‘Guantánamos flotantes’: Las prisiones de altamar de EE.UU.
Seth Freed Wessler
The New York Times.es
21 de noviembre de 2017
El mar abierto entre Ecuador y Colombia, de donde partió
Jhonny Arcentales Credit Glenna Gordon para The New York Times
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En las noches, cuando caía la lluvia de noviembre y no había dormido en absoluto, Jhonny
Arcentales tenía visiones de sí mismo muerto y de que su cuerpo era arrojado al
oscuro mar. Se imaginaba a su esposa y a su hijo adolescente lanzando su ropa
en una fosa en un cementerio y una reunión en la iglesia local para su funeral.
Habían pasado más de dos meses desde que Arcentales, un pescador de 40 años de
la costa central de Ecuador, había salido de su casa y le había dicho a su
esposa que regresaría en cinco días. El grillete que lo sujetaba por el tobillo
lo mantenía encadenado a un cable a lo largo de la cubierta del barco en todo
momento, excepto cuando hacía la travesía ocasional, vigilado por un marino,
para defecar en una cubeta. La mayor parte del tiempo, no podía moverse más
allá de un brazo de distancia sin chocar con el siguiente hombre encadenado.
“El mar antes significaba libertad”, me dijo el ecuatoriano. A bordo de ese
barco, sin embargo, “era lo opuesto. Era como una prisión a mar abierto”.
Durante el día, Arcentales se paraba contra la pared y miraba hacia el agua; su mente quedaba
en blanco por un momento y al siguiente se llenaba de pensamientos sobre su
esposa y su hijo recién nacido. No había hablado con su familia, aunque todos
los días solicitaba llamar a casa. Cada vez sentía más pánico y temía que su
esposa pensara que estaba muerto.
Arcentales tenía hombros anchos y musculosos tras veinticinco años de jalar redes de pescar del
mar. Sin embargo, a bordo del barco podía sentir cómo su cuerpo se encogía por
una nutrición deficiente —apenas un puñado de arroz y frijoles— y por la
inmovilidad. “En cuantos nos parábamos nos daban náuseas; la cabeza nos daba
vueltas”, recuerda. Los veintitantos prisioneros a bordo del navío
—ecuatorianos, guatemaltecos y colombianos— a menudo pasaban la noche de pie,
con dolor de espalda, su cuerpo helado por el viento y la lluvia, esperando que
saliera el sol y los secara.
Durante las primeras semanas, Arcentales había recurrido a su amigo Carlos Quijije, otro
pescador del pequeño pueblo de Jaramijó, para que lo calmara. Estaban
encadenados uno al lado del otro y el joven de 26 años tenía otro enfoque.
“Tranquilo, hermano, todo va a salir bien”, recuerda Arcentales que le decía
Quijije. “Nos llevarán a Ecuador y podremos ver a nuestra familia”. Pero
después de dos meses de estar prisioneros a bordo del barco, Quijije parecía
igual de abatido. Con frecuencia pensaban que simplemente desaparecerían.
Mientras, ese mismo noviembre de 2014 en la casa cuadrada de ladrillos donde vivía Arcentales
en Ecuador, su esposa, Lorena Mendoza, y sus hijos rezaban juntos en espera de
su regreso. En Jaramijó llega a suceder que desaparecen los pescadores; a veces
quedan varados por un motor que ya no funciona, son baleados por piratas o naufragan
en medio de una tormenta. “Siempre me preocupaba que no volviéramos a verlo”,
me dijo Mendoza. “Pero regresaba a casa”. Esta vez ella estaba segura de que
recibiría una llamada para ir a recoger el cuerpo ahogado de los muelles.
Mendoza no tenía manera de saber que su esposo seguía vivo. Había salido de Jaramijó porque su
familia necesitaba dinero tan desesperadamente que había aceptado un trabajo
para contrabandear cocaína. Mar adentro en el Pacífico, Arcentales y los otros
pescadores con los que iba fueron detenidos, pero no por piratas ni
justicieros, sino por la Guardia Costera de Estados Unidos, desplegada a más de
3200 kilómetros de las costas estadounidenses para rastrear cocaína proveniente
de los Andes.
Durante el año fiscal que terminó en septiembre de 2017, la Guardia Costera capturó a más de
700 sospechosos y los encadenó a bordo de barcos estadounidenses.
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En los últimos
seis años, más de 2700 hombres como Arcentales han sido capturados cuando iban
a bordo de botes bajo sospecha de contrabandear cocaína colombiana a
Centroamérica, para después ser trasladados por el océano durante semanas o
meses mientras los barcos estadounidenses continúan su patrullaje. Estos
pescadores convertidos en narcomenudistas son atrapados en aguas internacionales
o en mares fuera de aguas estadounidenses; a menudo tienen un escaso o nulo
conocimiento de adónde debían llegar las drogas que llevaban en su bote. Aun
así, casi todos estos lancheros son arrastrados por el Pacífico y entregados en
Estados Unidos para enfrentar cargos criminales ahí, en lo que constituye un
amplio ejercicio extraterritorial del poder legal de Estados Unidos.
San Lorenzo, Ecuador, donde Jhonny Arcentales zarpó antes
de ser detenido por a Guardia Costera estadounidense. Credit Glenna Gordon
para The New York Times
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La Guardia Costera de EE. UU. nunca estuvo destinada a manejar
una flota de, en palabras de un exabogado de la agencia, “Guantánamos
flotantes”. En Estados Unidos, la imagen pública de la Guardia Costera es la de
un organismo que realiza acciones humanitarias, celebrada en medios locales por
rescatar a personas naufragadas en Montauk, Nueva York, o a sobrevivientes de
los huracanes en Florida. Sin embargo, como la única rama del ejército que
también actúa como agencia de procuración de justicia, este servicio de 227
años de antigüedad se dedica igualmente a interceptar el contrabando, desde
traficantes chinos de opio hasta a quienes traficaban ron durante la era de la
prohibición del alcohol en EE. UU.
