Asaltos nocturnos, centros de detención ocultos, la “Cárcel Negra” y los
perros de la guerra en Afganistán
Las prisiones secretas de Obama
Anand Gopal TomDispatch.com 01 de febrero de 2010
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
[El Fondo para el
Periodismo de Investigación ha subvencionado la investigación de esta
historia]
Una tranquila noche de invierno del pasado año en la ciudad afgana de Khost,
un joven empleado del gobierno de nombre Ismatullah se esfumó, sencillamente. Se
le había visto en el bazar de la ciudad con un grupo de amigos. Sus familiares
estuvieron registrando durante días las polvorientas calles de Khost. Los
patriarcas de la ciudad contactaron con los comandantes talibanes en la zona que
solían secuestrar a trabajadores del gobierno, pero nunca habían oído hablar del
joven. Hasta el gobernador se implicó en la búsqueda, ordenando a su policía que
investigara entre las peligrosas bandas criminales que en ocasiones acosaban y
cazaban a jóvenes asiduos al bazar para pedir luego un rescate.
Pero la búsqueda no dio fruto alguno. La primavera y el verano llegaron y se
fueron y no hubo señal alguna de Ismatullah. Un día, mucho después de que la
policía y los patriarcas de la aldea hubieran abandonado su búsqueda, un correo
entregó una pulcra nota escrita a mano en el puesto de la Cruz Roja que estaba
cerca de la vivienda de su familia. En ella, Ismatullah informaba de que se
encontraba en Bagram, una prisión estadounidense situada a más de 320 kilómetros
de distancia. Las fuerzas estadounidenses le habían capturado cuando iba desde
el bazar camino de su casa, afirmaba la tersa carta y no sabía cuando le
liberarían.
En algún momento de los últimos años, los aldeanos pastunes de la escarpada
zona central de Afganistán empezaron a perder la fe en el proyecto de EEUU. Y
muchos de ellos pueden señalar el momento preciso de esa transformación, que
normalmente se produjo a altas horas de la noche, cuando la mayor parte del país
se encontraba dormido. En el hermético proceso de detenciones implementado por
EEUU, habitualmente se arresta a los sospechosos en la oscuridad, enviándoles
después a una de las áreas de detención establecidas en las bases militares, a
menudo por la más ligera sospecha y sin conocimiento de sus familias.
Este proceso ha conseguido crear incluso más miedo y odio en Afganistán que
los ataques aéreos de la coalición. Los asaltos y detenciones nocturnos, poco
conocidos fuera de esas aldeas pastunes, han ido poniendo poco a poco a los
afganos contra las mismas fuerzas que saludaron como liberadoras hace tan sólo
unos años.
Una oscura noche de noviembre
Era el 19 de noviembre de 2009, a las 03,15 horas de la madrugada. Una fuerte
explosión despertó a los aldeanos de una arbolada zona de las afueras de la
ciudad de Ghazni, una ciudad de antiguos orígenes del sur del país. Un equipo de
soldados estadounidenses dinamitó la puerta principal de la casa de Majidullah
Qarar, el portavoz del ministro de agricultura. Qarar se encontraba en Kabul en
aquellos momentos, pero sus parientes estaban en casa, cuatro de ellos dormían
en la habitación para invitados de la familia. Uno de ellos, Hamidullah, que
vende zanahorias en el bazar local, corrió hacia la puerta de la zona de
invitados. Inmediatamente le dispararon, pero se las arregló para arrastrarse
hacia adentro, dejando un reguero de sangre tras él. Después, Azim, panadero, se
lanzó corriendo hacia su primo herido. También le dispararon y se dobló contra
el suelo. Los dos hombres atacados le gritaron a los dos familiares que quedaban
en la habitación que se quedaran allí, pero ellos –niños ambos- no se atrevieron
ni a moverse y se quedaron paralizados y callados en sus camas muertos de
miedo.
