Irak: Una guerra a la que nos llevaron a mentiras
Paul Krugman
progresosemanal
21 de mayo de 2015
¡Sorpresa! Resulta que hay algo que decir por tener al hermano de un presidente fallido
intentando ganar la Casa Blanca. Gracias a Jeb Bush, puede que finalmente
tengamos la discusión franca acerca de la invasión a Irak que debimos haber
tenido hace una década.
Pero muchas personas influyentes –no tan solo el señor Bush– preferirían que no tuviéramos
esa discusión. En estos momentos hay un palpable sentido de que la élite política
y mediática está tratando de poner un límite al tema. Sí, dice la narrativa,
ahora sabemos que invadir Iraq fue un error terrible, y ya es hora de que todo
el mundo lo reconozca. Y ahora dejémoslo atrás.
Bueno, no lo dejemos atrás –porque esa es una falsa narrativa y todo el que haya
estado implicado en el debate acerca de la guerra sabe que es falso. La guerra
de Iraq no fue un error inocente, una aventura realizada sobre la base de
inteligencia que resultó estar equivocada. Estados Unidos invadió a Irak porque
la administración Bush quería una guerra. Las justificaciones públicas para la
invasión no fueron más que pretextos, y pretextos falsificados. En un sentido
fundamental, nos llevaron a la guerra a mentiras.
Lo fraudulento del caso fue en realidad evidente hasta en aquel momento: los
argumentos cambiantes para un objetivo inalterable estaban a la vista. Al igual
que los juegos de palabras –la conversación acerca de las ADM que combinaban
las armas químicas (que mucha gente pensaba que Saddam tenía) con armas
nucleares, las insinuaciones constantes de que Iraq, de alguna manera, estaba
tras los hechos del 11/9.
Y a estas alturas tenemos muchas evidencias que confirman todo lo que los oponentes
a la guerra estaban diciendo. Sabemos ahora, por ejemplo, que el propio 11/9 –literalmente
antes de que se posara el polvo– Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa, ya
estaba planeando la guerra contra el régimen que no tenía culpa alguna del
ataque terrorista. “Juzguen si es suficientemente bueno golpear a S.H. [Saddam
Hussein]… junten todas las cosas relacionadas y las que no”, como se leía en notas tomadas por el asistente del señor Rumsfeld.
En resumen, esta fue una guerra que la Casa Blanca quería, y todos los supuestos
errores que, como dice Jeb, “fueron cometidos” por alguien nombrado, en
realidad fluyeron de este deseo subyacente. ¿Llegaron las agencias de
inteligencia a la errada conclusión de que Iraq tenía armas químicas y un
programa nuclear? Eso fue porque estaban bajo una intensa presión para que
justificaran la guerra. ¿Restaron grandemente importancia las evaluaciones de
preguerra a la dificultad y el costo de la ocupación? Eso fue porque el partido
de la guerra no quería escuchar cosas que pudieran plantear dudas acerca de la
necesidad de invadir. Es más, el jefe de Estado Mayor del Ejército fue
despedido por cuestionar aseveraciones de que la fase de ocupación sería barata y fácil.
¿Por qué querían una guerra? Esa es una pregunta más difícil de responder. Algunos
de los guerreristas creyeron que al desplegar la conmoción y el pavor en Iraq,
se incrementaría el poderío e influencia norteamericanos en todo el mundo.
Algunos vieron a Iraq como una especie de proyecto piloto, una preparación para
una serie de cambios de régimen. Y es difícil evitar la sospecha de que hubo un
fuerte elemento de que la cola moviera al perro, de usar el triunfo militar
para fortalecer la marca republicana en el interior del país.
Cualesquiera que hayan sido los motivos precisos, el resultado fue un capítulo muy oscuro de
la historia norteamericana. Una vez más: nos llevaron a la guerra a mentiras.
Ahora ustedes pueden entender por qué tantas figuras políticas y de los medios
preferirían no hablar acerca de nada de esto. Algunos de ellos, supongo, pueden
haber sido engañados: pueden haberse creído las evidentes mentiras, lo cual
dice mucho de su buen juicio. Muchos, sospecho, fueron cómplices: ellos
comprendieron que el caso oficial para la guerra era un pretexto, pero tenían
sus propias razones para querer una guerra o, alternativamente, se dejaron
intimidar para que la secundaran. Porque había un clima definido de temor entre
los políticos y los expertos en 2002 y 2003, un clima en el que criticar la
intención de ir a la guerra se parecía mucho al fin de una carrera.
Encima de estos motivos personales, a nuestros medios noticiosos en general les ha
costado trabajo soportar la deshonestidad en las políticas. Los reporteros son
remisos a revelar las mentiras de los políticos, incluso cuando tienen que ver
con asuntos prosaicos, como las cifras del presupuesto, por temor a parecer
partidistas. Es más, mientras mayor sea la mentira, mientras quede más en claro
que las figuras políticas principales se dedican al fraude evidente, más
titubeante es el reportaje. Y no es mucho más grande ciertamente, más o menos
criminal– que llevar a Estados Unidos a la guerra a mentiras.
Pero la verdad importa, y no solo porque aquellos que se niegan a aprender de la
historia están condenados, en sentido general, a repetirla. La campaña de
mentiras que nos metió en Iraq fue lo suficientemente reciente para que aún sea
importante que los culpables rindan cuentas. No importan los traspiés verbales
de Bush. En su lugar, piensen acerca de su equipo de política exterior,
encabezado por gente que estuvo implicada directamente en fabricar un caso
falso para la guerra.
Así que contemos correctamente la historia de Irak. Sí, desde un punto de vista
nacional, la invasión fue un error. Pero (con perdón de Talleyrand) fue peor
que un error. Fue un crimen.
(Tomado de The New York Times)
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