Durante siglos, para arrestar a los contrabandistas, los operativos de la Guardia Costera
esperaban a que estos cruzaran hacia las aguas territoriales estadounidenses.
Luego, en la década de los setenta, cuando se disparó el tráfico de marihuana
por la ruta de Colombia hacia el Caribe antes de encaminarse a Estados Unidos,
los funcionarios del Departamento de Justicia argumentaron ante el congreso que
la ley estadounidense de ese entonces restringía la capacidad de castigar a los
narcotraficantes atrapados en altamar. Aunque la Guardia Costera —entonces una
rama del Departamento de Transporte— pudiera perseguir a los traficantes hacia
el Caribe, los abogados del Departamento de Justicia rara vez podían declarar
culpables de algún delito en los tribunales estadounidenses a los traficantes
capturados en la ambigua zona legal de las aguas internacionales.
El congreso respondió con un conjunto de leyes que incluía la Maritime Drug Law Enforcement
Act (Ley marítima judicial contra las drogas) de 1986; esta definía al
narcotráfico en aguas internacionales como un crimen en contra de Estados
Unidos, incluso cuando no había pruebas de que las drogas, a menudo
transportadas en navíos extranjeros, estaban destinadas a ese país. A la
Guardia Costera se le dio la autoridad de buscar a sospechosos de tráfico y
llevarlos ante los tribunales estadounidenses.
En los años noventa y dos mil, un promedio de doscientas personas eran detenidas al año con
esta normativa. Luego, en 2012, el Comando Sur del Departamento de Defensa, al
que se había encargado la tarea de liderar la guerra contra las drogas en el
continente, lanzó una campaña militar multinacional llamada Operación Martillo.
Su objetivo era cerrar las rutas de contrabando en las aguas entre América del
Sur y Central, al detener a los grandes cargamentos de cocaína transportada en
lanchas de motor que viajaban a miles de kilómetros de distancia de Estados Unidos
antes de que esos cargamentos fueran divididos y llevados por tierra a México y
luego a territorio estadounidense. Para 2016, con la estrategia del Comando Sur
y la ayuda intermitente de la Armada de Estados Unidos y algunos socios
internacionales, la Guardia Costera detuvo a 585 presuntos narcotraficantes, la
mayoría en aguas internacionales. Ese año, 80 por ciento de esos hombres fueron
llevados a Estados Unidos para enfrentar cargos criminales, mucho más que el
tercio de los detenidos que fueron trasladados allá en 2012.
Durante el año fiscal que terminó en septiembre de 2017, la Guardia Costera capturó a más de
700 sospechosos y los encadenó a bordo de barcos estadounidenses.
Es como si sus derechos quedaran suspendidos durante su captura en el mar.
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Durante el último año, he entrevistado a siete hombres que fueron detenidos por la Guardia
Costera, algunos de los cuales aún están en una prisión federal estadounidense,
y he recibido cartas detalladas de otros doce, algunas con dibujos a lápiz de
los barcos de detención. La mayoría de estos hombres siguen confundidos debido
a su captura por parte de los estadounidenses y dudan que los oficiales
estadounidenses tuvieran la autoridad para arrestarlos y encerrarlos en una
prisión. Dicen que el recuerdo de su surreal encarcelamiento en el mar es lo
que más los atormenta. Junto con miles de páginas de registros ante la corte,
así como entrevistas con oficiales actuales y anteriores de la Guardia Costera,
estos detenidos crean un retrato sórdido de las condiciones de su prolongada
captura en barcos movilizados como parte de la guerra extraterritorial contra
las drogas.
Tanto los oficiales de la Guardia Costera como los fiscales federales justifican su
prolongada detención, arguyendo que sospechosos como Arcentales no están
formalmente bajo arresto cuando los retiene la Guardia Costera. Mientras están
a bordo, no se les lee la llamada advertencia Miranda (los derechos a los que
usualmente acceden las personas detenidas) ni se les asigna un abogado defensor
ni se les permite establecer contacto con su consulado o con su familia. No
parecen beneficiarse de las reglas federales de procedimientos criminales que
dictan que los sospechosos de algún delito arrestados fuera de Estados Unidos
deben ser presentados ante un juez “sin retraso innecesario”. Es como si sus
derechos quedaran suspendidos durante su captura en el mar.
“Está grabado en la mente de los guardias costeros”, dice Eugene R. Fidell, exabogado de la
Guardia Costera que da clases en la Facultad de Derecho de Yale, “que las
restricciones judiciales usuales no son aplicables”.
El aumento en las detenciones y las acciones penales internas derivadas de la actividad
extraterritorial se dieron en gran medida bajo el ojo vigilante del general
John Kelly, quien de 2012 a 2016 fungió como el jefe del Comando Sur y ahora es
el jefe de personal de la Casa Blanca. Durante mucho tiempo, Kelly ha defendido
la idea de que el narcotráfico y la violencia relacionada con las drogas en
Centroamérica constituye lo que ha llamado una amenaza “existencial” en contra
de Estados Unidos y que, para proteger su tierra, la procuración de justicia
estadounidense debe ir más allá de las fronteras del país. En abril pasado,
durante su corto periodo como secretario de Seguridad Nacional de Trump, un
departamento del que ahora depende la Guardia Costera, Kelly dio una
conferencia en la Universidad George Washington. “Somos un país que está bajo
el ataque” de redes criminales transnacionales, le dijo a la audiencia. “Cuanto
más empujemos hacia afuera nuestras fronteras, más seguridad nacional
tendremos”, dijo. “Eso incluye el interdicto de la droga por parte de la
Guardia Costera en el mar”.
Ante los cuestionamientos sobre las detenciones, un vocero de la Casa Blanca dijo: “Bajo
el mando del general Kelly, el personal estadounidense trató a los detenidos de
manera humanitaria y siguió todas las leyes aplicables”. El vocero se negó a
dar más comentarios.
