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México y Estados Unidos deportan a niños a una muerte segura

Nicholas Kristof
The New York Times
16 julio 2016

Cuando un miembro de una pandilla en Honduras le dijo a Elena que fuera su novia, y a pesar de que solo tenía 11 años, ella sabía que no lo podía rechazar.

Cuando un miembro de una pandilla en Honduras le dijo a Elena que fuera su novia, y a pesar de que solo tenía 11 años, ella sabía que no lo podía rechazar. Credit Nicole Salazar/Show of Force -- Humanity on the Move

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TAPACHULA, México — Elena tenía 11 años cuando un miembro de una pandilla en su país natal, Honduras, le pidió que fuera su novia.

“Tuve que decir que sí”, explicó Elena, ahora de 14 años. “Si hubiera dicho que no, habrían matado a toda mi familia”.

Elena conocía los riesgos porque a una de sus amigas, Jenesis, le hicieron la misma propuesta y se negó. Elena pudo ver las consecuencias cuando Jenesis, desnuda, sangrando y tambaleándose, huía de los pandilleros.

“La habían violado y le dispararon en el estómago”, recordó Elena con la voz impávida de una niña que ha visto demasiado. Hizo una pausa y añadió: “No sabemos si sobrevivió. Dijeron que murió en el hospital”.

En cuanto a Elena, sus labores como novia de un pandillero consistían en entregar drogas y ser vigía, además de otras intimidades sobre las que no quiso hablar. En este momento de nuestra conversación, su madre y su hermana menor comenzaron a llorar.

Elena, segunda desde la izquierda, y su familia huyeron de Honduras, pero fueron detenidos por las autoridades mexicanas. Ahora se encuentran en un refugio en Tapachula, México, cerca de la frontera con Guatemala. Nicholas Kristof/The New York Times

Elena, segunda desde la izquierda, y su familia huyeron de Honduras, pero fueron detenidos por las autoridades mexicanas. Ahora se encuentran en un refugio en Tapachula, México, cerca de la frontera con Guatemala. Credit Nicholas Kristof/The New York Times

Después de años de tal brutalidad, Elena y su familia por fin huyeron este año cuando la pandilla amenazó con matarlos para arrebatarles su casa. “Solo quería que mis hijas estuvieran seguras”, explicó la madre, Brenda, de 39 años.

Sin embargo, aún están en riesgo, en parte debido a una política respaldada por el presidente Obama y las autoridades mexicanas para deportar al mayor número posible de refugiados desesperados a los países de los que huyeron. En los últimos cinco años, Estados Unidos y México han deportado a 800.000 refugiados a Centroamérica, entre los que se encuentran 40.000 niños.

Si otros países estuvieran obligando a regresar a la gente a su muerte, estaríamos protestando. Pero como a los estadounidenses nos preocupa la multitud de refugiados que cruzan nuestras fronteras, contribuimos pagando a México para que en su frontera sur los intercepte y los deporte —incluso a niños como Elena— a sus países, en donde pueden ser violados o asesinados.

En términos generales, apoyo al gobierno de Obama, pero esto es sencillamente inmoral.

Como he escrito anteriormente, la política se diseñó después de que Estados Unidos se viera inundado por una ola de refugiados centroamericanos a principios de 2014. Obama habló con el presidente mexicano para acordar cómo abordar el flujo migratorio y México, atentamente, impuso mano dura para detener a estos refugiados mucho antes de que pudieran llegar a Estados Unidos. México deporta a la gran mayoría de ellos a sus naciones de origen y por ende Estados Unidos es cómplice cuando son intimidados, violados y asesinados.

La inmigración es uno de los temas más complejos que existen, y existe un riesgo real de que al recibir a algunos niños se cree un incentivo para que muchos más pongan en peligro sus vidas y emprendan un viaje peligroso hacia el norte.

No estoy diciendo que Estados Unidos debería abrir sus puertas a todos los centroamericanos; además, Obama está maniatado por el congreso en cuanto a los temas migratorios. No obstante, históricamente los centroamericanos encontraban refugio en el sur de México; es innecesario y cruel que Obama tome la iniciativa y trabaje tan diligentemente para acabar con ese lugar seguro y aliente a México a deportar a los refugiados para que enfrenten situaciones que ponen en riesgo su vida.

