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La farsa eterna: Guantánamo, ayer, hoy… y mañana

Karen J. Greenberg, TomDispatch.com, 28 enero 2025

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Prisioneros llegan al campamento Rayos X, de Guantánamo (Jeremy T. Lock , USAF.

El 10 de enero, un día antes de que se cumplieran 23 años de su apertura, estaba prevista una audiencia muy esperada en el centro de detención de Guantánamo, en la isla de Cuba. Tras casi 17 años de litigios previos al juicio, la acusación contra Khalid Sheikh Mohammed (KSM), el «cerebro» de los devastadores atentados del 11 de septiembre de 2001, parecía a punto de alcanzar su siempre difícil objetivo de concluir su caso.  Tras tres años de negociaciones, el Pentágono había llegado por fin a un acuerdo de culpabilidad en el caso más importante de Guantánamo. Junto con otros dos acusados de conspirar en los atentados del 11-S, KSM había aceptado declararse culpable a cambio de que el gobierno sustituyera la pena de muerte por la cadena perpetua.

Tras más de 50 vistas previas al juicio y otros procedimientos conexos, los estadounidenses -y las familias de las víctimas- verían por fin cómo se ponía fin a la situación de esas tres personas que se encontraban en el centro del intento de este país de asumir legalmente los atentados del 11-S.

Debido al hecho de que los acusados habían sido torturados en conocidos «lugares negros» de la CIA antes de llegar a Guantánamo, el caso llevaba mucho tiempo estancado. Al fin y al cabo, gran parte de las pruebas contra ellos procedían de confesiones obtenidas mediante tortura. Resulta que esas pruebas no son admisibles en los tribunales según la legislación estadounidense o internacional, ni siquiera según las normas de las comisiones militares de Guantánamo. Por razones obvias, se considera información contaminada, «fruto del árbol venenoso», y por tanto inadmisible ante un tribunal. Aunque los fiscales de las comisiones militares han intentado en repetidas ocasiones a lo largo de los años encontrar la manera de presentar en el juicio esas pruebas demasiado contaminadas, sus intentos han fracasado una y otra vez, retrasando una y otra vez las fechas de los posibles juicios. Como muestra un gráfico recopilado recientemente por el Center on National Security, los eternos retrasos en esas vistas dieron lugar a calendarios tan largos que resultan incomprensibles. En el caso de Khalid Sheikh Mohammed, por ejemplo, esos retrasos han supuesto hasta ahora 870,7 semanas.

Ahora que el juez Matthew McCall, que había accedido a retrasar su jubilación en un esfuerzo por llevar este caso hasta el final, estaba a punto de llegar a un acuerdo sobre los cargos y la pena, abogados, periodistas y familiares de las víctimas se embarcaron en aviones, preparándose para presenciar la ansiada conclusión de un caso que parecía interminable. Sin embargo, quizá no les sorprenda saber que la vista nunca llegó a celebrarse. El retraso fue de nuevo el nombre del juego. Desde el momento en que se anunció el acuerdo de culpabilidad, se convirtió en el centro de una intensa batalla lanzada por el entonces secretario de Defensa Lloyd Austin.

¿Qué sucedió?

Dos días después de que la «autoridad convocante», la general de brigada (retirada) Susan Escallier, funcionaria del Pentágono a cargo de las comisiones militares de Guantánamo, anunciara el acuerdo en agosto de 2024, Austin la desautorizó sumariamente, revocando el acuerdo sin apenas dar explicaciones y dejando a expertos y observadores confundidos y decepcionados. ¿No se había consultado al secretario de Defensa sobre el acuerdo? Parecía improbable. ¿Fueron las presiones políticas las que le llevaron a tomar una decisión tan drástica? Si era así, tal vez después de las elecciones cambiaría de opinión y lo restablecería. No hubo suerte.

Cualquiera que fuera la motivación de Austin, el juez McCall se negó a aceptar un «no» por respuesta, declarando inválida su revocación.

McCall dejó claro, en cambio, que seguía adelante. Como explicó el juez, en el memorando que Austin había emitido hacía tiempo nombrando a Escallier, había dado fe de su autoridad independiente. «La Sra. Escallier ejercerá su discreción legal independiente con respecto a los actos judiciales y otros deberes de la Autoridad Convocante». Pero incluso cuando McCall se preparaba para seguir adelante, Austin apeló al Tribunal de Revisión de las Comisiones Militares, pidiéndole que dictaminara que sí tenía autoridad para revocar el acuerdo de culpabilidad. Sin embargo, ese tribunal dictaminó entonces que el secretario había rescindido indebidamente el acuerdo después de que hubiera entrado en vigor.