Arcentales, como la mayoría de los hombres con los que creció en Jaramijó, comenzó
a pescar desde que era adolescente y nunca paró. A menudo trabajaba con
Quijije, quien vivía con su esposa, su hija y la familia de su esposa en una
casa de dos cuartos cercana a la de Arcentales. Este y Quijije, después de sus
jornadas en el esquife de su jefe, se encontraban y hablaban durante horas
sobre sus hijos y sus planes de algún día comprar un bote propio.
Arcentales nunca tuvo mucho dinero. Los 6000 dólares que llegaba a ganar al año, a bordo del
esquife y en trabajos de uno o dos meses en barcos atuneros, no alcanzan para
mucho en la economía ecuatoriana. La casa donde vivían él y Mendoza constaba de
una habitación compartida por nueve personas: su hijo adolescente, Enrique; las
dos hijas más grandes de Mendoza de un matrimonio anterior, Nelly y Juliana, que
entre las dos tienen tres hijos; y el esposo de Nelly, Wladimir Jaramillo.
Todos dormían en colchones raídos y compartían un solo baño. Cuando llovía, el
techo goteaba y el agua lodosa se escurría por la puerta.
Ecuador es un punto secundario de envío para los grupos de narcotraficantes colombianos que
trabajan cada vez más para los carteles mexicanos.
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La ansiedad por la falta de fondos se volvió alarmante en 2014, cuando Mendoza quedó embarazada
inesperadamente a los 43 años. El doctor le recetó reposo y Arcentales,
demasiado preocupado de quedarse mucho tiempo en el mar durante la gestación,
comenzó a trabajar menos. Ese julio, Mendoza dio a luz a un varón que llamaron
Ismael. Ahora era un hogar de diez. Faltaban más de dos meses para su próximo
viaje pesquero y Arcentales no podía dejar de sentir un persistente sentimiento
de fracaso. “A veces, acostado de noche, me preguntaba: ‘¿Voy a vivir toda mi
vida en una choza que prácticamente se cae a pedazos?’”, contó. “’¿Qué les voy
a dejar a mis hijos?’”.
La mañana del 5 de septiembre, después de pasar una muy mala noche, Arcentales se despidió de
Mendoza y de sus hijos. “Viejita”, le dijo, “no te preocupes, todo va a estar
bien”. Un pescador que Arcentales conocía desde hacía años le había estado
pidiendo, durante dos años, que aceptara un trabajo para traficar cocaína.
Arcentales siempre se había negado. Pero cuando salió de casa esa mañana de
septiembre, fue a buscar a ese hombre. Ecuador es un punto secundario de envío
para los grupos de narcotraficantes colombianos que trabajan cada vez más para
los carteles mexicanos y en Jaramijó cada vez se ven más reclutadores, a
quienes llaman enganchadores. Los residentes del pueblo han visto cómo sus
vecinos regresan de lo que dicen fueron viajes pesqueros con la posibilidad de
comprar autos o arreglar sus casas. Los habitantes le llaman a ese viaje “la
vuelta”. Los pescadores le dijeron a Arcentales que ganaría 2000 dólares de
entrada y 20.000 a su regreso, al igual que su acompañante. Arcentales apenas y
llegaría a ganar eso en tres o cuatro años. Si Quijije se le unía, por fin
podrían comprar su propio bote.
La noche siguiente, él y Quijije se encontraron con otro hombre en San Lorenzo, cerca de
la frontera con Colombia. El hombre los condujo a un esquife, le dio a Arcentales
un rastreador GPS e instruyó al par que se encontraran con otro bote a 50
millas náuticas. Les dijo que ahí recogerían 100 kilos de cocaína, dividida en
cuatro paquetes, y les dio las coordenadas de otra embarcación a menos de un
día de viaje en la que dejarían las drogas y así terminaría su tarea. Sin
embargo, cuando llegaron al lugar para recoger la droga, les dieron 440 kilos
de cocaína y se les unió un colombiano con cara de niño que hacía poco había
cumplido 20 años, llamado Jair Guevara Payán y a quien le habían pagado para
vigilar la droga. Payan llevó a Arcentales y Quijije en una travesía de cinco
días, casi 2000 kilómetros al norte, mucho más lejos de lo que cualquiera de
los dos jamás se hubiera aventurado a ir. Arcentales consideró negarse, pero
sabía que no tenía una oportunidad real ahora que estaban en medio del mar.
“Nos habían jodido”, me dijo.
Cuando Arcentales, Quijije y Payán finalmente llegaron a sus coordinadas de destino, a
230 kilómetros de la costa de Guatemala, una pequeña lancha de motor se dirigió
a ellos, seguida de otra. Juntos, los hombres descargaron la droga en una de
sus lanchas y Payán se alejó en ella junto con un par de hermanos guatemaltecos
que tripulaban la primera lancha. Les dijeron a Arcentales y Quijije que se
subieran a la segunda lancha, un esquife llamado Yeny Arg, y que dirigían los
otros dos guatemaltecos, Giezi Zamora, un mecánico, y Héctor Castillo, un
pescador. Los cuatro se dirigieron a la costa y Arcentales bajó la guardia por
primera vez desde que habían partido. “Somos libres”, pensó para sí mismo, y
casi se quedó dormido.
Sin embargo, un avión de patrullaje de la Armada de Estados Unidos había estado siguiendo al
bote guatemalteco desde la mañana. La tripulación del avión había visto a los
hombres subirse a las lanchas que habían llegado y el Comando del Sur había
contactado a la Guardia Costera. Pronto, Arcentales avistó el blanco barco
militar, luego una lancha de motor con cinco oficiales que se dirigía a ellos
rápidamente. Les ordenaron a Arcentales y a los demás no moverse, y los hombres
alzaron las manos.