Los soldados extranjeros, la mayoría de ellos con barba y tatuajes, se
dirigieron a la zona principal. Tiraron las ropas por el suelo, haciendo añicos
la vajilla y forzando los armarios. Finalmente, encontraron al hombre que
buscaban: Habib-ur-Rahman, programador de ordenadores y empleado del gobierno.
Rahman era el responsable de convertir Microsoft Windows en inglés al lenguaje
pastún local para que las oficinas del gobierno pudieran utilizar el
software. Había pasado un tiempo en Kuwait, y el traductor afgano que
acompañaba a los soldados declaró que habían actuado a partir del chivatazo de
que Rahman era miembro de al-Qaida.
Se llevaron descalzo a Rahman y a un primo suyo a un helicóptero que esperaba
a una cierta distancia y les transportaron hasta una pequeña base estadounidense
situada en una provincia vecina para interrogarles. Después de dos días, las
fuerzas estadounidenses liberaron al primo de Rahman. Pero, desde entonces, a
Rahman ni se le ha visto ni se sabe nada de él.
“Hemos llamado a su móvil pero no responde”, dice su primo Qarar, el portavoz
del ministro de agricultura. Utilizando sus poderosos contactos, Qarar consiguió
la ayuda de la policía local, de los parlamentarios, del gobernador e incluso
del mismo ministro de agricultura en la búsqueda de su primo, pero no lograron
que les dijeran nada. Los funcionarios del gobierno que investigaron de forma
independiente el escenario tras el asalto y que corroboraron las afirmaciones de
la familia, presionaron también exigiendo una respuesta de por qué se había
asesinado a dos miembros de la familia Qarar. Las fuerzas estadounidenses
emitieron un comunicado diciendo que los muertos eran “combatientes enemigos que
habían mostrado una intención hostil”.
Semanas después del asalto, la familia siente una gran amargura. “Todo el
mundo en la zona sabía que éramos una familia que trabaja para el gobierno”,
dice Qarar. “Rahman ni siquiera podía salir de la ciudad porque si los talibanes
le pillaban en el campo le hubieran matado”.
Sin embargo, más allá de la pregunta de si Rahman era inocente o culpable, la
forma en que fue capturado ha dejado un residuo de odio y rabia en su familia.
“¿Por qué tenían que matar a mis primos? ¿Por qué tenían que destruir nuestra
casa?”, pregunta Qarar. “Sabían donde trabajaba Rahman. ¿Es que no podían venir
con una orden judicial durante el día? Habríamos obligado a Rahman a
cumplirla”.
“Yo solía aparecer en televisión diciendo que la gente debía apoyar a este
gobierno y a los extranjeros”, añade. “Pero estaba equivocado. ¿Por qué van a
apoyarles? No me importa que me disparen por decir esto, porque sólo estoy
diciendo la verdad”.
Los perros de la guerra
Los asaltos nocturnos son sólo el primer paso en el proceso de detención que
EEUU lleva a cabo en Afganistán. Normalmente se envía a los sospechosos a una de
entre las series de prisiones habilitadas en las bases militares estadounidenses
por todo el país. Oficialmente hay nueve cárceles de ese tipo, denominadas en la
jerga militar Campos de Detención. Son zonas pequeñas, a menudo tan sólo un
puñado de celdas divididas por paneles de contrachapado, y se utilizan
fundamentalmente para interrogar a los prisioneros.
En los primeros años de la guerra, esas áreas no eran sino lugares de paso
para quienes enviaban a la prisión de Bagram, una instalación con una reputación
infame de malos tratos y torturas. Como en los últimos años, el foco de la
atención internacional cayó sobre Bagram, los guardianes empezaron a comportarse
mejor y el maltrato de prisioneros empezó a perpetrarse en los menos conocidos
Campos de Detención.
De los 24 ex prisioneros entrevistados para esta historia, 17 afirman haber
sido torturados en esos lugares o en el camino hacia los mismos. Doctores,
funcionarios del gobierno y la Comisión Independiente Afgana por los Derechos
Humanos, una institución encargada de investigar las denuncias por abusos,
corroboran doce de esas afirmaciones.
