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21 de agosto de 2015

El Mundo no Puede Esperar moviliza a las personas que viven en Estados Unidos a repudiar y parar la guerra contra el mundo y también la represión y la tortura llevadas a cabo por el gobierno estadounidense. Actuamos, sin importar el partido político que esté en el poder, para denunciar los crímenes de nuestro gobierno, sean los crímenes de guerra o la sistemática encarcelación en masas, y para anteponer la humanidad y el planeta.



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11-S: ¿Pedir perdón? ¡Ni por asomo! Sin rendir cuentas y sin pedir disculpas

Karen J. Greenberg, TomDispatch.com, 7/10/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala

Karen J. Greenberg, colaboradora habitual de TomDispatch, es directora del Centro de Seguridad Nacional de la Facultad de Derecho de la Universidad Fordham (Nueva York). Ha escrito varios libros, el último de los cuales es Subtle Tools: The Dismantling of Democracy from the War on Terror to Donald Trump (Princeton University Press). Julia Tedesco ha colaborado en investigaciones necesarias para este artículo. @KarenGreenberg3

El aniversario de los atentados del 11-S estuvo marcado por días de rememoraciones: por los valientes rescatistas de aquel momento, por los miles de asesinados al derrumbarse las Torres Gemelas, por los que murieron en el Pentágono, o en Shanksville, Pensilvania, por luchar contra los secuestradores del avión comercial en el que viajaban, así como por los que combatieron en las guerras interminables que fueron la respuesta de Estados Unidos a aquellos ataques de Al Qaida.


Un cuento de dos torres, por Rafat Alkhateeb, Jordania

Para algunos, el recuerdo de ese horrible día incluye sacudir la cabeza por los errores que este país cometió en la forma de responder ante el mismo, errores con los que vivimos hasta este mismo momento.

Entre los personajes más prominentes que sacudieron la cabeza por los errores cometidos tras el 11-S, y por no haberlos corregido, estaba la de Jane Harman, demócrata por California, que entonces formaba parte de la Cámara de Representantes. Pero se uniría a todos los miembros del Congreso, menos a una -la también representante de California Barbara Lee - para votar a favor de la notablemente confusa Autorización para el Uso de la Fuerza, o AUMF (por sus siglas en inglés), que allanó el camino para la invasión de Afganistán y tantas otras cosas. De hecho, sirvió para poner al Congreso en el congelador a partir de entonces, permitiendo que el presidente pasara por encima de él para decidir durante años a quién atacar y dónde, siempre y cuando justificara lo que hiciera aludiendo a un término claramente impreciso: el terrorismo. Así, Harman también votaría a favor de la Ley Patriot, que más tarde se utilizaría para poner en marcha políticas de vigilancia masiva sin orden judicial, y luego, un año después, a favor de la invasión de Iraq por parte de la administración Bush (basada en la mentira de que el gobernante iraquí Sadam Husein poseía armas de destrucción masiva).

Pero, con motivo del XX aniversario de los atentados, Harman ofreció un mensaje diferente, que no podría haber sido más apropiado o, en general, más raro en este país: un mensaje impregnado de arrepentimiento. “Fuimos más allá del uso, cuidadosamente diseñado y autorizado por el Congreso, de la fuerza militar”, escribió arrepentida, refiriéndose a la autorización de 2001 para usar la fuerza contra Al Qaida y Osama bin Laden. Harman también criticó la decisión de ir a la guerra contra Iraq en base a una “inteligencia selectiva”; el uso eterno de los ataques con aviones no tripulados en guerras interminables; así como la creación de una prisión de injusticia en la Bahía de Guantánamo, Cuba, y de los sitios negros de la CIA en todo el mundo, destinados torturar a los prisioneros de la guerra contra el terrorismo. El resultado, concluyó, fue crear “más enemigos de los que destruimos”.