Se considera que cuando las embarcaciones no están registradas a un país o no ondean la bandera
de alguna nación, no pertenecen a ningún Estado y las leyes marítimas permiten
a oficiales estadounidenses abordarlas. Cientos de estos botes no marcados
salen de Ecuador y Colombia al año. Pero el Yeny Arg sí estaba registrado en
Guatemala, así que los federales se pusieron en contacto con sus contrapartes
guatemaltecas para obtener permiso bajo un tratado bilateral, de abordarlo y
realizar una búsqueda. Las autoridades estadounidenses tienen cerca de 40
acuerdos con países de todo el mundo para ingresar a navíos extranjeros. Para
algunos países, esta acción procesal aligera la carga para sus sistemas
penales; en otros, EE. UU. ha presionado a los gobiernos para alcanzar esos
acuerdos. Por lo general los países del continente americano y del Caribe han
permitido a los oficiales estadounidenses abordar y hacer búsquedas en
embarcaciones con sus banderas.
Los guardas costeros buscaron durante varias horas el Yeny Arg. A la media tarde, pasaron a
Arcentales, Quijije y los dos guatemaltecos a la lancha de motor de la Guardia
Costera y los entregaron al barco de esta misma. Una vez a bordo, les tomaron
fotos. Menos de doce horas después, llevaron a los hombres a un barco de la
Guardia Costera llamado Boutwell, un patrullero de 46 años de antigüedad que
mide 115 metros y cuenta con una tripulación de 160 personas. Payán y los
hermanos guatemaltecos de la otra lancha ya estaban a bordo.
La esposa de Jhonny, Lorena Mendoza, con una nota que
Jhonny le envió desde Estados Unidos. Credit Glenna Gordon
para The New York Times
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No se les dijo a dónde los llevarían ni se les permitió llamar a sus familias. Los oficiales les
ordenaron desvestirse y ponerse un overol blanco ligero, y luego los guardias
los condujeron por unas escaleras hacia la cubierta y a un hangar. Arcentales
sintió cómo se cerraba un grillete alrededor de su tobillo. Él y Quijije se
vieron entre sí, y luego voltearon a ver sus tobillos, que ahora estaban
sujetos al piso con cadenas cortas. Sus camas serían unos delgados tapetes de
hule. “Me agarró una profunda tristeza”, dijo Arcentales. “Justo en ese momento
cambió mi vida”.
Ya a bordo del Boutwell, Arcentales y los demás hombres comenzaron a preguntarle
a los guardias a dónde los llevaban. Uno de los guardias, que hablaba español,
les explicó que los oficiales estadounidenses se estaban coordinando con los de
su país para arreglar el traslado. Según Arcentales, este guardia le dijo que
en cinco días estaría en tierra. Pasaron varias noches en el Boutwell. Luego,
cuando salió el sol al quinto día, los hombres divisaron tierra. Pudieron ver
un volcán, luego un puerto; la topología parecía indicar que estaban en
Centroamérica. “Pensamos que estábamos regresando a nuestro país”, dijo
Arcentales. “Creímos que nos entregarían a migración. A migración o al
consulado ecuatoriano”.
No obstante, cuando ya estaban cerca del muelle apareció un guardia con una cubeta de
plástico que les serviría como escusado. Un oficial cerró las puertas del
hangar donde los tenían. A través de pequeños huecos en la pared, podían ver a
gente caminando en el muelle. Los guatemaltecos reconocieron el puerto, llamado
Acajutla. Pasó una hora, luego cuatro, luego ocho. Entonces los delgados rayos
de luz que habían brillado a través de los hoyos en el hangar se esfumaron y
sintieron que el Boutwell se ponía en marcha.
“Creímos que nos entregarían a migración. A migración o al consulado ecuatoriano”.
JHONNY ARCENTALES, ECUATORIANO DETENIDO |
Los motores del navío rugieron y un guardia abrió las puertas: vieron que el sol se ponía
mientras zarpaban de nuevo mar adentro. Durante media hora, o quizá fue una
hora, estuvieron sentados en silencio, viendo cómo el agua y el cielo se
oscurecían, y pensaron en sus familias. Esa noche, lloraron Arcentales y Castillo,
el pescador guatemalteco, sus pechos jadeantes, mientras los demás hombres
miraban hacia el mar.
Cuando el sol salió a la mañana siguiente, los hombres se miraron los unos a los otros ya no
como compañeros prisioneros accidentales, sino como acompañantes para un
trayecto de largo plazo. El guatemalteco Castillo, a unos días de cumplir 24
años, le preguntó a Arcentales –a quien llamaba “Don Jhonny”– sobre su familia.
Se enteraron de que Zamora, Quijije y Arcentales tenían hijos recién nacidos o
en camino. “Hablábamos de nuestros hijos pequeños”, dijo Arcentales sobre las
conversaciones que sostenían. “Luego había días en los que no pronunciaba
palabra. Me quedaba ensimismado pensando en mis hijos, mi bebé, mi fracaso”.
Todos habían aceptado la oferta del contrabando ante lo que pensaban era una
posibilidad remota de arresto, con tal de brindarle algo a su familia. Castillo
dijo que él ya había dado “la vuelta” dos semanas antes. Había sido
relativamente fácil, así que aceptó hacer otra. “Empiezas a pensar que puedes
salirte con la tuya”, me dijo Castillo.
Funcionarios de la Guardia Costera y del Comando Sur, incluyendo a John Kelly, han argumentado
que la agencia confiscaría cuatro veces más cocaína si tuviera más
embarcaciones para movilizar. “Debido al déficit de activos, no podemos pasar
del 47 por ciento del presunto tráfico marítimo de drogas”, dijo Kelly en una
audiencia ante el Comité de Servicios Armados del Senado en 2014. “Solo puedo
quedarme sentado y veo cómo pasan”. La producción colombiana de cocaína está de
nuevo al alza y aunque la Guardia Costera ha confiscado cerca de 15.000 kilos
de la droga durante el último año, en septiembre pasado los oficiales de la
agencia advirtieron que requieren más recursos para detener ese flujo.
