Engañar a los estudiantes para que peleen las guerras de Washington
La guerra en nuestras escuelas
Rory Fanning
TomDispatch
14 de abril de 2016
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
Conversando con los jóvenes en un mundo que nunca será verdaderamente de “posguerra”
Introducción de Tom Engelhardt
Esta es la terceraronda; es evidente que esta vez el Pentágono quiere hacer las cosas bien
–verdaderamente bien–. ¿Qué otra explicación puede haber para el envío de 12
generales a Irak? (según Nancy Youssef, del Daily Beast, un general por cada 416 soldados estadounidenses que se estima están en ese país).
Tened en cuenta que esos 12 oficiales no incluyen a los generales y almirantes que supervisan la guerra aérea, el apoyo
naval y otros aspectos de la campaña contra el Estado Islámico en alguna parte
de Oriente Medio o desde la retaguardia en Estados Unidos; tampoco incluyen a
los generales de las fuerzas aliadas como las de Australia y Gran Bretaña, que
también están en Irak. Youssef brinda un número “cauteloso” de 21 “altos
oficiales”, entre ellos los aliados, que se encuentran ahora en ese país para
supervisar el esfuerzo bélico en el lugar. Entre otras cosas, son responsables
de asegurar el éxito del mayor objetivo señalado tanto en Washington como en
Bagdad para 2016: una ofensiva para recuperar la segunda ciudad más importante
del país, Mosul. Esta ofensiva tuvo un entusiasta inició hace unas pocas
semanas cuando el ejército iraquí recapturó algunas aldeas poco conocidas en la
carretera de Mosul. Sin embargo, poco tiempo después se informó de que la
ofensiva había tenido un desalentador alto cuando una parte de las fuerzas del
ejército iraquí –adiestradas y armadas una vez más por Estados Unidos– había
empezado a deshacerse otra vez en medio de deserciones en masa (el ejército
iraquí ya se había derrumbado en junio de 2014 al enfrentarse con unidades,
inferiores en número, pero mucho más resueltas, de combatientes del Estado
Islámico).
En el ínterin, tanto en Irak como en Siria, las operaciones de EEUU parecían estar en una misión
inexorablemente cada vez más lenta, con el continuo aporte de nuevas tropas y tipos
de operaciones especiales enviados a esos países de un modo muy controlado,
presumiblemente con el objetivo de justificar algún día la cantidad de
generales que esperarían allí. En algún sitio de lo más pesado del Pentágono,
seguramente habrá una oficina de los eternamente renovados déjà-vu, ¿acaso no debería haberlo?
(hablando de déjà-vu, la semana pasada Estados Unidos lanzó otro
ataque aéreo más en Somalia, y supuestamente, mató a otro jefe más de
al-Shabab, el movimiento terrorista autóctono. Si es posible ganar una guerra mediante la repetición de la muerte de jefes de ese
movimiento, en este momento Estados Unidos sería el mayor vencedor en la
historia de la guerra).
Mientras tanto, en Afganistán... pero, realmente, ¿debo deciros algo sobre los avances en el
terreno de un resurgido Talibán en el última año, sobre la llegada del Estado
Islámico a ese país, sobre los titubeantes planes de retirada (una vez más) de
las tropas estadounidenses después de casi 15 años de la segunda guerra de EEUU
en ese lugar, o sobre otros relatos llegados desde lo más profundo de las
eternas guerras en ese país? A mí me parece que no. Incluso aunque no haya
leído las noticias más recientes, podéis adivinarlo, ¿no es así?
Y este, por supuesto, es el reiterativo mundo de la guerra (y el fracaso) en el que son reclutados los
jóvenes, sobre todo los de las escuelas secundarias más pobres, incluso aunque
no se enteren de ello, vía JROTC*. Se trata de un programa financiado por el
Pentágono que promete “allanar el camino para que en el futuro puedas acceder a
la universidad, dar un significado a tu vida, visitar tierras exóticas”, al
tiempo que se asegura que a las fuerzas armadas del país –totalmente integradas
por voluntarios– nunca les faltará tropas frescas para despacharlas a viejos
(poco a poco convertidos en antiguos) conflictos. Tal como escribió Ann Jones,
“No debería ser un secreto que Estados Unidos tiene el mayor, mejor organizado
y más eficiente sistema de reclutamiento de niños-soldados del mundo. Sin
embargo, con inusitada modestia, el Pentágono no lo llama así. El nombre que le
da es ‘programa de desarrollo juvenil”.
Por lo tanto agradezcamos los pequeños favores que alguien –en este caso un ex ranger del ejército de
EEUU y colaborador habitual de TomDispatch Rory Fanning (autor de Worth Fighting For:
An Army Ranger’s Journey Out of the Military and Across America) que siente
la necesidad de hacer algo en relación con la propaganda militar en nuestras
escuelas. Para mí, Fanning es el equivalente de cualquiera de los 12 generales
mencionados antes; necesitamos más hombres como él, tanto en esas escuelas como
en todo nuestro país.
