El siempre esquivo final de Guantánamo
¿Llegaremos a “celebrar” su XXX aniversario?
Karen J. Greenberg, TomDispatch.com, 20/01/2022
Julia Tedesco ha colaborado en las investigaciones necesarias para este artículo.
Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala
Escultura de José Antonio Elvira, Guantánamo, Cuba
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Ya han pasado más de 20 años y ese símbolo estadounidense de maltrato e
injusticia, la prisión de Guantánamo, en Cuba, sigue abierta. De hecho, a
finales de 2021, la reportera del New York Times Carol
Rosenberg, que ha cubierto ese notorio complejo penitenciario desde su primer
día, informaba sobre los planes del Pentágono de construir un flamante juzgado
prefabricado en esa base naval. Se pretende que sirva como segunda instalación,
aún más secreta, para albergar los cuatro juicios restantes de los detenidos de
la guerra contra el terrorismo, y está previsto que esté lista “en algún
momento de 2023”.
¿Cerrar Guantánamo? Parece que no va a ser
pronto. El coste de esa nueva construcción es de apenas 4 millones de dólares,
una suma relativamente menor comparada con los 6.000 millones de dólares y pico
que se han cobrado las operaciones de detención y juicios en 2019, según la
estimación de un denunciante.
Cabe destacar que la noticia sobre la
construcción de ese tribunal secreto coincidió con el XX aniversario del centro
de detención y la administración del segundo presidente que pretende cerrar el
lugar. Sus planes intentan sugerir que la estructura propuesta contribuirá
realmente a ese interminable proceso de cierre del campo de prisioneros más
infame del mundo. En estos momentos, Guantánamo retiene a 39 detenidos, 12 de
los cuales se encuentran bajo el sistema de comisiones militares; 18 de ellos,
a los que se ha mantenido durante mucho tiempo sin cargos de ningún tipo, han
sido oficialmente autorizados
para proceder a su liberación hacia los países elegidos que acepten
acogerlos (lo que no significa que vayan a ser realmente liberados); y nueve de
ellos, que tampoco han sido acusados, esperan simplemente dicha autorización.
Con dos salas en lugar de una, los juicios, a
más de un año de distancia, podrían teóricamente celebrarse al mismo tiempo en
lugar de hacerlo de forma secuencial. Por desgracia, es difícil imaginar que el
número de salas tenga algún efecto en un resultado más rápido. Como dijo
recientemente Scott Roehm, director en Washington del Centro para las Víctimas
de la Tortura, al Daily Beast, “hay consenso en que las comisiones han fracasado, pero ese fracaso no ha sido
por falta de salas”.
Considérese una especie de récord el hecho de
que, en veinte años, solo se hayan celebrado allí dos juicios, ambos en 2008.
Los dos desembocaron en condenas, una de las cuales fue posteriormente anulada y otra sigue en apelación.
Este mísero récord es otro signo de la eterna realidad de Guantánamo, donde ni
los pequeños retoques ni las grandes modificaciones han resultado ser más que
un adorno cosmético para una situación que ha resultado irresoluble durante
tres presidencias y el comienzo de una cuarta.
Últimamente existe un creciente consenso sobre la necesidad de cerrar la prisión, especialmente teniendo en cuenta la
debacle final de la salida de Estados Unidos de Afganistán. Como escribió la
senadora Dianne Feinstein (demócrata por Carolina) en Lawfare en
el XX aniversario de ese símbolo de la injusticia estadounidense fuera del
país: “Acabar con el experimento fallido de la detención en Guantánamo no será
fácil. Pero ahora que la guerra de Estados Unidos en Afganistán ha terminado,
es hora de cerrar las puertas de Guantánamo de una vez por todas”. Ese mismo
día, en el pleno del Senado, el senador Dick Durbin (demócrata por
Illinois) pidió también el
cierre, ridiculizando el campo de prisioneros como “un símbolo de nuestro
fracaso a la hora de hacer rendir cuentas a los terroristas y de nuestro
fracaso a la hora de honrar los sacrificios de nuestro personal militar. Estos
fracasos no deberían pasar a otra generación: deberían terminar con la
Administración Biden”.
