Todo lo viejo vuelve a ser nuevo: La administración Trump recupera la tortura institucionalizada
Rebecca Gordon, TomDispatch.com, 13 julio 2025
Traducido del inglés por Sinfo
Fernández

Manifestación contra el CECOT, la prisión esclavista salvadoreña (Joe
Flood, con licencia CC BY-NC 2.0/Flickr).
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No quería escribir un artículo como este.
De hecho, tenía planeado algo relativamente alentador: un artículo sobre el Día de la Independencia acerca
de las ricas implicaciones para el momento actual que se encuentran en la Declaración de Independencia. Pero otros excelentes escritores se me adelantaron.
Así que, a mi pesar, me veo obligada a centrarme una vez más en la tortura en Estados Unidos, un tema que
he estudiado y sobre el que he escrito desde el otoño de 2001, incluso en
un par de libros.
Ingenuamente, esperaba no tener que volver a hacerlo, pero aquí estamos.
La extradición de Kilmar Abrego García
En marzo de este año, la administración Trump envió ilegalmente a Kilmar Abrego García a un infierno
notorio en El Salvador. Esa megaprisión es conocida por las siglas CECOT, que
significan Centro de Confinamiento del Terrorismo. Allí fue golpeado y
torturado, en violación tanto de las leyes federales y
de inmigración de
este país como de la Convención contra la Tortura de las
Naciones Unidas, o CAT, de la que Estados Unidos es signatario.
No importó que Abrego García estuviera en este país legalmente y que, como dijo un abogado del
Departamento de Justicia a un juez federal, su deportación fuera el resultado
de un “error administrativo”. De hecho, el Departamento de Justicia recompensó
posteriormente la honestidad de su propio abogado despidiéndolo.
Kilmar Abrego García es un ciudadano de El Salvador que entró en Estados Unidos “sin inspección” (es
decir, sin ser detectado por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de
Estados Unidos, o ICE) en 2011. Tenía dieciséis años y huía de su país natal
donde, “a partir de 2006, miembros de una banda lo acosaban, golpeaban y
amenazaban con secuestrarlo y matarlo para obligar a sus padres a sucumbir a
sus crecientes demandas de extorsión”, según> una
demanda civil presentada contra varios funcionarios estadounidenses. “Luego se
dirigió al estado de Maryland, donde residía su hermano mayor, ciudadano estadounidense”.
Abrego García vivió en Maryland durante años, trabajando como jornalero. En 2016, comenzó una relación
con una ciudadana estadounidense, Jennifer Vásquez Sura, y en 2018 se mudaron
juntos. Concibieron un hijo y Abrego García trabajó en la construcción para
mantener a la familia, que incluía a los dos hijos de su esposa, ambos
ciudadanos estadounidenses. Sin embargo, en marzo de 2019, él y otros tres
hombres fueron arrestados fuera de un Home Depot por la policía del condado de
Prince George, Maryland. Lo entregaron al ICE, alegando con pruebas muy
endebles que era miembro de la pandilla salvadoreña MS-13. Las “pruebas” en
cuestión incluían el hecho de que llevaba una gorra y una sudadera con capucha
de los Chicago Bulls y que un informante confidencial lo había identificado
ante un detective como miembro de un grupo de la MS-13 que operaba en Long
Island, Nueva York, donde él nunca había vivido. (El detective fue
posteriormente suspendido por infracciones no relacionadas).
Después de casi seis meses de detención, durante los cuales nació su hijo, un tribunal de inmigración concedió
a Abrego García una “suspensión de expulsión”. Eso significaba que se le
permitiría permanecer en Estados Unidos y podría trabajar legalmente aquí,
porque se creía que correría un peligro real si fuera deportado a El Salvador.
Se le exigió que se presentara anualmente ante el ICE, lo que hizo, la última
vez a principios de enero de 2025.
Las cosas iban relativamente bien. Se había afiliado al sindicato y trabajaba a tiempo
completo como aprendiz de primer año en el sector de la chapa metálica, encaminándose
hacia una carrera gratificante en el sector de la construcción. Sin embargo, el
12 de marzo de 2025, todo cambió. Conducía de vuelta a casa desde su lugar de
trabajo después de recoger a su hijo (que es sordo de un oído, tiene
discapacidad intelectual y no habla) cuando los agentes del ICE le dieron el
alto y lo detuvieron. Los agentes le dieron a su esposa sólo 10 minutos para
llegar y recoger a su hijo, amenazándola con entregarlo a los Servicios de
Protección Infantil si no llegaba a tiempo.