Uno de esos ex detenidos es Nur Agha Sher Khan, que era oficial de policía en
Gardez, una ciudad de casas de adobe situada en la parte oriental del país.
Según Sher Khan, fuerzas estadounidenses le detuvieron en un asalto nocturno en
2003 y le llevaron a un Campo de Detención en una base cercana de EEUU. “Me
interrogaron toda la noche”, recuerda, “pero no tenía nada que decirles”. Sher
Khan trabajó para un comandante de policía al que las fuerzas estadounidenses
habían detenido por sospechar que tenía vínculos con la insurgencia. De forma
ocasional, había sido conductor de ese comandante, lo cual le convirtió en
sospechoso a los ojos de los estadounidenses.
Los interrogadores le taparon los ojos, le taparon la boca y le encadenaron
al techo, acusa. Ocasionalmente soltaban a un perro, que le mordía una y otra
vez. En un determinado momento, le quitaron la venda de los ojos y le obligaron
a arrodillarse sobre una larga barra de madera. Me ataron las manos a una polea
por encima de mí y me empujaban adelante y atrás mientras la barra rodaba a
través de mis espinillas. Yo no paraba de dar alaridos”. Entonces le empujaban
al suelo y le obligaban a tragar doce botellas de agua. “Dos tipos me abrían la
boca y derramaban el agua por mi garganta hasta que el estómago se me llenaba y
perdía el conocimiento. Era como si alguien me inflara”, dice. Cuando volvía en
si tras el desmayo, no paraba de vomitar agua.
Esto continuó así toda una serie de días, algunas veces le colgaban boca
abajo del techo, y otras veces le vendaban los ojos durante amplios períodos.
Finalmente, le enviaron a Bagram, donde cesaron las torturas. Cuatro meses
después, fue liberado silenciosamente con una carta de disculpa de las
autoridades estadounidenses por haber encarcelado por error.
Una investigación del caso de Sher Khan por la Comisión Afgana Independiente
por los Derechos Humanos y un doctor independiente hallaron que tenía heridas
que se correspondían con el maltrato y torturas que afirma haber padecido. Las
fuerzas estadounidenses han declinado comentar nada de su caso, pero un portavoz
dijo que algunos de los soldados implicados en las detenciones en esa parte del
país habían recibido “castigos administrativos” no especificados. Añadió que
“todos los detenidos son tratados humanamente”, excepto casos aislados.
Los desaparecidos
Algunos de los que llevan a los Campos de Detención nunca llegan a Bagram,
sino que son sencillamente liberados después de que las autoridades consideran
que son inofensivos. Aún así, algunos afirman haber sido torturados. Como fue el
caso de Hajji Ehsanullah, secuestrado en una noche de invierno de 2008 de su
hogar en la provincia sureña de Kabul. Fue conducido a un sitio de detención en
la provincia de Khost, a unos 320 kilómetros de distancia. Volvió a su hogar
trece días después, con la piel llena de cicatrices de las mordeduras de los
perros y con dificultades de memoria que, según su doctor, eran consecuencia de
un golpe en la cabeza. Las fuerzas estadounidenses le arrojaron en una
gasolinera de Khost después de tres días de interrogatorio. Le llevó más de diez
días encontrar la forma de volver a su casa.