Pero pedir el cierre es una cosa, y cerrar esa prisión otra muy distinta.
Los retos del cierre
Normalmente, se considera que el cierre de
Guantánamo implica una serie de pasos prácticos que
yo, como tantos otros, venimos sugiriendo desde hace años. La propuesta más
reciente procede del Center for Ethics and the Rule of Law de la Universidad de Pensilvania, que ha
esbozado un proceso de trece pasos destinado a cerrar definitivamente esa instalación. Esto implica la
resolución de los casos restantes en las comisiones militares (diez que aún se
enfrentan a un juicio, dos ya condenados), al tiempo que se vacía la prisión de
sus 27 prisioneros restantes detenidos indefinidamente sin cargos.
Empecemos por las comisiones militares. La
nueva sala de audiencias -que se completará en algún momento de 2023, lo que
podría tardar casi dos años- está pensada para “acelerar” el proceso de los
juicios. Sin embargo, en los últimos veinte años, solo se han producido ocho
condenas, la mayoría debido a acuerdos de culpabilidad. Tres de ellas han sido anuladas y
otras tres están aún en fase de apelación. En otras palabras, estamos hablando
de un panorama asombroso de fracaso generalizado.
Es cierto que ha habido docenas de audiencias
preliminares para los cuatro juicios que están pendientes. Pero una cosa son
las vistas previas y otra los juicios. Lo más increíble es que los juicios de
los presuntos coconspiradores del 11-S aún no han comenzado.
Y hay pocas esperanzas de que lleguen a
resolverse. Para empezar, los individuos que van a ser juzgados fueron primero
torturados en lugares negros de la CIA antes de ser llevados a Cuba, y gran
parte de las pruebas y testimonios relevantes para sus casos se derivan en gran
medida de esas prácticas de tortura. Incluso con la resolución, es casi
imposible imaginar cómo estos procedimientos podrían conducir a la justicia.
Cómo (no) salir de Guantánamo
Hay al menos dos formas sugeridas para
resolver finalmente las comisiones militares en un futuro relativamente
cercano. El abogado de derechos humanos y defensor de las comisiones militares
Michel Paradis las expuso recientemente
en un podcast de Lawfare. Una de ellas sería que el gobierno
retirara la pena de muerte de la mesa y abriera la puerta a los acuerdos de
culpabilidad. Numerosos expertos han apoyado esta vía. También Colleen Kelly,
directora de September 11th Families for Peaceful Tomorrows, una organización
de familiares de las víctimas del 11-S, ha manifestado su apoyo
a esta opción, como declaró recientemente ante el Comité Judicial del
Senado. Otra opción, señaló Paradis, sería trasladar los juicios a los
tribunales federales de Estados Unidos. Desgraciadamente, es una posibilidad
poco probable, dada la prohibición del Congreso
de traer a los detenidos de Guantánamo a este país, vigente desde
hace más de una década.
En 2010 uno de estos detenidos fue juzgado en
un tribunal federal. Esa fue la idea del entonces fiscal general Eric Holder
-como preludio, esperaba, de llevar los demás juicios a los tribunales
federales-, y era una idea correcta. El caso en cuestión fue el de Ahmed Ghailani,
acusado de participar en los atentados contra las embajadas en Kenia y Tanzania
en 1998, en los que murieron 224 personas. Al igual que otros detenidos en
Guantánamo, había sido torturado en un lugar negro de la CIA, prueba que fue
excluida en el juicio. Al final fue absuelto de 284 de los 285 cargos. No
obstante, el caso se zanjó y, en función de ese último cargo, está cumpliendo cadena perpetua
en una penitenciaría federal de Kentucky.
En el otro lado del atolladero de Guantánamo
están los detenidos que nunca serán acusados, los que Carol Rosenberg denominó
originalmente los “prisioneros para siempre”. La Junta de Revisión Periódica de
la prisión ha autorizado ya la liberación de dieciocho de ellos. Sin embargo,
la salida de estos presos para siempre depende de los acuerdos diplomáticos con
otros países.