Aun así, se negó a rendirse y buscó ayuda en otra parte. Y la encontró. En vísperas de la vista programada, el Departamento de Justicia presentó unos documentos en los que solicitaba al Tribunal de Circuito de Washington que prohibiera al tribunal de Guantánamo seguir adelante y que suspendiera el procedimiento mientras contemplaba la decisión. Los que habían volado a Guantánamo regresaron entonces a sus hogares, y se fijó una nueva vista para el 28 de enero en el Tribunal de Circuito de Washington. La cuestión era tanto la autoridad de Austin para hacerse cargo del acuerdo de culpabilidad como si tenía derecho a retirarse de él, ya que los abogados argumentan que los dependientes ya habían empezado a cumplir su parte del acuerdo. Por supuesto, en la segunda era de Trump, ya no es Austin, sino el secretario de Defensa, Pete Hegseth, quien decidirá qué ocurre a continuación.

Así que, más de 23 años después de los atentados del 11-S, aquí estamos en el mismo lugar en el que hemos estado durante interminables años: de nuevo en pausa, a pesar de la interminable farsa de pasos adelante que no van a ninguna parte.

El espejismo de las comisiones militares

Llegados a este punto, cabe preguntarse si la resolución de esos casos mediante juicio fue alguna vez una prioridad, o incluso un objetivo realista. Una mirada retrospectiva sobre el curso de las comisiones militares y el caso del 11-S sugiere algunas respuestas.

El centro de detención de Guantánamo se creó en virtud de una orden militar presidencial emitida el 13 de noviembre de 2001. En ella se autorizaba la detención de cautivos de la guerra contra el terrorismo y se mencionaban futuros juicios. «Es necesario que los individuos sujetos a esta orden… sean detenidos y, cuando sean juzgados, que lo sean por violaciones de las leyes de guerra y otras leyes aplicables por tribunales militares». En consecuencia, el comandante de la base naval de Guantánamo pasó los primeros meses de la operación de detención recorriendo la propia base en busca de una instalación adecuada en la que celebrar dichos juicios. Se sorprendió cuando nadie en el Pentágono le planteó la necesidad de un edificio de ese tipo.

Avanzamos seis años, un año después de que los «detenidos de alto valor» ya torturados en los centros clandestinos de la CIA fueran trasladados a Guantánamo. Como informó más tarde Bob Windrem, de la NBC, en 2007 se construyó un «Complejo Jurídico Expedicionario con la expectativa de que se utilizaría para el juicio de los terroristas acusados de asesinar a casi 3.000 personas con los ataques gemelos contra Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001». En 2008, se acusó a los acusados del 11-S. Y el pasado mes de abril, 17 años después, el Pentágono abrió una segunda sala, con un coste de 4 millones de dólares, para otros casos pendientes ante los tribunales militares. La intrépida reportera del New York Times sobre Guantánamo, Carol Rosenberg, resumió recientemente los costes asociados a esos indicios de que se seguía creyendo que los procesos judiciales reales se podían llevar a cabo de esta manera: «Los procedimientos de los tribunales de guerra han costado cientos de millones de dólares en salarios, infraestructura y transporte. Desde 2019, la Oficina de Comisiones Militares ha añadido dos nuevas salas de audiencia, nuevas oficinas y viviendas temporales, más abogados, más personal de seguridad y más contratistas».

A primera vista, parecería que el compromiso de celebrar varios juicios de la guerra contra el terrorismo era perfectamente real. Ciertamente, el precio era lo suficientemente elevado, como lo eran las numerosas diligencias previas en el caso del 11-S, así como en otros casos ante las comisiones militares, cada uno de ellos con cargos contra acusados de cometer actos de terrorismo: el atentado contra el destructor U.S.S. Cole, con un acusado; los atentados terroristas de Bali (Indonesia), con tres acusados; y los casos de varias otras personas acusadas de delitos de terrorismo.

Sin embargo, dado el fracaso de los avances significativos en estos casos durante tanto tiempo, es difícil no preguntarse por la seriedad del compromiso de resolverlos, y si la construcción de estos costosos edificios de juicios fue un espejismo destinado a ocultar el hecho de que los casos estaban destinados a ir a ninguna parte, o un autoengaño por parte de los presidentes George W. Bush, Barack Obama y Joe Biden. (Donald Trump paralizó las comisiones militares durante su primer mandato, dejándolas en un limbo legal).

Después de todo este tiempo, sólo dos casos han llegado a juicio, uno de los cuales, el de Salim Hamdan, fue posteriormente anulado. En el otro, Ali Hamza al-Bahlul fue condenado por tres cargos, dos de los cuales fueron finalmente anulados. (En la actualidad, el Sr. Bahlul cumple cadena perpetua en Guantánamo, adonde llegó el día de su inauguración, hace 23 años).

Mientras tanto, ha habido un total de nueve acuerdos de culpabilidad en todos estos años.  De ellos, un detenido condenado está cumpliendo una pena en Guantánamo que finaliza en 2032, dos condenas han sido anuladas y dos siguen en apelación, un récord insignificante en el mejor de los casos, especialmente teniendo en cuenta la crudeza de esos actos de terror. A pesar de todo el tiempo, el esfuerzo y el dinero invertidos, por no hablar de la angustia emocional, los resultados han sido terriblemente mínimos.