* * *
Un ex ranger encuentra una nueva misión
Cada día de Año Nuevo, salgo temprano con algunos amigos hacia el lago Michigan. Buscamos un lugar tranquilo en lo
que, solo seis meses antes, era una cálida playa de Chicago. Después avanzamos
con dificultad con la nieve hasta las rodillas llevando solo bañador y botas y
luchando contra el viento racheado y la resaca de la Noche Vieja. Por fin
llegamos al sitio donde la nieve se encuentra con la costa y rompemos la gruesa
capa de hielo chillando y soltando tacos para sumergirnos en el agua casi helada.
Me costó un tiempo empezar a entender por qué hago esto cada año o, para el caso, por qué en la última década desde
que dejé las fuerzas armadas yo continué infligiéndome otros sufrimientos con
tan desconcertante regularidad. Por ejemplo, muchas veces levanto pesas en el
gimnasio hasta el agotamiento. A veces, en las noches de verano, nado solo tan
lejos como puedo a través de las matas de alga en las negras aguas del lago
Michigan tratando de conseguir lo que solo puedo describir como una sensación de caída.
Hace unos años, recorrí Estados Unidos andando con 25 kilos en la espalda para la Fundación Pat Tillman en un
obsesivo intento de verme libre de “mi” guerra. Los fines de semana, limpio mi
casa con la misma obsesiva actitud. Y, ciertamente, algunas veces bebo demasiado.
En parte, aparentemente, he estado buscando alguna forma creativa de asustarme a mí mismo, tal vez para revivir
momentos de mi vida militar, algo que jamás quería volver a vivir; esto es más
o menos lo que me dijo un psicólogo. Según ese doctor (a menudo pienso que yo
sería el último en saberlo), yo estoy tratando desesperadamente de recrear los
momentos de producción de adrenalina como aquél en que, siendo yo un ranger,
salté una noche desde un avión para descender en una zona desconocida para mí
en la que podían dispararme en cuanto pisara tierra. O estoy tratando de
reproducir la energía que sentí cuando me lancé desde un helicóptero Blackhawk,
con gafas de visión nocturna, e irrumpí en una casa familiar en Afganistán,
donde debía reducir a alguien y sacarlo de allí para que fuera llevado a una
prisión controlada por Estados Unidos –estilo Guantánamo– en su propio país.
Este doctor dice que es bastante habitual que mi inconsciente quiera revivir la sensación que me invadió cuando
supe que mi amigo acababa de saltar por los aires por un bomba al costado del
camino mientras estaba de patrulla a las 2 de la madrugada, un momento en que
la mayoría de la gente normal está durmiendo. De algún modo, en las horas más
extrañas, mi mente cree que es perfectamente adecuado repetir los momentos en
que los cohetes estallaban cerca de mi tienda en la noche en un remoto valle de
Afganistán. O cuando fui arrestado por la policía militar después de haber
desertado como uno de los primeros rangers que intentaron dejar de participar
en la guerra global contra el terror de George W. Bush.
Ahora soy consciente, como no lo era hace unos años, de que mi impulso por probar mis límites después de la guerra
es algo típico en la vida de muchos de los que han regresado a casa después de
haber combatido en Afganistán o Irak en estos años y, para algunos de ellos, a
juzgar por el aumento del índice de suicidios entre los veteranos de la guerra
global contra el terror, se ha comprobado que ese impulso ha llegado a extremos
a los que yo no llegué. Pero después de más de 10 años de haber dejado el
ejército como objetor de conciencia, al menos al fin puedo reconocerlo y dar
testimonio de la alteración que todos nosotros llevamos de vuelta a casa
después de haber combatido en las guerras estadounidenses del siglo XXI, al
menos aquellos de nosotros que no fuimos mutilados o destrozados por ellas.
He aquí una buena noticia en el nivel estrictamente personal: a medida que me hago mayor me siento menos inclinado a
realizar esos actos de masoquismo, de daño autoinfligido. Sin duda, parte del
cambio tiene que ver con la edad –todavía no sé emplear la palabra “madurez”–,
pero también hay otra razón. Encuentro ahora un espacio mucho mejor donde poner
todo esa energía acumulada dentro de mí. He empezado a hablar con los
estudiantes de secundaria que están siendo objeto de una intensa propaganda por
parte de las fuerzas armadas de Estados Unidos acerca de los atractivos, los
placeres y los aspectos positivos de la guerra al estilo estadounidense. Les
hablo de mis propias experiencias; esto, a su vez, está cambiando mi vida. Me gustaría
contarles sobre esta cuestión.
