del entrenamiento militar SERE, que incluía una breve exposición al waterboarding, y dieron vuelta a esos métodos defensivos para utilizarlos ofensivamente con cautivos de al-Qaeda. “Trataron de hacer vulnerables a los detenidos – quebrantar todos sus sentidos,” dijo un funcionario a Mayer. “Se necesita un psicólogo capacitado para comprender esas experiencias de ruptura.” Dentro de la central de la Agencia, existía, además, un “alto nivel de ansiedad” por la posibilidad de futuros enjuiciamientos por métodos que los funcionarios sabían que eran definidos internacionalmente como tortura. La presencia de doctores en psicología era una considerada una “manera para que los funcionarios de la CIA evitaran medidas como la Convención contra la Tortura.”

Por memorandos recientemente publicados del Departamento de Justicia, sabemos ahora que la CIA refinó significativamente su paradigma psicológico bajo Bush. Como lo describe el confidencial Papel de Antecedentes 2004 sobre el Uso Combinado de Técnicas de Interrogatorio por la CIA, cada detenido era transportado a un sitio oculto de la Agencia mientras estaba “privado de visión y sonido mediante el uso de vendas sobre los ojos, orejeras y capuchas.” Una vez dentro de la prisión, era reducido a un “estado básico, dependiente” mediante acondicionamiento a través de “desnudez, privación del suelo (con grilletes…) y manipulación dietética.”

Para “más estrés físico y psicológico,” los interrogadores de la CIA utilizaban medidas coercitivas como “una bofetada insultante o bofetada abdominal” y luego “golpes contra el muro,” golpeando la cabeza del detenido contra un muro de la celda. Si no se lograban los resultados buscados, los interrogadores pasaban al waterboarding, como lo hicieron con Abu Zubaydah "por lo menos 83 veces durante agosto de 2002” y con

Khalid Sheikh Mohammad 183 veces en marzo de 2003 – tantas veces, de hecho, que la repetición del acto sólo puede ser considerada como un testimonio convincente del sadismo seductor de la tortura al estilo de la CIA.

En un esfuerzo paralelo lanzado por civiles nombrados por Bush en el Pentágono, el secretario de defensa

Donald Rumsfeld dio al general Geoffrey Miller el comando de la prisión militar estadounidense en Guantánamo a fines de 2002, con amplia autoridad para transformarla en un laboratorio psicológico ad hoc. Equipos de Consulta de Ciencia Conductista de psicólogos militares estudiaron a detenidos para determinar fobias individuales como ser el temor a la oscuridad. Los interrogadores endurecieron el ataque psicológico al explotar lo que veían como sensibilidades culturales árabes cuando se trataba de sexo y perros. A través de un ataque en tres fases contra los sentidos, la cultura y la psique individual, interrogadores en Guantánamo perfeccionaron el paradigma psicológico de la CIA.

Después de la visita del general Miller a Irak en septiembre de 2003, el comandante local de EE.UU., general Ricardo Sanchez, ordenó abusos al estilo de Guantánamo en la prisión de Abu Ghraib. Mi propio estudio de las 1.600 fotos tomadas por guardas estadounidenses en Abu Ghraib, que siguen siendo confidenciales – y que periodistas que cubren esa historia parecen compartir como si fueran descargas de Napster – no revela actos al azar, idiosincráticos de “manzanas podridas”, sino el uso repetido y constante precisamente de tres técnicas psicológicas: capuchas para la privación sensorial, grilletes para el dolor autoinfligido, y [para explotar sensibilidades culturales árabes) desnudez y perros. No es por accidente que la soldado Lynndie England haya sido fotografiada llevando a un detenido iraquí atraillado como un perro.

Esas técnicas, según el New York Times, luego se propagaron como un virus a cinco centros de interrogatorio de Operaciones Especiales en el terreno, donde los detenidos fueron sometidos a extremas privaciones sensoriales, golpizas, quemaduras, electrochoques, y waterboarding. Entre los mil soldados en esas unidades, 34 fueron posteriormente condenados por abuso y muchos más escaparon del enjuiciamiento sólo porque sus expedientes fueron “perdidos” oficialmente.

“Tras la puerta verde” en la Casa Blanca

Más arriba en la cadena de comando, la Consejera Nacional de Seguridad, Condoleezza Rice, como dijo recientemente al Senado, “convocó a una serie de reuniones de personalidades del NSC [Consejo Nacional de Seguridad] en 2002 y 2003 para discutir varios temas… relacionados con detenidos.” Ese grupo, incluyendo al vicepresidente Cheney, al procurador general John Ashcroft, al secretario de estado Colin Powell, y al director de la CIA, George Tenet, se reunió docenas de veces dentro de la Sala de Situación de la Casa Blanca.