En esa línea, los funcionarios gubernamentales sostienen que la información que obtienen de
esos navegantes de poca monta es clave para investigar y desmantelar las
grandes redes delictivas transnacionales. La Guardia Costera ha declarado que,
de 2002 a 2011, los casos en contra de estos traficantes marítimos han ayudado
al gobierno estadounidense a afianzar tres cuartos de las extradiciones de
capos colombianos. Las declaraciones juradas más recientes en los casos
criminales en contra de tres líderes narcotraficantes mexicanos y
centroamericanos, incluyendo la de Joaquín “el Chapo” Guzmán, han señalado la intercepción de esas embarcaciones
como puntos pequeños pero claves que forman parte de la constelación más amplia
de evidencia.
Al vincular a los capos con las embarcaciones, los fiscales pueden añadir el tráfico marítimo
a la lista de cargos en su contra. Sin embargo, de los pescadores atrapados a
bordo de estos pequeños botes de contrabando, muchos son detenidos en su
primera o segunda vuelta, con frecuencia solo tienen acceso a pedazos de
información sobre la gente para la cual están trabajando. En buena medida, los
hombres como Arcentales apenas si conocen la identidad de su reclutador; en
ocasiones saben solo su nombre de pila o su alias, y nada más. “No son piezas
clave de este proceso”, dijo Bruce Bagley, un importante estudioso del
narcotráfico y profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Miami. Al
procesarlos, añadió, “no estás deteniendo las grandes operaciones”.
El 6 de octubre, 25 días después de que los capturaron, el
Boutwell regresó a su puerto base, en San Diego. La tripulación del barco se formó
para que les sacaran fotos sobre la cubierta detrás de las pacas de cocaína
envueltas en lona negra, obtenidas de catorce embarcaciones contrabandistas,
incluyendo presuntamente la de Payán, y con un valor de más de 400 millones de
dólares, de acuerdo con la Guardia Costera.
La cocaína llegó a tierra mucho antes que los detenidos. Durante 44 días más, Arcentales,
Quijije, Payán y los guatemaltecos fueron transferidos de un barco a otro;
pasaban una semana o diez días en uno, algunos días más en otro, pero siempre
encadenados. “Recuerdo que una vez le pregunté al oficial enfermero si podía
hacerme un favor”, escribió más tarde Payán en una carta: “Darme un tiro y
matarme, lo cual le agradecería, porque ya no podía soportar más aquello”.
Conforme esos mortíferos días se sucedían uno tras otro, el hambre comenzó a rivalizar con
sus familias como su preocupación central. Los registros de comida de los
barcos de la Guardia Costera y los testimonios de sus oficiales muestran que,
en algunas embarcaciones, la comida de los detenidos consistía solo de pequeñas
porciones de frijoles negros y arroz, de vez en cuando con un poco de espinacas
o pollo. Arcentales dice que aprendió a comer despacio, para hacer que su mente
creyera que el plato tenía más comida de la real. Los hombres alcanzaron a ver
que los guardias tiraban lo que ellos no se habían terminado en bolsas de
basura que colgaban cerca e idearon un plan. “Alguien pedía que lo llevaran al
baño para tratar de alcanzar la basura y tomar la comida tirada”, declaró en su
testimonio Quijije. Se pasaban un pedazo de sobras de pollo uno al otro, cada
uno dando una mordida y pasándolo al siguiente, hasta que ya solo quedaba el
puro hueso. Después de dos meses de detención, según lo que dice Arcentales,
había perdido 9 kilos; Payan dice que él bajó 23.
Su noción del tiempo comenzó a distorsionarse. “Ya no podíamos aguantar vivir en esas
condiciones por tanto tiempo”, escribió más tarde Arcentales en una carta. “Ni
nos importaba dónde nos dejarían; estábamos desesperados por hablar con nuestra
familia”. La Guardia Costera y el Departamento de Justicia sostienen que todos
los detenidos reciben un trato humanitario y en observancia de la ley. La
Guardia Costera afirma que encadena a los detenidos y los esconde cuando están
en los puertos por su propia seguridad y la de la tripulación.
Expertos advierten que los periodos prolongados de detención empleados por Estados
Unidos en su campaña contra las drogas contravienen las reglas internacionales
de derechos humanos. |
La Guardia Costera no tiene la discrecionalidad para decidir dónde y cuándo transferir a
los detenidos como parte de la intercepción de drogas. Esas decisiones las
toman el Departamento de Justicia, la Administración para el Control de Drogas
(DEA, por su sigla en inglés) y los fiscales federales a partir de información
proporcionada por la Guardia Costera. Los oficiales con los que hablé –uno de
los cuales estaba lo suficientemente perturbado como para llamar a los navíos
“barcos prisión”– dicen que quisieran sacar a los detenidos mucho más rápido de
sus barcos, que reconocen nunca fueron diseñados para funcionar como centros de
detención. Los agentes de la DEA asientan en los documentos de la corte que los
traslados rápidos a tierra estadounidense son logísticamente imposibles, pues
pocos países permiten traslados por avión y hay una escasez de vuelos
disponibles de la DEA. La Guardia Costera señala que la agencia patrulla 15
millones de kilómetros cuadrados, lo que deviene en “retos logísticos y de
transportación”.
Sin embargo, hay evidencias en esos documentos de la corte de que algunas consideraciones
presupuestarias también podrían estar detrás de los retrasos. En 2015, un
oficial del Comando del Sur sugirió en un correo electrónico dirigido a un
agente de la DEA –que estaba encargándose del traslado de un detenido de la
Guardia Costera– que la agencia “podría ahorrarles costos a los contribuyentes”
si sopesara los beneficios de una ruta de regreso con respecto a otra. En un
informe de abril de 2017 de un caso distinto, el gobierno de EE. UU. argumentó
que mover un barco patrullero de su ronda normal en busca de narcotraficantes
para acelerar el traslado de un detenido constituiría “una pérdida considerable
de tiempo y de recursos gubernamentales”.