Hasta la fecha, a estos detenidos se les ha
enviado a 60 países de
Europa, Asia Central, Oriente Medio y África. Al menos 150 de ellos
fueron enviados a naciones distintas de aquellas de las que eran
ciudadanos. Esos traslados fueron organizados por el enviado especial de la
oficina de cierre de Guantánamo del Departamento de Estado, que a su vez fue
cerrada durante la presidencia de Donald Trump y sigue estándolo en la
actualidad. Reabrirla es un paso necesario para vaciar Guantánamo de sus
detenidos para siempre.
Lamentablemente, lo más probable es que, con
el tiempo, se descubran nuevas formas de patear la pelota del cierre sin cesar.
Como dijo el abogado Tom Wilner, que ha trabajado como abogado de derechos
humanos en nombre de varios de los detenidos, en un panel celebrado para
conmemorar el XX aniversario de la prisión: “Las comisiones militares no van a
funcionar nunca”.
Mientras tanto, en lo que respecta a los que
aún no han sido acusados de cargo alguno, pero que se ha autorizado su
traslado, no hay garantías de que esas liberaciones se produzcan en breve.
El legado más largo
En el atolladero legal que Estados Unidos ha
creado, no hay, de hecho, una solución fácil para cerrar Guantánamo.
Cabe señalar, además, que incluso si el
gobierno de Biden fuera capaz de aplicar una estrategia inmediata y agresiva
para cerrar la prisión, los horrores que desencadenó están garantizados para
perdurar en el futuro. “Hay algunos problemas de Guantánamo que nunca desaparecerán”, admitió recientemente
a The Guardian Daniel Fried, el primer enviado especial del
presidente Barack Obama para el cierre.
Por un lado, la incapacidad de décadas del
sistema jurídico estadounidense para juzgar a esos presos, ya sea en el
interior o en el exterior, ha dejado una mancha en la competencia del sistema
judicial del país, civil y militar, así como en la capacidad del Congreso para
crear alternativas legítimas y viables a ese mismo sistema. El hecho de no
poder, entre otras cosas, ni siquiera llevar a los presuntos coconspiradores de
los atentados del 11-S, ya detenidos en la Bahía de Guantánamo, a ningún
tribunal, envía el mensaje de que la justicia estadounidense del siglo XXI es
incapaz de gestionar casos tan increíblemente importantes.
Y en lo que se refiere a los detenidos que han sido trasladados a otras partes del mundo, la historia no es menos sombría.
Como ha informado The Guardian, los enviados a terceros países se enfrentan regularmente a nuevas formas de
privación, crueldad, encarcelamiento o tortura. Los detenidos “liberados”, que
a menudo no dominan el idioma de sus países de acogida, a los que se les niega
la documentación de viaje y se les estigmatiza por su pasado en Guantánamo,
descubrieron, como resumía un informe del Washington Post, que “la
vida después de Guantánamo es su propio tipo de prisión".
Mansur Adayfi, un detenido trasladado a
Serbia en lugar de a su país de origen, Yemen, ha descrito las terribles
condiciones de la vida después de la cárcel en su libro Don't Forget Us Here, refiriéndose a ella como “Guantánamo 2.0”. Como dijo recientemente a Cora
Currier de The Intercept: “Estando liberado, he sido detenido,
golpeado, arrestado; también han acosado e interrogado a mis amigos”. Y eso,
por supuesto, después de que, como tantos otros presos en esa isla-cárcel, haya
sido regularmente golpeado, alimentado a la fuerza y mantenido en confinamiento
solitario mientras estaba allí.
En un contexto tal, el proyecto de una nueva sala de vistas adquiere un nuevo significado.
La sala de vistas, antes y ahora
Desde el principio de Guantánamo, el tribunal
de esa base estadounidense en la isla de Cuba ha servido como símbolo revelador
de la venalidad de la prisión.