Tales arrepentimientos e incluso disculpas, aunque escasos, no han sido totalmente desconocidos en el Washington posterior al 11-S. En marzo de 2004, por ejemplo, Richard Clarke, el jefe de la lucha antiterrorista de la Casa Blanca de Bush, se disculpó públicamente ante el pueblo estadounidense por el fracaso de la administración para detener los ataques del 11-S. “Su gobierno les falló”, dijo el exfuncionario al Congreso, y luego procedió a criticar también la decisión de ir a la guerra contra Iraq. Del mismo modo, después de años de defender incondicionalmente esta guerra, el senador John McCain la calificaría finalmente en 2018 como “un error, un error muy grave”, y añadió: “Tengo que aceptar mi parte de culpa por ello”. Un año más tarde, una encuesta de PEW constataríaque la mayoría de los veteranos lamentaban sus servicios en Afganistán e Iraq al sentir que ambas guerras “no merecían la pena”.

Recientemente, algunos actores menores de la era posterior al 11-S se han disculpado de manera singular por los roles que desempeñaron. Por ejemplo, Terry Albury, un agente del FBI, sería condenado en virtud de la Ley de Espionaje por filtrar documentos a los medios de comunicación, sacando a la luz las políticas de elaboración de perfiles raciales y religiosos de la oficina, así como la asombrosa gama de medidas de vigilancia que llevó a cabo en nombre de la guerra contra el terrorismo. Enviado a prisión durante cuatro años, Albury ha cumplido recientemente su condena. Como informó Janet Reitman en el New York Times Magazine, el sentimiento de culpa por el “coste humano” de lo que hizo le llevó a hacer esa revelación. Fue, en otras palabras, una disculpa en acción.

Como lo fue el acto similar de Daniel Hale, un antiguo analista de la Agencia de Seguridad Nacional que había trabajado en la base aérea de Bagram, en Afganistán, ayudando a identificar objetivos humanos para los ataques con drones. Recibiría una condena de 45 meses en virtud de la Ley de Espionaje por sus filtraciones de los documentos que había obtenido sobre dichos ataques mientras trabajaba como contratista privado tras su servicio en el gobierno.

Como explicaría Hale, actuó movido por un intenso sentimiento de remordimiento. En su declaración, describió haber observado “a través del monitor de un ordenador que una repentina y aterradora ráfaga de misiles Hellfire cayó y salpicó el cristal de tripas de color púrpura”. Su versión de una disculpa en acción provenía de su arrepentimiento por haber continuado en su puesto incluso después de ser testigo de los horrores de esas interminables matanzas, a menudo de civiles. “Sin embargo, a pesar de mi mejor instinto, seguí cumpliendo órdenes”. Finalmente, un ataque con drones contra una mujer y sus dos hijas le llevó al límite. “¿Cómo podría seguir creyendo que soy una buena persona, que merezco mi vida y el derecho a buscar la felicidad?”, fue la forma en que lo expresó y por eso filtró su disculpa y ahora está cumpliendo su condena.

“Nos equivocamos, simple y llanamente”

Fuera del gobierno y del Estado de seguridad nacional, ha habido otros a los que también ha tocado la fibra de la expiación. En el XX  aniversario del 11-S, por ejemplo, Jameel Jaffer, en su día director jurídico adjunto de la ACLU (siglas en inglés de la Unión Americana por las Libertades Civiles) y ahora director del Instituto Knight de la Primera Enmienda, aprovechó “la oportunidad para mirar hacia dentro”. Con cierto remordimiento, reflexionó sobre las decisiones que han tomado las organizaciones de derechos humanos al hacer campaña contra los abusos y la tortura de los prisioneros de la guerra contra el terrorismo.

Jaffer argumentó que debería haber centrado menos su énfasis en la degradación de las “tradiciones y valores” estadounidenses y más en los costes en términos de sufrimiento humano, en la “experiencia de las personas lastimadas”. Al ocuparse de los casos de individuos cuyas libertades civiles habían sido a menudo atrozmente violadas en nombre de la guerra contra el terrorismo, la ACLU reveló mucho sobre el daño a sus clientes. Sin embargo, el deseo de haber hecho aún más persigue claramente a Jaffer. Al concluir que “hemos sustituido un debate sobre abstracciones por un debate sobre las experiencias concretas de los presos”, Jaffer se pregunta: “¿Es posible que el rumbo elegido por las ONG ‘hiciera algo más que posicionar los derechos humanos de los presos, que pueda haber contribuido también, aunque sea en pequeña medida, a su deshumanización’?”