En cambio, los barcos de la Guardia Costera y las fragatas que les presta la Armada de Estados Unidos
van llenando lentamente sus hangares o cubiertas y esperan para hacer bajar a
los detenidos cuando pueden arreglarse paradas con oficiales de otros países o
vuelos con la DEA. Otros detenidos simplemente son mantenidos a bordo de los
patrulleros mientras estos regresan a San Diego o atraviesan el Canal de Panamá
en su camino hacia puertos de la costa este. Sin importar la ruta, los jueces
federales reiteradamente condonan las protecciones normales en contra de una
detención extendida previa a un juicio y aceptan el argumento gubernamental de
que transferir a los detenidos del Pacífico es demasiado complejo
logísticamente como para permitir que estén frente a un juez de manera rápida.
Así que, con los años, los jueces federales han permitido periodos de detención
cada vez más largos: cinco días en el Caribe en 1985; luego once en 2006; para
2012, diecinueve días en el Pacífico. Ahora, el tiempo promedio de detención es
de dieciocho días. Un oficial me dijo que han tenido hombres detenidos hasta
durante noventa días.
A diferencia de los arrestos nacionales, que estipulan que solo se puede acusar a las personas
en la jurisdicción que corresponda a su delito, los traficantes marítimos
pueden ser procesados en cualquier lugar. |
Expertos en materia de derechos humanos y de las leyes marítimas advierten que los periodos
prolongados de detención empleados por Estados Unidos en su campaña contra las
drogas contravienen las reglas internacionales de derechos humanos. “En un
contexto europeo, lo que hace EE. UU. no cumpliría con los estándares”, dice
Efthymios Papastavridis, un especialista en leyes marítimas en la Universidad
de Oxford. “Tendría que medirse contra las leyes de debido proceso y derechos
humanos, y es poco probable que pasara la prueba”.
Sin embargo, Melanie Reid, una exfiscala federal de la División de Narcóticos Peligrosos del
Departamento de Justicia, dijo que la postura de la unidad es que “las horas no
empiezan a correr, en términos procesales, sino hasta que estas personas llegan
a Estados Unidos y son arrestadas”. Un abogado sénior de la Guardia Costera
escribió en un artículo de 2016 sobre la aplicación de las leyes marítimas y
los derechos humanos que “por lo general no hay un remedio disponible contra
estas demoras para los acusados”.
Setenta y siete días después de que su esposo se fue a “la vuelta”, el 21 de
noviembre de 2014, Lorena Mendoza se dirigió, con su recién nacido en una
carriola desde Jaramijó hasta la cercana ciudad portuaria de Manta, como parte
de una procesión por la Virgen de Montserrat. Entre una multitud de miles de
personas que se amontonaban en las calles junto con bandas de metales, rezó por
su esposo, mientras se imaginaba cómo sería la vida de ella si él estuviera de
verdad muerto.
Cuando regresó a casa, descubrió que tenía varias llamadas telefónicas perdidas, hechas desde
Estados Unidos. A las 11:00 de la mañana del día siguiente el teléfono sonó de
nuevo. “Aquí estoy”, dijo Arcentales. “Estoy vivo”. Mendoza lloró, inundada por
un sentimiento de gran alivio. “Gracias a Dios que puedo escuchar de nuevo a mi
familia, gracias a Dios que están bien”, dijo Arcentales.
Ismael, de 3 años, es el hijo de Jhonny y Lorena. Nació
justo antes de que Jhonny saliera de Jaramijó. Credit Glenna Gordon para The New York Times
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Varios días antes, el barco estadounidense había hecho una travesía más a un puerto, esta
vez a la costa de Panamá. En esta ocasión les dijeron a los detenidos que se
pusieran de pie. Los guardias soltaron sus grilletes y los sacaron del barco.
Arcentales pensó que pronto vería a su familia. Entonces escuchó a un guardia
anunciar: “Caballeros, afuera los esperan agentes de la DEA. Irán a Estados
Unidos”.
A diferencia de los arrestos nacionales en Estados Unidos, que estipulan que solo se puede
acusar a las personas en la jurisdicción que corresponda a su delito, los
traficantes marítimos pueden ser procesados en cualquier lugar, con tal de que
sea el primero en el que aterrizan o en el Distrito de Columbia, la capital del
país. Los agentes de procuración de justicia estadounidenses parecen preferir
llevar las acusaciones de contrabando marítimo ante cortes en Florida, donde
las agencias federales han establecido fuerzas especiales contra las drogas
compuestas por varias agencias y los fiscales tienen experiencia en este tipo
de casos. Hacer esto en Florida pudo haber tenido algún sentido práctico en la
década de los ochenta e incluso en la década de los noventa, cuando la mayor
parte de las intercepciones marítimas tenían lugar en el Caribe. Pero ahora,
cuando el tráfico por mar se ha movido de manera significativa hacia el
Pacífico, el deseo de procesar a los acusados en tribunales federales
floridanos muy probablemente ha desempeñado un papel en las cada vez más
prolongadas detenciones marítimas.
Una razón por la que se han llevado pocos casos a la costa oeste podría ser que la Corte de
Apelaciones del Noveno Circuito, que abarca California, ha puesto un límite al
alcance de la Guardia Costera de EE. UU. A diferencia de los tribunales de la
costa este, el Noveno Circuito requiere que los fiscales federales comprueben
que las drogas descubiertas en las embarcaciones extranjeras registradas
realmente estaban destinadas a Estados Unidos. Esa decisión de 1994 hizo que el
marco legal de California fuera más parecido al que existía a nivel nacional en
los años ochenta. El tribunal del circuito determinó que procesar a traficantes
encontrados a bordo de un navío con una bandera extranjera sin probar que su
cargamento estaba destinado a los mercados estadounidenses viola las
protecciones al debido proceso consagradas en la Quinta Enmienda de la
Constitución de Estados Unidos.