Después de ser trasladado de un estado a otro, Abrego García terminó en un centro de detención de
Luisiana, desde donde fue deportado a El Salvador junto con varios otros
hombres a última hora de la tarde del 15 de marzo. Las personas que lo
detuvieron le decían que tendría la oportunidad de hablar con un juez sobre su
situación legal, pero eso era una mentira descarada. Como relata su
demanda judicial:
“Solicitó repetidamente una revisión judicial. Los funcionarios respondieron
constantemente con falsas garantías de que vería a un juez, engañando
deliberadamente al demandante Abrego García para impedirle tomar medidas para
hacer valer sus derechos legales. El demandante Abrego García sólo se dio
cuenta de la verdadera naturaleza de su grave situación al llegar al aeropuerto
de El Salvador, momento en el que ya era demasiado tarde para impugnar la
ilegal deportación”.
Mientras tanto, su esposa había estado tratando desesperadamente de encontrarlo consultando el Sistema de
Localización de Detenidos en línea del ICE y llamando a los centros de
detención de todo el país. Días después de que ya lo hubieran enviado a El
Salvador, el Sistema de Localización seguía indicando que se encontraba en el
Centro de Detención East Hidalgo en La Villa, Texas.
De hecho, Kilmar Abrego García había desaparecido. Su esposa nunca lo habría encontrado si no fuera por
una foto que alguien le envió de un artículo sobre más de 200 inmigrantes
venezolanos enviados al CECOT en El Salvador al mismo tiempo. No se le veía la
cara, pero ella lo reconoció por dos cicatrices en la cabeza rapada y algunos
de sus tatuajes personales (no relacionados con pandillas). Ella era muy
consciente de la reputación del
CECOT como una mega prisión brutal, un lugar
donde se practica la tortura física y psicológica organizada.
Una vez que supo dónde estaba su esposo, comenzaron los esfuerzos para conseguir que pudiera regresar.
En abril, un juez federal de distrito ordenó su
regreso, una decisión que luego fue
confirmada por la Corte Suprema (que en estos meses rara vez se ha pronunciado
en contra de Donald Trump). Pero el Gobierno se demoró, negándose a
acatar la sentencia de ambos tribunales. Finalmente, tras mantener durante meses que Abrego García estaba
fuera de su alcance, el Departamento de Justicia dio marcha atrás y
lo trajo de vuelta a Estados Unidos para que se enfrentara a cargos de tráfico
de personas en Tennessee, donde permanece hoy en una prisión federal. Esos
cargos, basados en una parada de tráfico en Tennessee en 2016, parecen, a lo
sumo, endebles.
Ecos de la “guerra contra el terrorismo”
Hay otra expresión para describir lo que le sucedió a Abrego García, que resultará familiar a
cualquiera que haya seguido las noticias durante la primera década y media de
este siglo: entrega extraordinaria. Esa práctica del Gobierno estadounidense de
enviar detenidos a centros de tortura en todo el mundo fue una característica
de la “guerra global contra el terrorismo” (declarada por la Administración de
George W. Bush tras los atentados del 11 de septiembre). Ya en 2002, los
periodistas del Washington Post Dana Priest y Barton Gellman citaron a
un funcionario estadounidense en Afganistán, que les dijo: “No les damos una
paliza. Los enviamos a otros países para que ellos les den una paliza”.
La entrega ordinaria consiste en enviar a alguien a otro país tras una solicitud formal de
extradición. La entrega extraordinaria elude todas las sutilezas legales y envía a un
prisionero a otro país sin ningún tipo de proceso legal. Es importante llamar a
las cosas por su nombre. La entrega extraordinaria es lo que le ocurrió a
Abrego García. Durante la “guerra contra el terrorismo”, y una vez más hoy en
día, este tipo de actos conllevan el riesgo de tortura. Como informó Human
Rights Watch en 2011:
“Los detenidos fueron… trasladados ilegalmente a países como Siria, Egipto y
Jordania, donde era probable que fueran torturados… Las pruebas sugieren que la
tortura en estos casos no fue una consecuencia lamentable del traslado, sino
que pudo haber sido el objetivo”.
Abrego García fue trasladado ilegalmente a El Salvador, donde, según su demanda, fue sometido a privación del sueño,
palizas y tortura psicológica. En concreto:
“Al llegar al CECOT, los detenidos fueron recibidos por un funcionario de prisiones
que les dijo: ‘Bienvenidos al CECOT. Quien entra aquí no sale’. A continuación,
el demandante Abrego García fue obligado a desnudarse, se le entregó ropa de
prisión y fue sometido a abusos físicos, entre ellos patadas en las piernas con
botas y golpes en la cabeza y los brazos para que se cambiara de ropa más
rápido. Le afeitaron la cabeza con una maquinilla de afeitar y lo llevaron a
rastras a la celda 15, golpeándolo con porras de madera por el camino. Al día
siguiente, el demandante Abrego García tenía moretones e hinchazones visibles
por todo el cuerpo."