Otros de los que llegan a esos sitios no acaban en Bagram por razones muy
diferentes. En los escarpados pueblos del sur pastún, donde los rumores crecen
con mayor abundancia que la más abundante de las cosechas, las gentes del lugar
susurran historias de personas que fueron capturadas y ejecutadas. Muchas veces
no hay pruebas. Pero de vez en cuando, aparece algún cuerpo. Tal fue el caso en
el campo de detención de una base del ejército estadounidense en la provincia de
Helmand, donde en 2003 un coronel del ejército estadounidense escribió en el
informe de la autopsia de un detenido que murió bajo custodia estadounidense
(del que más tarde se pudo disponer a través del Acta de Libertad de
Información): “La muerte sobrevino por múltiples heridas causadas por un objeto
contundente en el torso inferior y en las piernas, complicadas con rabdomiliósis
(La rabdomiólisis es una destrucción de las fibras musculares estriadas con
liberación de sustancias a la circulación, entre ellas la mioglobina. La
mioglobina es la responsable del daño renal por obstrucción de estructuras
renales o liberación de sustancias tóxicas. La rabdomiólisis se produce en casos
de accidente por aplastamiento, convulsiones o necrosis musculares, entre
otros). Forma de morir: homicidio”.
En la polvorienta provincia de Khost, un día del pasado mes de diciembre, las
fuerzas estadounidenses lanzaron un asalto nocturno contra el pueblo de Motai,
matando a seis personas y capturando a nueve, según casi una docena de
autoridades del gobierno local y de testigos oculares. Dos días después, los
cuerpos de dos de los detenidos –con esposas de plástico en las manos- fueron
hallados a más de un kilómetro de distancia de la mayor base de EEUU en la zona.
Un portavoz del ejército de EEUU rechaza cualquier implicación en las muertes y
se niega a comentar los detalles del asalto. Sin embargo, los oficiales afganos
y los patriarcas locales, mantienen con toda firmeza que los dos fueron
asesinados cuando estaban bajo vigilancia estadounidense. Las autoridades
estadounidenses liberaron a cuatro de los otros aldeanos en los días siguientes.
Se desconoce el destino de los tres restantes cautivos.
El asunto podría aclararse si el ejército estadounidense fuera menos
hermético acerca de su proceso de detención. Pero el secretismo ha estado al
orden del día. Los nueve Campos de Detención están envueltos en secretismo
oficial, pero al menos la Cruz Roja y otras organizaciones humanitarias saben
que existen. Sin embargo, puede haber otros de cuya existencia, en las decenas
de bases militares que salpican todo el país, no se sabe nada. Un ejemplo, según
antiguos detenidos, es la instalación de detención en Rish Khor, una base del
ejército afgano que se alza en lo alto de una montaña con vistas a la capital,
Kabul.
Una noche del pasado año, las fuerzas estadounidenses asaltaron Zaiwalat, una
diminuta aldea encajada entre las montañas de la provincia de Wardak, a unas
cuantas docenas de millas al oeste de Kabul, y capturaron a nueve vecinos.
Llevaron a los cautivos a Rish Khor y les interrogaron durante tres días. “Nos
tuvieron en un contenedor”, recuerda Rehmatullah Muhammad, uno de los nueve.
“Estaba hecho de acero. Nos tuvieron esposados los tres días. Apenas dormimos
esos días”. Los interrogadores, vestidos de paisano, acusaron a Rehmatullah y a
los otros de proporcionar refugio y comida a los talibanes. Los sospechosos
fueron después enviados a Bagram y liberados después de cuatro meses. (Un número
de ex detenidos dijeron que fueron interrogados por funcionarios de paisano pero
no sabían si esos funcionarios pertenecían al ejército, a la CIA, o eran
contratistas privados).
Los activistas afganos por los derechos humanos están preocupados de que las
fuerzas estadounidenses puedan estar utilizando sitios secretos de detención
como Rish Khor para llevar a cabo interrogatorios fuera de cualquier control.
Sin embargo, el ejército estadounidense niega incluso tener conocimiento de la
instalación.
La Cárcel Negra
Mucho menos secreta es la parada final para la mayoría de los cautivos: las
Instalaciones de Internamiento de Bagram. Aunque se la denomina con el
inquietante nombre del “Guantánamo de Obama”, sin embargo, Bagram ofrece, ahora,
las mejores condiciones de todo el proceso de detención para los cautivos.