No es que Honduras o El Salvador sean gobiernos tiranos; más bien, el problema es que las pandillas están fuera de control. La tasa de homicidios del año pasado en El Salvador, —más de 100 decesos por cada 100.000 habitantes— representa un índice de mortalidad de casi la misma magnitud que durante la cruenta guerra civil del país en los ochenta (aunque recientemente se ha registrado una caída en el número de homicidios).

Guillermo, un campesino provinciano de 58 años, me contó que todo lo que él y su familia querían era quedarse en su finca en El Salvador, cultivando frutas y vegetales. Entonces dos pandillas llegaron a vivir ahí y comenzaron a apoderarse de sus tierras y a matar a todos aquellos que se cruzaran por su camino.

En una finca vecina asesinaron a cinco personas, incluyendo un bebé de 8 meses, a su madre y a un abuelo que había llegado de Estados Unidos a visitarlos. Cuando la pandilla llamó a la hija de Guillermo para decirle que la familia debía irse o los matarían, se fueron. Guillermo recibió una herida de bala en la huída y después de una travesía espantosa ahora se encuentra en el sur de México.

No puedo confirmar los detalles de la historia de Guillermo ni los de los demás refugiados con los que hablé, pero sus relatos son coherentes y coinciden con los de las organizaciones de derechos humanos.

No migran principalmente por motivos económicos. Son refugiados; merecen protección. En cambio, Estados Unidos y México están coludidos para enviar a personas como estas de vuelta a manos de las pandillas que quieren matarlos. (Guillermo podría tener suerte: parece ser la excepción que está cerca de obtener asilo para quedarse en México, gracias a la ayuda de un centro de derechos humanos).

Otro hombre, Emilio, de 23 años, me mostró las amenazas que sigue recibiendo de las pandillas. Emilio huyó de El Salvador y dejó atrás su negocio de ropa cuando miembros de una pandilla irrumpieron en su hogar y, apuntando a su familia con una pistola, le dijeron que matarían a sus dos hijos pequeños a menos que pagara por su protección. Así que ahora Emilio se esconde en México con su esposa e hijos, y recibe amenazas de muerte.

“Sabemos dónde estás con tu perra y tus morros”, decía un mensaje de Facebook que recibió de uno de los miembros de la pandilla. “Ya mandamos ha los jomboy ahí, culero, por no darnos la feria me entendes se van ha palmar los 4 ustedes”.

Sin embargo, México no hace un estudio serio de la mayoría de los migrantes para confirmar su estatus de refugiados antes de devolverlos a sus países. En Estados Unidos, en 2014, únicamente el tres por ciento de los menores detenidos fue deportado; en México, se deportó al 77 por ciento, de acuerdo con el Migration Policy Institute. “Menos del uno por ciento de los niños que son capturados por las autoridades migratorias mexicanas son reconocidos como refugiados o reciben algún otro tipo de protección formal”, apunta Human Rights Watch. Mientras que México aumenta vertiginosamente la velocidad de las detenciones y deportaciones, no hay un aumento proporcional en el presupuesto para procesar las solicitudes de asilo.

Nadie sabe exactamente cuántas personas han sido asesinadas o violadas después de la deportación como resultado de esta política mexicoestadounidense, pero no hay duda de que ese ha sido el destino de muchos. Supe de un salvadoreño al que una pandilla baleó a tan solo unas horas de que fue deportado de México. De hecho, de acuerdo con algunos relatos, las pandillas tienen vigilados los autobuses que llegan a San Salvador con los deportados, que se convierten en presa fácil.

El secretario de Estado John Kerry criticó, con justa razón, los planes de Kenia para cerrar su campo de refugiados en Daadab y deportar a los refugiados a Somalia; sin embargo, Estados Unidos hace algo similar cuando trabaja con México para deportar a los refugiados a Honduras y El Salvador.

Conocí a un chico de 15 años, Álex, hijo de un abogado de una familia solvente, que vino a México por cuenta propia después de que una pandilla tratara de reclutarlo camino a la escuela y de regreso. Álex era un buen estudiante —su materia favorita era inglés— y trató de declinar la invitación de manera amable porque lo último a lo que aspiraba era a ser pandillero.

Entonces integrantes de dicha pandilla lo apuñalaron en el estómago y le rompieron la nariz. Después de eso, Álex no se atrevió a regresar a la escuela y rápidamente se las arregló para tomar un autobús hacia el norte, a la seguridad de México. Excepto que México podría ser inseguro porque el presidente Obama está tratando de resolver una crisis política en nuestra frontera de una forma en la que solo agrava el riesgo para niños como Álex.


 

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