Jonathan Greenblatt, actual director de la Liga Antidifamación (ADL, por sus siglas en inglés), habló de forma igualmente arrepentida sobre la decisión de esa organización de oponerse a los planes de un centro comunitario musulmán en el bajo Manhattan, cerca de la Zona Cero, un plan que se conoció popularmente como la “Mezquita de la Zona Cero”.  Al acercarse el XX aniversario, dijo sin rodeos: “Le debemos una disculpa a la comunidad musulmana”. El centro que pretendía construir se vino abajo por la intensa presión pública a la que, según Greenblatt, contribuyó la ADL. “Tras una profunda reflexión y una conversación con muchos amigos de la comunidad musulmana”, añade, “la verdadera lección es muy sencilla: nos equivocamos, simple y llanamente”. La ADL había recomendado que el centro se construyera en otro lugar. Ahora, tal y como lo ve Greenblatt, una institución que “podría haber ayudado a sanar nuestro país mientras curábamos las heridas del horror del 11-S” nunca llegó a existir.

La ironía aquí es que mientras varios de los estadounidenses menos responsables de los horrores de las últimas dos décadas han puesto directa o indirectamente una lente crítica sobre sus propias acciones (o en la ausencia de ellas), las figuras verdaderamente responsables no dijeron ni una palabra de disculpa. En cambio, hubo lo que Jaffer ha llamado una absoluta falta de “autorreflexión crítica” entre quienes lanzaron, supervisaron, comandaron o apoyaron las eternas guerras de Estados Unidos.

Háganse esta pregunta: ¿Cuándo han reflexionado públicamente sobre sus errores alguno de los funcionarios públicos que se encargaron de los excesos de la guerra contra el terrorismo o han expresado el menor sentimiento de arrepentimiento por ellos (y aún menos ofreciendo disculpas reales por los mismos)? ¿Dónde están los generales cuyas reflexiones podrían ayudar a prevenir futuros intentos fallidos de “construcción nacional” en países como Afganistán, Iraq, Libia o Somalia? ¿Dónde están los contratistas militares cuyos remordimientos los llevaron a renunciar a sus beneficios en favor de la humanidad? ¿Dónde están las voces de reflexión o de disculpa del complejo militar-industrial, incluyendo las de los directores generales de los gigantescos fabricantes de armas que se enriquecieron con esas dos décadas de guerra? ¿Se ha unido alguno de ellos al pequeño coro de voces que reflexionan sobre los males que nos hemos hecho a nosotros mismos como nación y a otros a nivel mundial? No en el reciente aniversario del 11-S, eso pueden asegurarlo.

¿Mirar por encima del hombro o dentro del corazón?

Lo que seguimos escuchando normalmente, en cambio, es poco menos que una defensa a ultranza de sus acciones al supervisar esas guerras desastrosas y otros conflictos. A día de hoy, por ejemplo, el excomandante de la guerra de Afganistán e Iraq, David Petraeus, habla de los “enormes logros” de este país en Afganistán y sigue insistiendo en la noción de construcción nacional. Sigue insistiendo en que, globalmente hablando, Washington “tiene por lo general que ejercer el liderazgo” debido a su “enorme preponderancia de capacidades militares”, incluyendo su habilidad para “asesorar, asistir y habilitar a las fuerzas de las naciones anfitrionas con la armada de drones que ahora tenemos, y una desigual capacidad para fusionar la información de inteligencia”.

Del mismo modo, el teniente general H.R. McMaster, asesor de seguridad nacional de Donald Trump, se derrumbó prácticamente en la MSNBC días antes del aniversario, despotricando contra lo que consideraba la decisión equivocada del presidente Biden de retirar realmente todas las fuerzas estadounidenses de Afganistán. “Después de salir de Iraq”, se quejó, “Al Qaida se transformó en el ISIS, y tuvimos que volver”. Pero no parece que se le pasara por la cabeza cuestionar la desacertada decisión inicial, falsamente justificada, de invadir y ocupar ese país en primer lugar.

Y nada de esto resulta atípico. Hemos visto repetidamente a quienes crearon las desastrosas políticas posteriores al 11-S defenderlas sin importar lo que digan los hechos. Como abogado de la Oficina de Asesoría Jurídica del Departamento de Justicia, John Yoo, que redactó los infames memorandos que autorizaban la tortura bajo interrogatorio de los detenidos en la guerra contra el terrorismo, tras el asesinato de Osama bin Laden en Pakistán en 2011, hizo un llamamiento al presidente Obama para que “reiniciara el programa de interrogatorios que nos ayudó a dar con Bin Laden”.