“En la celda 15, el demandante Abrego García y otros 20 salvadoreños fueron obligados a
arrodillarse desde aproximadamente las 9:00 p. m. hasta las 6:00 a. m., y los
guardias golpeaban a cualquiera que se cayera por agotamiento. Durante este
tiempo, al demandante Abrego García se le negó el acceso al baño y se ensució.
Los detenidos fueron confinados en literas metálicas sin colchones en una celda
superpoblada sin ventanas, con luces brillantes que permanecían encendidas las
24 horas del día y un acceso mínimo a los servicios sanitarios”.
Cabe señalar que la entrega extraordinaria es ilegal, tanto en virtud de la Convención de las Naciones
Unidas contra la Tortura, donde se identifica con el término “devolución”, como
en virtud de la Ley de Asuntos Exteriores de los Estados Unidos de 1998,
que establece lo
siguiente: “Será política de los Estados Unidos no expulsar, extraditar ni
efectuar de otro modo el retorno involuntario de ninguna persona a un país en
el que existan motivos fundados para creer que dicha persona correría peligro
de ser sometida a tortura, independientemente de que se encuentre físicamente
presente en los Estados Unidos”. Esta última cláusula se refiere a una práctica
conocida como “devolución en cadena”, por la que se envía primero a una persona
a un tercer país donde el riesgo de tortura es menor, para luego enviarla al
destino original prohibido. En el improbable caso de que, en el futuro, los
tribunales federales de distrito y luego el Tribunal Supremo prohíban a la
administración Trump enviar a los detenidos a países con riesgos de tortura
bien conocidos, es probable que sus funcionarios recurran a pagar a otras
naciones que no practican la tortura para que sirvan como lugares de tránsito.
No es la única víctima
Kilmar Abrego García puede que resulte ser el más afortunado de los cientos de migrantes enviados desde
Estados Unidos a El Salvador en marzo. Una intervención
del senador de Maryland Chris Van Hollen lo sacó del CECOT y lo trasladó a otra
prisión salvadoreña. (No está claro por qué la administración Trump decidió
finalmente traerlo de vuelta a Estados Unidos). Aunque sigue bajo custodia
federal, al menos por el momento, no está languideciendo incomunicado en El Salvador.
Los 238 detenidos venezolanos enviados al CECOT al mismo tiempo no han tenido tanta suerte. Al
igual que Abrego García, fueron tildados de terroristas y deportados sin el
beneficio de un proceso justo. Trump y sus asesores los llamaron “violadores”,
“salvajes”, “monstruos” y “lo peor de lo peor”. Pero, como reveló la
organización de periodismo de investigación ProPublica,
la administración sabía desde el principio que esas acusaciones eran falsas.
Según indican los datos que revisaron:
“El Gobierno sabía que sólo seis de los inmigrantes habían sido condenados por
delitos violentos: cuatro por agresión, uno por secuestro y otro por un delito
relacionado con armas. Y muestra que los funcionarios eran conscientes de que
más de la mitad, es decir, 130 de los deportados, no tenían condenas penales ni
cargos pendientes, sino que solo se les acusaba de haber infringido las leyes
de inmigración”.
Sin embargo, parece probable que, sin ningún tipo de proceso judicial, esos hombres hayan recibido
condenas a cadena perpetua en un infierno salvadoreño por el delito de buscar
una vida mejor en Estados Unidos.
Podría sucederle a Vd.
La mayor parte del debate en la prensa y en los círculos jurídicos y filosóficos sobre el uso de la
tortura por parte de Estados Unidos durante la guerra contra el terrorismo daba
por sentada la legitimidad del principal pretexto de la tortura: la necesidad
de obtener información vital de detenidos renuentes. En ese momento, algunos
argumentos en contra se centraban en la eficacia de la tortura: ¿realmente
torturar a las personas producía “información útil”? Otros daban por sentada
esa eficacia, pero cuestionaban su ética: ¿Se podía justificar la tortura de
unos pocos para salvar a muchos? La apoteosis de ese falso dilema fue el
problema de la “bomba de
relojería".
Digo “falso dilema” porque esa recopilación de información es casi siempre un pretexto para un programa de
tortura institucionalizada por parte del Estado. Su verdadero objetivo político
es mantener el poder del régimen torturador generando miedo en cualquiera que
pueda oponerse a él. Esto se ha demostrado repetidamente en estudios sobre
regímenes torturadores desde América Latina hasta
Filipinas,
y no fue menos cierto, de forma indirecta, en el bien documentado programa de
tortura estadounidense de los años de la “guerra contra el terrorismo”.
