Niños deformes: el legado de EU en
Fallujah
Robert Fisk Periódico La Jornada Sábado 28 de abril de 2012, p. 36
Fallujah, Irak, 27 de abril. Para el pequeño Sayef no habrá primavera árabe.
Apenas de 14 meses de edad, yace en una pequeña frazada roja sobre un colchón
barato tendido en el suelo. A veces llora; su cabeza es dos veces más grande de
lo que debería ser, y está ciego y paralítico. Sayeffedin Abdulaziz Mohamed –su
nombre completo– tiene un rostro gentil y dicen que sonríe cuando otros niños lo
visitan y cuando familias y vecinos iraquíes entran en la habitación.
Pero Sayef nunca conocerá la historia del mundo que lo rodea, nunca
disfrutará las libertades del nuevo Medio Oriente. Sólo puede mover las manos y
toma únicamente leche embotellada, porque no puede deglutir. Pesa tanto que su
padre apenas puede levantarlo en brazos. Vive en una prisión cuyas puertas
estarán cerradas para siempre.
Es tan difícil escribir esta nota como lo es entender el valor de su familia.
Muchas de las familias de Fallujah cuyos niños nacieron con lo que los médicos
llaman anomalías congénitas prefieren mantener las puertas cerradas a extraños,
pues consideran a sus hijos una marca de vergüenza familiar, en vez de una
posible prueba de que algo terrible ocurrió aquí, luego de dos grandes batallas
de estadounidenses contra insurgentes en 2004, y otro conflicto en 2007.
Aunque primero negaron haber usado proyectiles de fósforo durante la segunda
batalla de Fallujah, las fuerzas estadounidenses reconocieron haberlos disparado
contra edificios de la ciudad. Reportes independientes hablan de una tasa de
defectos congénitos en Fallujah mucho más alta que en otras regiones de Irak, ya
no se diga en países árabes. Nadie, por supuesto, puede mostrar evidencia
irrebatible de que las municiones estadounidenses han causado la tragedia de
estos niños.
Sayef vive –tal vez uso la palabra después de sopesarla– en el distrito
al-Shahada de Fallujah, en una de las calles más peligrosas de la ciudad. Los
policías –todos musulmanes sunitas, como los pobladores– montan guardia con sus
armas automáticas en la puerta de la casa durante nuestra visita, pero dos de
ellos, de uniforme azul, entran con nosotros y miran visiblemente conmovidos al
bebé indefenso en el suelo; mueven la cabeza con incredulidad y su expresión
refleja una impotencia que Mohamed, el padre del niño, se niega a dejar
traslucir.
“Creo que todo esto es por el uso de fósforo por los estadounidenses en las
dos grandes batallas –dice él–; he oído muchos casos de defectos congénitos en
niños. Tiene que haber una razón. La primera vez que llevamos a nuestro hijo al
hospital vi familias que tenían exactamente el mismo problema.”
Estudios realizados a raíz de las batallas de 2004 han mostrado fuertes
incrementos en la mortalidad y el cáncer infantil en Fallujah; el más reciente,
entre cuyos autores está un médico del hospital general de la ciudad, señala que
las malformaciones congénitas ocurren en 15 por ciento de todos los nacimientos
en la localidad.
“Mi hijo no puede valerse por sí mismo –dice Mohamed, acariciando la cabeza
agrandada del pequeño–, sólo puede mover las manos. Le damos leche del biberón;
no puede deglutir. A veces ni siquiera puede tomar la leche, y entonces tenemos
que llevarlo al hospital para que le pongan suero. Nació ciego. Además, su riñón
ha dejado de funcionar. Quedó paralítico. La ceguera se debe a la
hidrocefalia.”
Mohamed sostiene las piernas inservibles de Sayef y las mueve gentilmente
hacia arriba y abajo. Cuando nació lo llevé a Bagdad; los más importantes
neurocirujanos lo revisaron. Dijeron que no podían hacer nada. Tenía un hoyo en
la espalda, que le cerraron, y luego uno en la cabeza. La primera operación no
funcionó. Tuvo meningitis.
Mohamed y su esposa son mayores de 30 años. A diferencia de muchas familias
tribales de la zona, no están emparentados entre sí y sus dos hijas, nacidas
antes de las batallas, gozan de perfecta salud. Sayed nació el 27 de enero de
2011.
“Mis dos hijas quieren mucho a su hermanito –relata Mohamed–, y a los
doctores les cae bien. Todos participan en cuidar al niño. El doctor Abdul-Wanab
ha hecho un trabajo asombroso; sin él, Sayef no estaría vivo.”
Mohamed trabaja en una empresa de mecánica de riego, pero reconoce que, con
un salario de apenas 100 dólares mensuales, tiene que recibir ayuda económica de
sus familiares. Durante el conflicto no estaba en la ciudad, y cuando regresó a
su casa, dos meses después, la encontró minada; en 2006 recibió financiamiento
para reconstruirla. Durante nuestra conversación observa largamente a su hijo y
luego lo toma en sus brazos.
“Cada vez que lo miro, muero por dentro –dice, y las lágrimas corren por sus
mejillas–. Pienso en su destino. Cada vez pesa más. Es más difícil
cargarlo.”
Le pregunto a quién culpa del calvario de su hijo. Espero una retahíla de
improperios contra los estadounidenses, el gobierno iraquí, el Ministerio de
Salud. La gente de Fallujah ha sido pintada durante mucho tiempo como pro
terrorista y antioccidental en la prensa mundial, a partir del asesinato y
cremación de cuatro mercenarios estadounidenses en la ciudad en 2004: el suceso
que marcó el principio de las batallas en las que perecieron 2 mil iraquíes,
civiles e insurgentes, junto con casi 100 efectivos estadounidenses.
Pero Mohamed calla por unos instantes. No es el único padre que nos ha
mostrado a su hijo deforme.
“Sólo pido la ayuda de Dios –dice–; no la espero de ningún ser humano.”
Lo cual demuestra, creo yo, que Fallujah, lejos de ser una ciudad de terror,
es hogar de unos hombres muy valerosos.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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