En los primeros días de ese campo de
detención de la guerra contra el terrorismo, como describí en mi libro The Least Worst Place: Guantanamo's First 100 Days, el capitán Bob Buehn, entonces comandante de la base naval, se
encomendó a sí mismo la misión de encontrar un terreno adecuado en el que
construir un tribunal para juzgar a los detenidos que llegaban por avión.
Consideró que era su deber hacerlo, solo para darse cuenta rápidamente de que
nadie en el poder consideraba que ese fuera el objetivo de la prisión y que no
habría planes de ese tipo en breve.
Como me recordaba hace poco el general de
división Michael Lehnert, comandante de ese centro de detención en el momento
de su apertura, la misión inicial consistía en la “recogida de información”, no
en celebrar los juicios. En consecuencia, no fue hasta dos años más tarde que
se iniciaron las audiencias para los detenidos, y entonces solo para algunos de ellos.
En un principio, esos procedimientos tuvieron
lugar en una sala sin ventanas construida para garantizar la seguridad y el
secreto, una sala demasiado pequeña para su propósito. Una vez que el Congreso
autorizó una versión formal de las comisiones militares en la Ley de Comisiones Militares de 2006,
se construyeron unas nuevas instalaciones que incluían
un recinto de información sensible compartimentada (SCIF, por sus siglas en
inglés) de última generación, una sala cuidadosamente “asegurada” destinada a
ser un marco clasificado. Sin embargo, era una fea ironía que debajo de esa
sala hubiera un vertedero de residuos tóxicos, con todos los peligros que se
puedan imaginar para los abogados y otras personas. En ocasiones, apestando
demasiado literalmente a las fechorías medioambientales del pasado, la nueva
sala ha avanzado por su propio camino envenenado, tratando de evitar de algún modo
la información extraída mediante tortura que se encuentra en el centro de los
casos que esperan ser juzgados.
Ahora se está construyendo un nuevo edificio,
aún más unido con el secretismo, así como con la supresión de la tortura que
los acusados sufrieron a manos de Estados Unidos. Como informa Carol Rosenberg,
estará envuelto en más secreto, ya que la “actual sala del tribunal de guerra”
permitía al menos espectadores. La nueva no lo hará. “Sólo las personas con
autorización secreta”, informa Rosenberg, “como los miembros de la comunidad de
inteligencia y los guardias y abogados con autorización especial, podrán entrar
en la nueva cámara”. Los observadores, incluidos los familiares de las
víctimas, tendrán que verlo por vídeo.
Hace quince años, cuando se presentaron los
planes para la sala actual, la ACLU pidió a los
senadores que bloquearan los fondos para la construcción del tribunal, argumentando
que “no hay necesidad de un complejo judicial elaborado y permanente en
Guantánamo... Incluso el presidente Bush ha expresado su interés en reducir
sustancialmente el número de detenidos en Guantánamo y eventualmente cerrarlo”.
Es notable lo poco que se ha avanzado desde entonces.
Lo que el excomandante Bob Buehn descubrió hace tanto tiempo como una ausencia de deseo por los juicios de cualquier tipo
ha evolucionado con el tiempo hasta convertirse en un sistema de “juicios” de
interminables retrasos que solo contribuyen a perpetuar lo peor de Guantánamo,
al tiempo que prolongan eternamente la vida de ese campo de prisioneros, ahora
mundialmente conocido.
Como escribió Lee
Wolosky, que fue enviado especial del presidente Obama para el cierre de
Guantánamo, con motivo del XX aniversario de esa prisión “El desastre de
Guantánamo es, en gran parte, autoinfligido, resultado de nuestras propias
decisiones de practicar la tortura, mantener a los detenidos indefinidamente
sin cargos, establecer comisiones militares disfuncionales e intentar evitar la
supervisión de los tribunales federales... Ya es hora”, concluyó, “de liquidar
esta reliquia de las guerras eternas”.
El país haría bien en hacer caso a sus
palabras de una vez por todas y evitar así un XXX aniversario de una
institución estadounidense que ha violado tanto las normas de la justicia, la
decencia y el Estado de derecho.
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