La mayoría de los regímenes torturadores se dirigen directamente a los miembros de sus propias sociedades,
con la esperanza de intimidarlos para que obedezcan, sabiendo que los
opositores al régimen están siendo torturados y que ellos podrían ser los
siguientes. Sin embargo, la administración Bush-Cheney utilizó la tortura de
forma más indirecta para recordar a los estadounidenses que corrían un peligro
mortal por parte de los enemigos del país y que sólo la administración podía
protegerlos de ello. La prueba de ese peligro era el hecho mismo de que un
gobierno evidentemente bueno se viera obligado a cometer actos tan terribles en los
“sitios negros”
de la CIA en todo el mundo.
Hoy, en la era de Donald Trump, nos enfrentamos a un gobierno que está dispuesto a aterrorizar
directamente a la población de este país con la amenaza de la tortura (aunque sea en tierras lejanas). Todo régimen
torturador identifica a uno o varios grupos de personas como objetivos
“legítimos”. En los Estados Unidos de hoy, los inmigrantes forman precisamente
uno de esos grupos, caracterizados por la administración Trump como
superhumanos (“terroristas”, “monstruos”) o subhumanos (“parásitos“).
Superhumanos o subhumanos, se les considera indignos de los derechos humanos ordinarios.
Pero el miedo generado por tales amenazas de tortura trasciende a los más directamente amenazados,
animando a todos los demás a cumplir y doblegarse ante el régimen. Trump ha afirmado en
efecto que “los del país son los siguientes”.
Construir solidaridad
La tortura institucionalizada por parte del Estado destruye la solidaridad social al
sembrar la desconfianza. Al escribir sobre la dictadura de Uruguay entre 1973 y
1985, Lawrence Weschler describió cómo ese gobierno asignaba a cada ciudadano
una “calificación” con una letra: A, B o C. Los A eran considerados buenos
ciudadanos y aptos para el empleo público; los B eran sospechosos y sólo aptos
para el empleo privado; los C perdían todos sus derechos y representaban un
peligro para cualquiera que los contratara o se relacionara con ellos. “Y”,
escribió Weschler, “la cuestión era que cualquiera podía verse repentinamente
reclasificado como un ‘C’ en cualquier momento, porque, al fin y al cabo, ellos
lo sabían todo”. (¿Y cuánto más saben “ellos” sobre nosotros hoy en día, ahora
que los datos federales sobre cada uno de nosotros se están
centralizando y consolidando rápidamente?)
Uno de los efectos del régimen de tortura de Uruguay fue un profundo aislamiento social. Como le dijo
uno de los encuestados a Weschler:
“El miedo exterminó toda la vida social en el ámbito público. Nadie hablaba en las
calles por miedo a ser escuchado… Uno intentaba no hacer nuevos amigos, por
miedo a ser responsable de sus desconocidos pasados. Uno sospechaba
inmediatamente de aquellos que eran más abiertos o menos temerosos, de ser
“agentes provocadores” de los servicios de inteligencia. Los rumores sobre
torturas, detenciones y malos tratos se magnificaban tanto por nuestro terror
que adquirían proporciones épicas”.
A quienes vivimos en los Estados Unidos de 2025 ya se nos pide que resistamos las fuerzas centrífugas
del aislamiento y los malos tratos en la era de Trump. En esta época de tortura
renovada, los pequeños esfuerzos por mantener las conexiones sociales se
convierten en auténticos actos de resistencia. Ya hemos visto barrios
enteros resistirse
espontáneamente a las redadas del ICE
saliendo a las calles. Ese es un tipo de solidaridad crucial. Yo diría que
cualquier cosa que hagamos hoy para mantener las conexiones humanas -esa
sonrisa al cajero del supermercado, esa llamada telefónica a un viejo amigo,
esa pequeña reunión con otras personas que tejen- es también un acto de
solidaridad en tiempos tan sombríos. Los necesitaremos todos en los días venideros.
Rebecca Gordon, colaboradora habitual
de TomDispatch, impartió clases durante muchos años en
el departamento de filosofía de la Universidad de San Francisco. Ahora,
semijubilada de la docencia, sigue siendo activista en el sindicato de
profesores. Es autora de Mainstreaming Torture (La tortura generalizada) y American Nuremberg: The U.S. Officials Who Should Stand Trial for
Post-9/11 War Crimes (El Nuremberg estadounidense: los
funcionarios estadounidenses que deberían ser juzgados por crímenes de guerra
tras el 11-S).
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