“Tratamos de no llevar esos casos al Noveno Circuito”, dijo Aaron Casavant, un abogado de la
Guardia Costera que hasta 2014 brindó asesoría legal a las operaciones de
aplicación de la ley de la agencia y quien hace poco escribió un artículo en el
que defiende el fundamento legal de la procuración de justicia
extraterritorial. Casavant señala que hay más abogados y más jueces con
experiencia marítima en Florida. Sin embargo, también hay que destacar que el
Departamento de Justicia muy probablemente perdería un caso como el de
Arcentales si lo llevara ante el Noveno Circuito por la obligación de comprobar
el posible destino. Así que la mayoría de los casos se juzgan en el Undécimo
Circuito de Florida, donde no hay tal obligación.
Orlando do Campo, un abogado defensor privado asentado en Miami, ha sido asignado a llevar
veintitrés casos de narcotráfico marítimo ante las cortes. “Es como un
documental sobre naturaleza, cuando ves al halcón sacar a los peces del agua;
el pez dice: ‘¿Qué diablos estoy haciendo en el aire?’”, dijo Do Campo. “Para
ellos, eso es lo que es Florida. ‘Hace unas semanas, estaba en Ecuador, luego
fui a la mitad del Pacífico y ¿ahora estoy aquí?’ Es absolutamente surreal”.
Pusieron a Arcentales, Quijije, Payán y los cuatro guatemaltecos en un vuelo a Florida. El
19 de noviembre fueron formalmente arrestados. Arcentales menciona que le dijo
a un agente federal todo lo que sabía sobre la operación. “Pero la verdad”, me
dijo Arcentales, “es que no sé nada de todo eso”. Por lo menos otro hombre del
grupo de siete habló también con los investigadores y les dio toda la
información que tenía: la ruta que había tomado y el apellido del enganchador
que lo había contratado. Los siete aceptaron un acuerdo de culpabilidad. No se
presentaron mociones legales que pusieran en tela de juicio las condiciones de
su prolongada detención.
Cuando los abogados defensores llegan a presentar esas mociones, que es poco frecuente,
estas tienen un efecto muy reducido. Los abogados de tres hombres que llegaron
a estar detenidos en el mismo patrullero que uno en los que estuvo Arcentales
solicitaron a una corte federal desistir de la formulación de cargos debido a
una “conducta gubernamental indignante”. El juez dijo que le inquietaban los
relatos de los detenidos sobre su “nutrición inadecuada, pérdida de peso, falta
de privacidad para hacer sus necesidades y carencia de suficiente protección
ante los elementos”. Aun así, dijo, tal “tratamiento inhumano” no había sido
utilizado “en un esfuerzo para conseguir presentar los cargos”, por lo que no
podía desestimar las imputaciones. “Eso no quiere decir que esta corte condone
ese trato hacia los detenidos”, añadió. “En absoluto”.
La Guardia Costera ha declarado que, de 2002 a 2011, los casos en contra de estos
traficantes marítimos han ayudado al gobierno estadounidense a afianzar tres
cuartos de las extradiciones de capos colombianos.
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El 2 de julio de 2015, Arcentales y Castillo fueron llevados a la corte para una audiencia sobre
su sentencia. En las audiencias, según dijo John Kelly este año en un
testimonio ante el congreso, los “sospechosos de estos casos divulgan
información durante el procesamiento y la sentencia que es crucial para
interceptar, extraditar y sentenciar a los líderes de los carteles de la droga,
así como desmantelar sus sofisticadas redes”. Sin embargo, la jueza que
presidió en el caso de Arcentales, Virginia Hernández Covington, dejó en claro
que lo divulgado por el ecuatoriano y el guatemalteco no servía de mucho. “Solo
tratan de hacerlo para ganar algo de dinero para su familia”, dijo Covington en
la corte. “Cuanto más alto estés, más información tienes”. Continuó: “Los de
niveles bajos del escalafón tienen menos información con la cual negociar”.
Los acusados según la ley de control marítimo, incluso las mulas como Arcentales, raramente
obtienen sentencias reducidas que correspondan a las condenas mínimas, algo a
lo que sí acceden sospechosos capturados en costas estadounidenses cuando portan
la misma cantidad de drogas. Convington sentenció a Arcentales a diez años en
una prisión federal y a Castillo a un poco más de once.
Cuando conocí a Arcentales por primera vez en la prisión federal Fort Dix de
Nueva Jersey, a finales de 2016, su cara era distinta de la angulosa y
demacrada que había visto en las fotos que le sacaron los guardias de la
prisión poco después de llegar a Florida. Parecía que había recuperado el peso
que había perdido en el mar. Nos sentamos uno al lado del otro en la sala de
visitas, dispuesta como la sala de espera de un aeropuerto, y hablamos en
español en medio del zumbido de las madres y esposas que hablaban en inglés a
sus seres queridos encarcelados. Hablando lento y con precisión, me dijo que
nunca antes había considerado que al traficar drogas estuviera cometiendo un
crimen específicamente en contra de Estados Unidos. Se preguntó repetidamente
por qué Estados Unidos no permite que cumpla su sentencia en Ecuador. Por lo
menos, dijo, así estaría en contacto con su familia más allá de las llamadas de
duración limitada cada tantas semanas. Piensa en ellos constantemente. Y
también en los barcos patrulleros de la Guardia Costera en los que estuvo
detenido.
“Tenía una pesadilla terrible sobre las cadenas”, me dijo Arcentales en la sala de
visitas. “Me despertaba sintiendo que la cadena se hundía en mi tobillo y
sacudía la pierna pensando que estaba encadenado, hasta que la sentía libre y
me tranquilizaba saber que no estaba amarrado al barco. Me levantaba sudando,
casi llorando, pensando que aún estaba encadenado. Con el tiempo se pasa. Pero
algo como esto nunca desaparece”.