Como concluiría el Informe del Senado sobre la Tortura durante los Interrogatorios varios años después, el uso de esas brutales técnicas de tortura no condujo de hecho a Estados Unidos hasta Bin Laden. Por el contrario, como NPR resumió: “el Comité de Inteligencia del Senado llegó a la conclusión de que esas afirmaciones son exageradas o francamente mentirosas”.

Entre los impenitentes está, por supuesto, George W. Bush, el hombre que estaba en la Casa Blanca el 11-S y el presidente que supervisó las invasiones de Afganistán e Iraq, así como la securitización de instituciones y políticas estadounidenses clave. Bush se mostró desafiante en el XX aniversario. La óptica de la situación lo decía todo. Dirigiéndose a una multitud en Shanksville, Pensilvania, donde se estrelló el avión secuestrado con 40 pasajeros y cuatro terroristas el 11-S, el expresidente estaba flanqueado por el exvicepresidente Dick Cheney. Su maquiavélica supervisión de los peores excesos de la guerra contra el terrorismo había conducido, de hecho, directamente a la derogación de leyes y normas que definieron la época. Pero no hubo disculpas.

En cambio, en su discurso de ese día, Bush destacó de forma puramente positiva las mismas políticas que su asociación con Cheney había engendrado. “Las medidas de seguridad incorporadas a nuestras vidas son a la vez fuentes de consuelo y recordatorios de nuestra vulnerabilidad”, dijo, dando un silencioso guiño de aprobación a unas políticas que, si bien, en su opinión, eran “reconfortantes”, también desafiaban el Estado de derecho, las protecciones constitucionales y las normas anteriormente sacrosantas que limitaban el poder presidencial.

En el transcurso de estos 20 años, este país ha tenido que enfrentarse a la dura lección de que la rendición de cuentas por los errores, los cálculos erróneos y las políticas sin ley de la guerra contra el terror ha resultado no solo esquiva, sino inconcebible. Por ejemplo, el Informe sobre la Tortura del Senado, que documentó en 6.000 páginas, en su mayoría aún clasificadas, el brutal trato que recibían los detenidos en los centros negros de la CIA, no dio lugar a que ningún funcionario implicado rindiera cuentas. Tampoco ha habido ninguna rendición de cuentas por ir a la guerra basándose en esa mentira sobre las supuestas armas de destrucción masiva de Iraq.

En cambio, en gran medida, Washington ha decidido todos estos años posteriores continuar en la dirección trazada por el presidente Obama durante la semana previa a su toma de posesión en 2009. “No creo que nadie esté por encima de la ley”, dijo. “Por otro lado, también creo que tenemos que mirar hacia adelante en lugar de mirar hacia atrás... No quiero que [el personal de la CIA y otros] sientan de repente que tienen que pasar todo su tiempo mirando por encima del hombro y litigando”.

Mirar por encima del hombro es una cosa, y mirar dentro de sus propios corazones es otra. Las muertes recientes del ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld, que, entre otros horrores, supervisó la construcción de Guantánamo y el uso de brutales técnicas de interrogatorio allí y en otros lugares, y del ex consejero general de la CIA John Rizzo, que aceptó el razonamiento de los abogados del Departamento de Justicia a la hora de autorizar la tortura para su Agencia, deberían recordarnos una cosa: es improbable que los líderes de Estados Unidos, civiles y militares, se replanteen sus acciones, que tan equivocadas fueron en la guerra contra el terrorismo. Las disculpas, al parecer, están fuera de lugar.

Por ello, deberíamos dar las gracias a las pocas figuras que han roto con valentía la brecha que separa la defensiva farisaica cuando se trata de la erosión de leyes y normas antes permitidas y el tipo de curación que el paso del tiempo y la oportunidad de reflexionar pueden producir. Tal vez la Historia, a través de las historias dejadas atrás, demuestre ser más competente a la hora de reconocer los errores como la mejor forma de mirar hacia adelante.


 

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