Su vida moderna como prisión empezó en 2001, cuando pequeños cifras de
detenidos de toda Asia eran encarcelados allí en la primera parte de una odisea
que les arrojaría finalmente en las instalaciones estadounidenses de detención
de la Bahía de Guantánamo, en Cuba. Sin embargo, se ha convertido en el
principal destino para los capturados dentro de Afganistán como parte de la
creciente guerra que el país padece. En 2009, la población de presos había
aumentado hasta más de 700. Construida en un viejo hangar sin ventanas de la
época soviética, la prisión consiste en dos filas de atestadas celdas que
parecen jaulas bañadas de forma continua con luz blanca. Los guardias caminan a
lo largo de una plataforma que va pasando a través de la parte superior de las
alambradas, una posición fácil desde la que vigilar a los prisioneros abajo.
Infames y habituales torturas, al estilo de la prisión de Abu Ghraib en Iraq,
marcaron los primeros años de Bagram. Por ejemplo, Abdullah Mujahed, fue
capturado en el pueblo de Kar Marchi en la provincia oriental de Paktia en 2003.
Mujahed era un comandante de la milicia tayica que había dirigido un
levantamiento armado contra los talibanes en sus días de decadencia, pero las
fuerzas estadounidenses le acusaron de tener conexiones con la insurgencia. “En
Bagram, estuvimos esposados, con los ojos vendados y con los pies encadenados
durante días”, recuerda. “No nos permitieron dormir ni un momento durante trece
días y trece noches”. Un guardia le golpeaba las piernas cada vez que se quedaba
dormido. A diario podía oír los alaridos de los presos torturados y el
inconfundible sonido de los grilletes arrastrándose por el suelo.
Después, llegó un día en que un grupo de soldados le arrastró hasta un avión,
negándose a decirle adónde le llevaban. Finalmente, aterrizó en otra prisión,
donde pudo sentir que el aire era denso y húmedo. Cuando caminaba a través de la
fila de jaulas, los presos empezaron a gritar: “¡Esto es Guantánamo! ¡Estás en
Guantánamo!”. Allí se enteró que le acusaban de dirigir el grupo islamista
pakistaní Lashkar-e-Taiba (que en realidad dirigía otra persona que tenía el
mismo nombre y que había muerto en 2006). Finalmente, EEUU le liberó y le
devolvió a Afganistán.
Los ex detenidos de Bagram afirman que eran golpeados con regularidad,
sometidos a música estridente durante 24 horas al día, que se les impedía
dormir, que se les desnudaba y que se les forzaba a adoptar lo que los
interrogadores denominaban “posiciones de estrés”. El peor momento llegó a
finales de 2002, cuando los interrogadores golpearon a dos presos hasta
matarles.
Las Fuerzas Especiales de EEUU también dirigían una segunda y secreta prisión
en la Base Aérea de Bagram, a la que la Cruz Roja no tiene aún acceso. Utilizada
sobre todo para interrogatorios, es tan temida por los prisioneros que la han
denominado la “Cárcel Negra”.
Un día de hace dos años, las fuerzas estadounidenses fueron a por Noor
Muhammad, en las afueras de la ciudad de Kajaki, en la provincia sureña de
Helmand. Muhammad, que es médico, dirigía una clínica que atendía a todo el que
llegaba hasta ella en búsqueda de cuidados, incluidos los talibanes. Los
soldados asaltaron su clínica y su casa, matando a cinco personas (incluidos dos
pacientes) y deteniendo tanto a su padre como a él. Al día siguiente, los
vecinos encontraron el cadáver esposado del padre de Muhammad, muerto, al
parecer, de un disparo.
Los soldados se llevaron a Muhammad a la Cárcel Negra. “Había un pasillo muy
estrecho con montones de celdas a ambos lados y una gran puerta de acero y luces
brillantes. No sabíamos cuándo era de noche y cuándo de día”. Le mantuvieron en
una habitación de hormigón sin ventanas, totalmente confinado en solitario. Los
soldados le arrastraban siempre por el cuello y le negaban el alimento y el
agua. Le acusaron de proporcionar cuidados médicos a los insurgentes, a lo cual
él les contestaba: “Soy médico. Mi deber es proporcionar cuidados a cualquier
ser humano que llegue a mi clínica, ya sea talibán o del gobierno”.