En la casa que Arcentales dejó atrás, la vida no es menos menesterosa que cuando él
partió. Dos semanas después de que Arcentales llegó a Florida, Mendoza abrió
una tienda en lo que antes era su pequeña sala de estar. Aunque solo gana 15
dólares en un buen día, cuando me encontré con ella en Jaramijó, había un flujo
constante de clientes que llegan a comprar pañales, plátanos o queso al hogar
de Mendoza, que está lleno de sus hijos y nietos.
“Me levantaba sudando, casi llorando, pensando que aún estaba encadenado. Con el tiempo se
pasa. Pero algo como esto nunca desaparece”.
JHONNY ARCENTALES, ECUATORIANO DETENIDO
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Tanto Mendoza como Arcentales asumieron que su destino, ahora muy conocido en la comunidad,
serviría como una advertencia para aquellos a quienes se acercan los
enganchadores. En abril, en Fort Dix, Arcentales me dijo que si “pudiera les
diría a todos que no vayan, ¡que nunca acepten dar ‘la vuelta’!”.
No obstante, las “vueltas” se han incrementado desde que Arcentales fue sentenciado a prisión.
En abril de 2016, un catastrófico terremoto golpeó la costa ecuatoriana.
Calles enteras de Jaramijó se derrumbaron y dejaron a miles sin hogar. Los
botes pesqueros, así como los trabajos de almacenamiento y enlatado, quedaron
destruidos. A más de un año todavía había tiendas de campaña azules,
proporcionadas por el gobierno chino como refugios de emergencia, al borde de
un peñasco que se alza por encima de los muelles ahora tranquilos del pueblo.
El terremoto llevó a varios desempleados, incluidos los empobrecidos pescadores, en busca de
trabajos de contrabando. A finales de 2016, el yerno de Mendoza, Wladimir,
quien había estado viviendo en su casa, desapareció. Desde que se lastimó la
espalda descargando pescado en Manta, el joven había trabajado vendiendo
morocho, una bebida de maíz dulce hecha en casa. Pero con eso solo ganaba unos
cuantos dólares al día. Le había estado diciendo a su esposa, Nelly, que estaba
pensando en dar una “vuelta”. Wladimir nunca había pescado en toda su vida,
según me dijo Nelly, y ella no le creyó nunca que fuera a aceptar ese trabajo.
Pero en diciembre de 2016, Wladimir dijo que iba a la tienda y ya nunca
regresó. Durante seis semanas, Nelly estuvo preocupada constantemente por su
marido y me pedía por mensajes en Facebook si yo podía revisar si estaba en
alguna prisión estadounidense. A principios de febrero de 2017, una semana
antes de que yo llegara a Jaramijó, Wladimir llamó a Nelly desde una cárcel de
Florida. Un barco de la Guardia Costera lo había detenido en el océano
Pacífico.
El abogado que la corte le asignó a Wladimir, Joaquín Méndez, argumentó en una corte federal
de Florida que el retraso de 31 días entre que fue interceptado y fue
presentado en una corte de Estados Unidos violaba los estatutos federales que
requieren que los acusados sean procesados en un lapso de treinta días. “La
Guardia Costera tomó la determinación calculada de continuar con su
interceptación y de mantener a estas personas en las condiciones en las que
estaban, mientras la tripulación prosiguió con sus tareas”, le dijo Méndez al
juez James I. Cohn.
En lo que quizá fue la primera vez en una corte federal, Cohn desestimó la acusación en contra
de Wladimir debido al retraso.
“Si el argumento del gobierno se lleva a su extremo lógico, una persona podría estar detenida
indefinidamente por un delito federal mientras el gobierno no presente una
demanda formal”, dijo Cohn en la corte. El caso fue desestimado “por
sobreseimiento con reservas”, algo que fue un tanto vergonzoso para los
fiscales federales pero que les permitió presentar una nueva demanda. A finales
de agosto, Wladimir fue sentenciado a diez años de prisión.
En Ecuador, los funcionarios gubernamentales han aconsejado públicamente a los pescadores que
rechacen las ofertas de los enganchadores. Sin embargo, todavía hay hombres que
hacen el viaje, muchos directamente hacia las redes de la Guardia Costera.
Conocí a más de veinte familias en Jaramijó y otros pueblos que han perdido a
hombres de esta manera. Una mujer a quien conocí en su casa con techo de paja
me dijo que su hijo mayor, un pescador y apenas un adulto, era el que
proporcionaba a la familia su única fuente de ingresos. Pero tres meses después
del terremoto, los puestos en el mercado de pescado seguían diezmados y solo
cerca de un tercio de los pescadores estaba trabajando. Ese hijo siguió a la
marea de hombres que se lanzan a altamar.
Una noche de febrero, después de los arrestos de Arcentales y Wladimir, me senté junto a
Mendoza bajo un árbol de granadas en la carretera fuera de su casa. Un grupo de
sus vecinos y parientes se reúnen ahí casi todas las noches cuando cae el sol y
el aire refresca. Mientras hablábamos, un hombre que cargaba dos brillantes
peces espada pasó por ahí y saludó con la mano. Uno de los hombres que estaba
acostado en una hamaca me dijo que el que pasó había dado la “vuelta” hacía
poco. Mendoza señaló en la calle hacia un auto nuevo estacionado cerca de la
esquina; el hombre lo había comprado con el dinero de la “vuelta”. Luego, un
pariente joven de Mendoza, que hasta entonces había estado echado en silencio
en la hamaca, me dijo que estaba pensando en aceptar también ese trabajo. “Ya
sé que tengo solo un 50 por ciento de probabilidades de regresar”, dijo. “Sé lo
que le pasó a Jhonny”.
Seth Freed Wessler es un periodista de investigación y adjunto de investigación Puffin en
el Investigative Fund del Nation Institute estadounidense.
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