Biden y Guantánamo

En su favor, el presidente Joe Biden, que heredó un Guantánamo en el que sólo quedaban 40 detenidos de una población total que llegó a ser de 790, parecía decidido a avanzar tanto en las comisiones militares como en la liberación de algunos de los «prisioneros para siempre» restantes (término acuñado originalmente por la periodista del Times Rosenberg para describir a quienes viven en el limbo legal de la detención indefinida, sin ser acusados ni liberados).  Biden proporcionó a los observadores de Guantánamo (como yo) cierta esperanza de que la prisión, claramente al margen de la justicia estadounidense, cerrara realmente algún día.

Durante los años de mandato de Biden, la población se redujo a 15 hombres: seis presos para siempre y nueve que aún forman parte de las comisiones militares (dos de ellos ya condenados). Once de las liberaciones de Biden, consistentes en yemeníes enviados a Omán, se produjeron en medio de la batalla por el acuerdo de culpabilidad de Khalid Sheikh Mohammed, como si nos estuviera susurrando que no nos preocupáramos, que el camino hacia el cierre aún era alcanzable. Sin embargo, incluso ese conjunto de traslados sufrió el mismo tipo de baile de un paso adelante-dos pasos atrás que ha sido la esencia de la historia de Guantánamo. El acuerdo de Omán estaba previsto inicialmente para octubre de 2023, pero se suspendió cuando estalló la guerra contra Gaza. Uno de los hombres liberados había sido absuelto desde 2010, sólo para esperar los acuerdos realizados dos presidencias más tarde.

Lamentablemente, el gobierno de Biden nunca liberó a los últimos presos detenidos sin cargos ni llevó a juicio a los acusados. Incluso en los momentos finales de su presidencia, cuando podría decirse que era libre de hacer lo que quisiera, incluido el cierre de la prisión, optó en cambio, en virtud de que su administración dejó en suspenso el acuerdo, por detener el progreso hacia adelante, dejándonos que nos preguntemos por qué.

Así que aquí estamos, con Donald Trump de vuelta en la Casa Blanca, a la espera de lo que esto significará para el futuro de la prisión infinita.

Una vez que se rompe, nunca se puede arreglar realmente

A veces, cuando se trata de Guantánamo, casi parece como si estuvieran en juego fuerzas más allá de la capacidad de los simples mortales. No importan las promesas que se hagan, ni los actos que inspiren esperanza, ni los avances que se produzcan, la prisión parece tener vida propia, ayudada e instigada por quienes siguen poniendo obstáculos a cualquier avance significativo.

Por supuesto, la mayor de las lecciones aprendidas debería haber sido el cumplimiento de las leyes, tanto nacionales como internacionales, que prohíben la tortura. Si Estados Unidos no hubiera autorizado un programa de lo que la administración del presidente George W. Bush denominó eufemísticamente «técnicas de interrogatorio mejoradas», que incluían palizas, ahogamiento simulado, privación del sueño, humillación sexual, bombardeo sensorial y mucho más, esos juicios podrían haberse celebrado a su debido tiempo y en un tribunal federal de la península.

Como quería el fiscal general del presidente Barack Obama, Eric Holder, los tribunales federales habrían sido capaces de tramitar esos casos sin utilizar «pruebas» producidas por la tortura. De hecho, un detenido de Guantánamo, Ahmed Ghailani, fue trasladado a Estados Unidos para ser juzgado en un tribunal federal y, aunque fue absuelto de 284 de los 285 cargos que se le imputaban, fue declarado culpable de un cargo y condenado a cadena perpetua en una prisión federal. Aun así, los cientos de absoluciones en su caso ahuyentaron la idea de juzgar a los restantes acusados de Guantánamo en tribunales federales.

De todo ello se desprende una lección básica: una vez que se viola tanto el trato justo a los presos como los principios básicos del derecho, es básicamente inconcebible encontrar una resolución indiscutible a esos casos.

En otras palabras, una vez que se rompe, nunca se puede arreglar.

Hoy en día, esa larga, desgarradora y jurídicamente aborrecible historia se mantiene, con un coste mucho mayor de lo que podríamos haber imaginado, donde siempre ha estado: como una atrocidad que nunca debería haber ocurrido y que, una vez cometida, nunca encontró un líder capaz de reunir el valor para ponerle fin.

Karen J. Greenberg, colaboradora habitual de TomDispatch , es directora del Centro de Seguridad Nacional de Fordham Law. Y editora-jefe del semanario Aon CNS Cyber Brief. Es autora de Subtle Tools: The Dismantling of American Democracy from the War on Terror to Donald Trump, y coeditora, con Julian Zelizer, de Our Nation at Risk: Election Integrity as a National Security Issue.

Fuente: https://vocesdelmundoes.com/2025/01/29/la-farsa-eterna-guantanamo-ayer-hoy-y-manana/


 

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