Recordatorio para periodistas
Robert Fisk
La Jornada
02 de junio de 2019
▲ Los abogados de Chelsea Manning presentaron ayer un documento en el que piden a un
juez federal que reconsidere la decisión de enviarla a la cárcel de Alexandria
por negarse a declarar sobre el caso Wikileaks. Foto Ap
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Ya me estoy cansando de la Ley de Estados Unidos
contra el Espionaje. Para el caso, desde hace mucho tiempo me cansé de la saga
de Julian Assange y Chelsea Manning. Nadie quiere hablar de sus personalidades
porque nadie parece simpatizar mucho con ellos, ni siquiera quienes se han
beneficiado periodísticamente de sus revelaciones. Desde el principio me ha preocupado el efecto de Wikileaks,
no sobre los brutales gobiernos de Occidente cuyas actividades ha revelado en
estremecedor detalle (en especial en Medio Oriente), sino sobre la práctica del
periodismo. Cuando a nosotros los escribas nos sirvieron este potaje de Wikileaks, saltamos a él,
nadamos en él y salpicamos los muros de la información con nuestros aullidos de
horror. Y olvidamos que el verdadero periodismo de investigación se refiere a
la persistente búsqueda de la verdad a través de nuestras propias fuentes, en
vez de volcar un frasco de secretos enfrente de los lectores, secretos que
Assange y compañía –más que nosotros– habían decidido hacer públicos.
¿Por qué, recuerdo haberme preguntado hace casi 10 años, pudimos leer las
indiscreciones de tantos árabes y estadounidenses, pero de tan pocos israelíes?
¿Exactamente quién estaba preparando la sopa que nos querían hacer comer? ¿Qué
pudo haber quedado fuera del caldo? Sin embargo, los días recientes me han
convencido de que existe algo mucho más obvio con respecto al encarcelamiento
de Assange y la nueva detención de Manning. Y no tiene nada que ver con
traición o con cualquier supuesto daño catastrófico a nuestra seguridad.
En el Washington Post esta semana, hemos leído a Marc Theissen, el ex redactor de discursos de la Casa
Blanca que defendió la tortura en la CIA como legal y moralmente justa,
decirnos que Assange “no es periodista. Es un espía… Realizó espionaje contra
Estados Unidos. Y no se arrepiente del daño que ha causado.” Olvídense entonces
de que la locura de Trump ya ha convertido la tortura y las relaciones secretas
con los enemigos de su país en un pasatiempo.
No, no creo que esto tenga nada que ver con el uso de la Ley contra el Espionaje, por
graves que sean sus implicaciones para los periodistas convencionales o para
las organizaciones respetables de noticias, como Thiessen nos ha llamado
empalagosamente. Tampoco tiene mucho que ver con los peligros que esas
revelaciones plantearon para los agentes que Estados Unidos reclutó en Medio
Oriente. Recuerdo bien con cuánta frecuencia los intérpretes iraquíes de las
fuerzas armadas estadounidenses nos decían que habían rogado que les dieran
visas para ellos y sus familias cuando se vieron bajo amenaza en Irak… y cómo a
la mayoría les dijeron que se fueran al diablo. Los británicos tratamos a
muchos de nuestros propios traductores iraquíes con similar indiferencia.
Así pues, olvidemos sólo por un momento la matanza de civiles, la crueldad letal de
los mercenarios estadounidenses (algunos implicados en tráfico de infantes), el
asesinato de personal de Reuters por fuerzas de Estados Unidos en Bagdad, el
ejército de inocentes detenidos en Guantánamo, la tortura, las mentiras
oficiales, las cifras falsas de bajas, las mentiras de las embajadas, el
adiestramiento estadounidense de torturadores en Egipto y todos los demás
crímenes revelados por las actividades de Assange y Manning.
Supongamos que lo que revelaron hubiera sido bueno y no malo, que los documentos
diplomáticos y militares hubieran ofrecido un ejemplo resplandeciente de un
país grandioso y moral, y hubiesen demostrado esos ideales nobles y refulgentes
que la tierra de los libres siempre ha postulado. Imaginemos que las fuerzas
estadounidenses en Irak hubiesen dado repetidas veces la vida para proteger a
civiles, que hubieran denunciado las torturas cometidas por sus aliados, que
hubieran tratado a los prisioneros de Abu Ghraib (muchos de ellos completamente
inocentes), no con crueldad sexual, sino con respeto y gentileza; que hubieran
destruido el poder de los mercenarios y los hubieran enviado encadenados a
prisiones estadunidenses; que hubieran reconocido, ofreciendo excusas, los
cementerios de hombres, mujeres y niños a los que enviaron prematuramente a la
tumba en la guerra de Irak. Incluso fantaseemos por un momento con que los
tripulantes de un helicóptero estadounidense que abatieron a 12 civiles en una
calle de Bagdad no dispusieron de ellos con sus armas, y que la voz
en la radio del helicóptero gritó: ¡Esperen, creo que estos tipos son
civiles, y que esa arma tal vez es una cámara de televisión! ¡No disparen!
Como todos sabemos, eso es escapismo. Porque lo que esos cientos de miles de
documentos representaron fue la vergüenza de Estados Unidos, de sus políticos,
sus soldados, sus torturadores, sus diplomáticos. Incluso hubo un elemento de
farsa que, sospecho, enfureció a los Thiessens de este mundo mucho más incluso
que la más terrible de las revelaciones. Siempre he recordado la indignación
expresada por Hillary Clinton cuando se reveló que había enviado sus esbirros a
espiar en Naciones Unidas; sus esclavos del Departamento de Estado tuvieron que
estudiar los detalles encriptados de los delegados, sus transacciones con
tarjetas de crédito, incluso sus tarjetas de viajero frecuente. Pero ¿quién en
este mundo querría desperdiciar su tiempo estudiando las tonterías que surgían
de los incompetentes funcionarios de la ONU? ¿O, para el caso, quién en la CIA
querría perder el tiempo escuchando las conversaciones privadas de Angela
Merkel con Ban Ki Moon?