Finalmente, Muhammad fue liberado, pero cerró su clínica y dejó su ciudad
natal. “Me aterran tanto los estadounidenses como los talibanes”, dice. “Me
alegro de que mi padre haya muerto, de que no tenga que vivir en este
infierno”.
Miedo a la oscuridad
A diferencia de la Cárcel Negra, los oficiales estadounidenses, en los
últimos dos años, han tratado de reformar la principal prisión en Bagram. Las
torturas se han acabado allí, y ahora los oficiales de la prisión alardean de
que los presos suelen engordar unos siete kilos mientras están detenidos. En
algún momento de los primeros meses de este año, los oficiales planean abrir una
deslumbrante nueva prisión –que finalmente sustituirá a la de Bagram- con
celdas grandes y ventiladas, el último equipamiento médico y salas para
formación vocacional. La prisión de Bagram se traspasará el año que viene a los
afganos aunque el resto del proceso de detención permanecerá en manos
estadounidenses.
Pero los defensores de los derechos humanos dicen que continúan estando
preocupados por el proceso de detención. El Tribunal Supremo de EEUU dictaminó
en 2008 que no se les puede negar a los presos de Guantánamo su derecho al
habeas corpus, pero no decidió la misma resolución en relación a los
detenidos en Bagram. (Los oficiales estadounidenses dicen que Bagram está en
medio de una zona de guerra y por tanto no se aplica allí la legislación
relativa a los derechos civiles que se establece dentro de EEUU). A diferencia
de Guantánamo, los presos no tienen derecho allí a acceder a un abogado. La
mayoría dice que no tiene ni idea de por qué están detenidos. Los presos
aparecen ahora ante un panel de revisión cada seis meses, que intenta volver a
considerar su detención, pero su capacidad para plantear preguntas sobre su
situación es limitada. “Sólo se me permitió decir sí o no y no pude explicar
nada durante mi vista”, dice Rehmatullah Muhammad.
Sin embargo, la mejoría en las condiciones de Bagram plantea la pregunta de
si EEUU es capaz de combatir una guerra más limpia. Eso es lo que el comandante
de guerra en Afganistán, el General Stanley McChrystal prometió este verano:
menos bajas civiles, menos temidos asaltos de las casas y un proceso de
detención más transparente.
Las tropas estadounidenses que operan bajo el mando de la OTAN han empezado a
cumplir normas de comportamiento más estrictas: ahora sólo pueden mantener
oficialmente a los detenidos 96 horas antes de transferirles a las autoridades
afganas o liberarles, y las fuerzas afganas deben tomar el mando en el registro
de las casas. Cuando se les pregunta a los soldados estadounidenses, se indignan
por esas restricciones, y tienen diversos métodos para sortearlas. “Algunas
veces detenemos a gente y después cuando pasan las 96 horas, les transferimos a
los afganos”, dice un marine estadounidense, que habla bajo anonimato. “Ellos
les dan unas cuantas palizas por nosotros y nos los devuelven para otras 96
horas. Esto puede prolongarse hasta que obtengamos lo que queremos”.
Una forma más sencilla de pasarse por alto las normas es llamar a las Fuerzas
de Operaciones Especiales de EEUU –los Focas de la Marina, los Boinas Verdes y
otros- que no están bajo el mando de la OTAN y por tanto no están obligados por
las normas más estrictas de comportamiento. Esas tropas de elite son las que
están detrás de la mayoría de los asaltos nocturnos y de las detenciones en la
búsqueda de “sospechosos de alto valor”. Los oficiales del ejército
estadounidense dicen en las entrevistas que las nuevas restricciones no han
afectado en absoluto al número de asaltos y detenciones. No obstante, el actual
cambio es más sutil: el proceso de detención se ha trasladado casi enteramente a
las zonas y actores que mejor pueden evitar el escrutinio público: las Fuerzas
de Operaciones Especiales y las pequeñas prisiones de campo.