Después de ver cómo agentes de la CIA imitaban lo que Rice llamó “ciertas técnicas físicas y psicológicas de interrogatorio,” esos dirigentes, con sus imaginaciones estimuladas por visiones gráficas de sufrimiento humano, autorizaron repetidamente técnicas psicológicas extremas endurecidas mediante golpizas, golpes contra los muros, y waterboarding. Según un informe de abril de 2008 de ABC News, el ministro de justicia Ashcorft interrumpió una vez esa fantasía colectiva al preguntar en alta voz: “¿Por qué hablamos sobre esto en la Casa Blanca? La historia no lo juzgará benévolamente.”

A mediados de 2004, incluso después de la publicación de las fotos de Abu Ghraib, esas personalidades se reunieron para aprobar el uso de técnicas de tortura de la CIA con aún más detenidos. A pesar de la creciente preocupación por el daño que la tortura estaba haciendo a la reputación de EE.UU., compartida por Colin Powell, Condoleezza Rice ordenó a funcionarios de la Agencia con el frío comportamiento de una dominatrix. Dicen que dijo: “Es cosa vuestra, ¡hacedlo!”

Aseptizando la tortura

A pesar de que ejercen un poder extraordinario sobre otros, los perpetradores de la tortura en todo el mundo tratan constantemente de cubrir sus huellas. Construyen recónditas justificaciones legales, destruyen antecedentes de la tortura, y repletan los expedientes con espurias afirmaciones de éxitos logrados. Consecuentemente, la CIA destruyó 92 vídeos de interrogatorios, mientras el vicepresidente Cheney ahora presiona incesantemente a Obama (cinco veces en su última entrevista en Fox News) para que desclasifique “dos informes” que afirma mostrarán las ventajas informativas que ofreció la tortura – posiblemente porque su personal salpicó los documentos en el NSC o la CIA con documentos preparados precisamente con esa intención.

Los abogados del Departamento de Justicia no sólo se mostraron agresivos en su propugnación de la tortura en los años de Bush. Fueron meticulosos desde el principio, al establecer la base legal para la impunidad ulterior. En tres memorandos sobre la tortura de mayo de 2005, publicados recientemente por el gobierno de Obama, el ministro de justicia adjunto de Bush, Stephen Bradbury, citó repetidamente esas “reservas” diplomáticas de EE.UU. a la Convención Contra la Tortura de la ONU, reproducidas en la Sección 2340 del código federal, para argumentar que el waterboarding era perfectamente legal ya que esa “técnica no es físicamente dolorosa.” En todo caso, agregó, el cuidadoso trabajo de los abogados en el ministerio de justicia y en la CIA habían abierto agujeros tan amplios en la Convención de la ONU y en la ley de EE.UU. que “era poco probable que” las técnicas de esa Agencia “fueran sometidas a una investigación judicial.”

Sólo para estar seguro, cuando el vicepresidente Cheney fue responsable de la redacción de la Ley de Comisiones Militares de 2006, incluyó cláusulas, enterradas en 38 páginas de denso texto, definiendo “el dolor físico serio” como la “pérdida o deterioro significativo de la función de un miembro u órgano corporal o de una facultad mental.” Fue una impresionante paráfrasis de la escandalosa definición de tortura física como dolor “equivalente en intensidad… a la falla de un órgano, deterioro de una función física, o incluso muerte” en el infame “memorando de la tortura” de John Yoo, que ya fue repudiado por el Departamento de Justicia.

Sobre todo, la Ley de Comisiones Militares protegió el uso por la CIA de la tortura psicológica al repetir textualmente el lenguaje exculpatorio encontrado en esas reservas a la Convención de la ONU de la era de Clinton, creadas por Reagan, que todavía están integradas en la Sección 2340 del código federal. Para doble seguridad, la ley también hizo que esas reservas fueran retroactivas a noviembre de 1997, dando a los interrogadores de la CIA inmunidad por cualquier contravención bajo la Ley Expandida de Crímenes de Guerra de 1997 que castiga violaciones serias con cadena perpetua o muerte.

No importa cuán torcido sea el proceso, la impunidad – sea en Inglaterra, Indonesia o en EE.UU. – usualmente pasa por tres etapas:

  • Culpar a las supuestas “manzanas podridas.”
  • Invocar el argumento de seguridad. (“Nos protegió.”)
  • Apelar a la unidad nacional. (“Tenemos que seguir adelante juntos.”)

Durante un año después de la denuncia de Abu Ghraib, el Pentágono de Rumsfeld culpó a varias manzanas podridas de bajo rango al afirmar que el abuso fue “perpetrado por una pequeña cantidad de militares de EE.UU.” En su declaración del 13 de mayo, mientras se negaba a publicar más fotos de las torturas, el presidente Obama se hizo eco de Rumsfeld, al afirmar que también el abuso en esas últimas imágenes “fue realizado en el pasado por una cantidad pequeña de individuos.”

En las últimas semanas, los republicanos nos han llevado intensamente hacia la segunda etapa con las declaraciones de Cheney de que los métodos de la CIA “impidieron las muertes violentas de miles, tal vez de cientos de miles, de personas.”