Uno de los cables que Assange reveló se refiere a la revolución iraní de 1979 y a la
afirmación del agregado estadounidense Bruce Laingen de que la psique
persa es de un egoísmo abrumador. Interesante, pero estudiantes iraníes se
habían tomado el extenuante trabajo de pegar todos los jirones de documentos de
la embajada estadounidense en Teherán en los años posteriores a 1979 y ya
habían publicado las palabras de Laingen décadas antes de que Wikileaks nos las
entregara. Tan vasta fue esa primera remesa de 250 mil documentos –que Hillary
denunció como un ataque a la comunidad internacional, sin dejar de decir
que eran presuntos documentos (como si pudieran ser falsos)–, que
pocos pudieron descubrir qué era nuevo y qué viejo. Por eso el New York Times destacó
la cita de Laingen como si fuera un hallazgo extraordinario.
Parte del material no había sido tan obvio antes –la sugerencia de que Siria había
permitido que insurgentes antiestadounidenses cruzaran su territorio desde
Líbano, por ejemplo, era absolutamente correcta–, pero
la evidencia de la fabricación iraní de bombas en el sur de Irak era
mucho más dudosa. Esta historia ya había sido alegremente filtrada al New York Times por
funcionarios del Pentágono en febrero de 2007, y recalentada en años recientes,
pero en su mayor parte era mentira. Desde la guerra Irán-Irak de 1980-88 había
equipo militar iraní desperdigado por todo el territorio iraquí y la mayoría de
los fabricantes de bombas que lo usaron eran musulmanes sunitas iraquíes.
¿Por qué esperar otros 10 años hasta que el próximo Assange nos envíe otro camión de
basura lleno de secretos de Estado?
Pero esto es buscarle tres pies al gato entre el tiradero de papeles. Semejantes
paparruchas son insignificantes en comparación con las monstruosas revelaciones
de crueldad estadounidense: el relato, por ejemplo, de cómo soldados
estadounidenses mataron a casi 700 civiles, entre ellos mujeres embarazadas y
enfermos mentales, por acercarse demasiado a sus retenes. Y la instrucción dada
a las fuerzas de Estados Unidos –trozo de historia revelado por Chelsea
Manning– de no investigar cuando sus aliados militares iraquíes flagelaban a
prisioneros con cables pesados, los colgaban de ganchos colocados en el techo,
les perforaban las piernas con taladros eléctricos y los asaltaban sexualmente.
En la evaluación secreta estadounidense de 119 mil muertos en Irak y Afganistán
(que en sí está muy por debajo de la realidad), 66 mil 81 fueron clasificados
como no combatientes. ¿Cuál habría sido, me pregunto, la reacción
estadounidense al asesinato de 66 mil ciudadanos estadounidenses, 20 veces más
que los muertos del 11-S?
Por supuesto, se suponía que no deberíamos saber nada de esto. Y podemos ver por
qué no. Lo peor de este material no era secreto porque casualmente se hubiese
deslizado hacia una carpeta de la administración militar marcada
como confidencial o solo para usted, sino porque representa el
encubrimiento de crímenes de Estado a escala masiva.
Los responsables de esas atrocidades deben ser sometidos a juicio, extraditados de
dondequiera que se escondan y encarcelados por crímenes de lesa humanidad. Pero
no… vamos a castigar a los que filtraron la información, por lastimeros que nos
parezcan sus motivos.
Claro, nosotros los periodistas, los que trabajamos para respetables
organizaciones de noticias, podemos preocuparnos por las implicaciones de todo
esto para nuestra profesión. Pero sería mucho mejor lanzarnos a la caza de
otras verdades, igualmente espantosas para las autoridades. ¿Por qué no
averiguar, por ejemplo, lo que Mike Pompeo le dijo en privado a Mohammed bin
Salman? ¿Qué promesas tóxicas pudo haber hecho Donald Trump a Netanyahu? ¿Qué
relaciones mantiene aún Estados Unidos en secreto con Irán, por qué ha
mantenido contacto importante –esporádico, silencioso y encubierto– con
elementos del régimen sirio?
Pero aquí la acostumbrada luz preventiva: lo que encontremos mediante el viejo
periodismo convencional de pedalear duro, de obtener historias por medio de
gargantas profundas o contactos confiables, nos va a revelar –si hacemos
nuestro trabajo– exactamente la misma vil mendacidad de nuestros amos que
condujo al clamor de odio hacia Assange y Manning y, de hecho, hacia Edward
Snowden. No seremos procesados porque la persecución de esos tres sentó un
peligroso precedente legal, pero seremos perseguidos por las mismas razones:
porque lo que vayamos a revelar demostrará sin remedio que nuestros gobiernos y
los de nuestros aliados cometen crímenes de guerra, y los responsables de esas
iniquidades intentarán hacernos pagar con una vida tras barrotes por tal indiscreción.
La vergüenza, y el temor de ser llamados a cuentas por lo que nuestras autoridades
de seguridad han hecho, no la violación de leyes cometida por los
filtradores de información, es de lo que se trata todo esto.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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