El cambio señala hacia una realidad profunda de la guerra, los soldados
estadounidenses dicen: no puedes combatir a las guerrillas sin asaltos y
detenciones invasivos, sería como combatir sin balas. A los ojos de un soldado
estadounidense, Afganistán es un lugar tenebroso. Los hombres llevan barba y
turbante. Rezan incesantemente. En la mayor parte del país, a las mujeres se les
prohíbe salir de casa. Muchos afganos poseen un Kalashnikov. “No puedes confiar
en nadie”, dice Rodrigo Arias, un marine que se encuentra en una base en la
provincia nororiental de Kunar. “Estuvieron a punto de matarme en varias
emboscadas, pero los aldeanos no nos dicen nada. Aunque normalmente saben
algo”.
Un oficial que ha trabajado en los Campos de Detención dice que son
necesarios docenas de asaltos para que aparezca un sospechoso útil. “Algunas
veces tienes que reventar las puertas. Algunas veces tienes que retorcer brazos.
Tienes que utilizar toda una amplia red, pero cuando atrapas a la persona
correcta, eso es lo que marca la diferencia”.
Para Arias, es una cuestión de supervivencia. “Quiero volver a casa de una
pieza. Si eso significa que tengo que acorralar a la gente, la acorralaré”.
Cuestionar esto, dice, es cuestionar si merece la pena luchar la guerra misma.
“Ese no es mi trabajo. La gente de Washington es la que tiene que encargarse de
eso”.
Si los asaltos nocturnos y las detenciones son una parte inevitable de la
guerra moderna de contrainsurgencia, entonces, lo mismo sucede con el
resentimiento que engendran. “Nos alegramos cuando llegaron los estadounidenses.
Pensábamos que traerían paz y estabilidad”, dice el ex detenido Rehmatullah.
“Pero ahora casi todo el mundo en mi pueblo quiere que se larguen. Un año
después de que soltaran a Rehmatullah, capturaron a su sobrino. Dos meses
después, se llevaron también a otros vecinos.
Se ha convertido en una pauta de conducta predecible: Las fuerzas talibanes
lanzan emboscadas sobre los convoyes estadounidenses cuando pasan por el pueblo,
y después se retiran a los densos huertos de frutales que cubren la zona.
Después, los estadounidenses vuelven por la noche para llevarse sospechosos.
Según los aldeanos, en los dos últimos años, se han llevado a dieciséis personas
y han asesinado a otras diez en este pequeño pueblo de unos 300 habitantes. En
el mismo período, dicen, los insurgentes mataron a un vecino y no se llevaron a
ningún rehén.
Por lo tanto, las gentes de ese pueblo temen más los asaltos nocturnos que a
los talibanes. Ahora las noches en que los niños de Rehmatullah oyen el lejano
zumbido de un helicóptero, corren a su dormitorio. Él les consuela, pero admite
que también necesita que le tranquilicen. “Sé que ya soy demasiado mayor para
eso”, dice, “pero esta guerra me ha hecho tener miedo de la oscuridad”.
Anand Gopal ha informado desde Afganistán para el Christian Science
Monitor y el Wall Street Journal. Pueden leerse sus trabajos en:
analdgopal.com.
Actualmente está trabajando en un libro sobre la guerra afgana. Este artículo se
ha publicado en el último número de la revista Nation. Para escucharle en
una entrevista de audio con Timothy McBain, de TomDispatch, hablando de
cómo consiguió este reportaje, pínchese aquí.
Fuente:
http://www.tomdispatch.com/post/175197/tomgram%3A_anand_gopal%2C_afraid_of_the_dark_in_afghanistan/#more
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