Luego, el 16 de abril, el presidente Obama nos condujo a la última etapa al publicar los cuatro memorandos de la era de Bush detallando las torturas de la CIA, e insistir en que: “No se ganará nada si pasamos nuestro tiempo y energía culpando a alguien por el pasado.” Durante una visita a la central de la CIA cuatro días después, Obama prometió que no habría enjuiciamientos de empleados de la Agencia. “Hemos cometido algunos errores,” admitió, pero instó a los estadounidenses a simplemente “admitirlos y luego seguir adelante.” Las declaraciones del presidente constituían un desafío tan flagrante del derecho internacional, que el principal funcionario de la ONU sobre la tortura, Manfred Nowak, le recordó que Washington está efectivamente obligado a investigar posibles violaciones de la Convención Contra la Tortura.

Este proceso de impunidad devuelve a Washington a una política global de tortura que, durante la Guerra Fría, fue bipartidaria en su naturaleza: propugnando en público los derechos humanos, mientras se subcontrataba clandestinamente la tortura a gobiernos aliados y a sus agencias de inteligencia. En retrospectiva, puede hacerse cada vez más evidente que la verdadera aberración de los años de Bush no fueron las políticas de tortura per se, sino la orden del presidente de que la CIA debía operar sus propias prisiones de tortura. La ventaja del consenso bipartidario de la era de la Guerra Fría fue, claro está, que cumplió una buena tarea la mayor parte del tiempo al aislar a Washington de la deshonra de la tortura, que era a veces practicada con una frecuencia notable.

Ya existen algunas señales obvias de un giro en la política en esa dirección en la era de Obama. Desde mediados de 2008, los servicios de inteligencia de EE.UU. han capturado a una media docena de sospechosos de al-Qaeda y, en lugar de enviarlos a Guantánamo o a prisiones secretas de la CIA, los ha hecho interrogar por agencias de inteligencia de sus aliados en Oriente Próximo. Para mostrar que esa política es nuevamente bipartidaria, el nuevo director de la CIA, Leon Panetta, anunció que la Agencia seguirá involucrada en la entrega de sospechosos de terror a aliados como Libia, Pakistán o Arabia Saudí donde podemos, como dijo, “confiar en garantías diplomáticas de buen trato.” Para mostrar la calidad de un tal tratamiento, la revista Time informó el 24 de mayo que Ibn al-Sheikh al-Libi, quien es famoso por haber confesado bajo tortura que Sadam Husein había suministrado a al-Qaeda armas químicas y que luego admitió su mentira ante investigadores del Senado, se había “suicidado” en su celda en Libia.

El precio de la impunidad

Esta vez, sin embargo, podría resultar que una política de tortura a larga distancia no asegure el mismo aislamiento de Washington como en el pasado. Es probable, en los hechos, que cualquier repliegue hacia una tortura por control remoto sólo produzca el próximo escándalo que sólo hará más daño a la reputación internacional de EE.UU.

Durante un período de 40 años, los estadounidenses se han visto sumidos en el mismo pantano moral en seis ocasiones diferentes: después de denuncias de tortura patrocinada por la CIA en Vietnam del Sur (1970), Brasil (1974), Irán (1978), Honduras (1988), y luego en toda Latinoamérica (1997). Después de cada denuncia, el choque del público se desvaneció rápidamente, lo que permitió que la Agencia reanudara su trabajo sucio en la sombra.

A menos que se convoque a una investigación formal para analizar una sórdida historia que llegó a su máxima profundidad en la era de Bush, y así comience a romper este ciclo de engaño, denuncia y parálisis seguido por más de lo mismo, es probable que en unos pocos años más, nos encontremos exactamente donde estamos ahora. Nos veremos confrontados por el próximo escándalo de tortura estadounidense de alguna futura mazmorra icónica, parte de una lúgubre procesión, cada vez más larga, que ha llevado de las jaulas de tigres de Vietnam del Sur, pasando por las celdas de las prisiones del Shah de Irán en Teherán a Abu Ghraib y a la prisión en la Base Aérea Bagram en Afganistán.

La próxima vez, sin embargo, el mundo no habrá olvidado esas fotos de Abu Ghraib. La próxima vez, el daño para EE.UU. será devastador.

………….

Alfred W. McCoy es profesor de historia J.R.W. Smail en la Universidad de Wisconsin-Madison. Es autor de “A Question of Torture: CIA Interrogation, From the Cold War to the War on Terror” (Metropolitan Books), que también existe en traducciones al italiano y al alemán. Durante este año aparecerá “Policing America's Empire: The United States, the Philippines, and the Rise of the Surveillance State,” que explorará la influencia de operaciones de contrainsurgencia en el exterior en la propagación de medidas de seguridad interior en EE.UU.

Copyright 2009 Alfred W. McCoy

http://www.tomdispatch.com/post/175080/ alfred_mccoy_back_to_the_future_in_torture_policy


 

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