Rellenando los espacios en blanco
La primera vez que fui a hablar con los estudiantes de secundaria sobre mi vida con los rangers en Afganistán me
sorprendí al darme cuenta de que sentía la misma energía que recorría mi cuerpo
antes de zambullirme en el lago Michigan o cuando ataba los cordones de mis
zapatillas de gimnasia para una tanda de ejercicios. Pero lo más extraño fue
que una vez que había dicho lo mío con toda la honestidad de la que fui capaz,
sentí la tranquilidad y la determinación que yo había tratado de alcanzar con
mis viejos y violentos rituales, y nunca lo había conseguido; esa sensación me
acompañó durante varios días.
Esa primera vez yo era uno de los pocos blancos en una escuela secundaria pública de Chicago, bastante lejos del
centro hacia el sur. Una profesora me acompaña a lo largo de anchos y
maltrechos corredores hasta el aula donde yo hablaría. Pasamos por una sala
decorada con ocho banderas de Estados Unidos, cuatro de ellas flanqueando sus dos
puertas. “La oficina de reclutamiento”, dice la profesora haciendo un gesto en
dirección a las banderas; después me pregunta: “¿Tienen oficinas de
reclutamiento en las escuelas suburbanas en las que usted habla?”.
“No sé. Todavía no he hablado en ninguna de ellas sobre este tema”, le respondo. “Ciertamente, no había ninguna
a la vista en la escuela pública en la que estuve, pero sé que en todo el país
hay 10.000 reclutadores que están trabajando con un presupuesto de publicidad
de 700 millones de dólares anuales. Me parece que donde hay más probabilidad de
ver reclutadores es en las escuelas donde los jóvenes tiene menos opciones
después de la graduación.”
En ese momento, llegamos al aula designada para la charla y soy cálidamente saludado por el profesor de estudios
sociales que me ha invitado. En una de las paredes del aula hay colgadas fotos
de Ida B. Wells, Martin Luther King, Malcom X y otros revolucionarios negros. La
primera vez que él ha oído algo sobre mi deseo de conversar con los estudiantes
sobre mis experiencias en tiempo de guerra fue a través de Veteranos para la
Paz, una organización a la que pertenezco. “Que yo sepa, no existe un relato
que rebata el que enseñan a los chicos los instructores del JROTC”, me dice él,
visiblemente molesto, mientras esperamos a que lleguen los estudiantes. “Sería
estupendo si usted pudiera proporcionales más elementos para que ellos
completen el panorama.” Después continúa para contarme la frustración que
siente con el sistema educativo de Chicago en el que los barrios más pobres de
la ciudad están cerrándose a un ritmo record y, sin embargo, el distrito
escolar de alguna manera siempre tiene el dinero extra para ayudar al programa
JROTC (Cuerpo de Adiestramiento de Jóvenes Oficiales de Reserva) financiado por
el Pentágono. Justamente, los muchachos empiezan a entrar al aula, riendo y
moviéndose como los adolescentes que son. Me siento cohibido.
“Muy bien. Sentaos todos; hoy tenemos un invitado que hablará con nosotros”, dice el profesor. Él irradia una
confianza que ya me gustaría a mí tenerla. El ruido en la sala se apaga hasta
algo cercano al silencio. Está claro que los muchachos le respetan. Yo solo
espero que un poco de ese respeto se derrame sobre mí.
Vacilo un instante y después empiezo; he aquí al menos una parte de lo que recuerdo que les dije y lo que pasó:
“Gracias”, empiezo, “por recibirme. Me llamo Rory Fanning y he venido para contarles por qué me alisté en el
ejército. También hablarles de lo que vi mientras era militar y por qué lo dejé
antes de que se acabara mi contrato.” El silencio en el aula se extiende; esto
me anima y me lanzo.
“Me aliste en el cuerpo de rangers para poder saldar el préstamo que me concedieron para estudiar y para hacer lo
que pudiera para prevenir otro ataque terrorista como el del 11-S... Algunas
veces, mi adiestramiento fue difícil y aburrido. Mucha privación de comida y de
sueño. Creo que los jefes me adiestraban principalmente en la obediencia a sus
órdenes. Las fuerzas armadas y el pensamiento crítico no se llevan muy bien...”
Mientras continúo sobre la indescriptible pobreza y desesperación que vi en Afganistán, un país que
durante décadas no había conocido otra cosa que la ocupación y la guerra civil
y del que antes de mi llegada yo sabía menos que nada, pude sentir que mi
nerviosismo desaparecía. “Los edificios de Kabul”, les conté “tienen enormes
agujeros y están en ruinas; fuera de la ciudad, por todas partes hay restos de
tanques rusos y aviones caza.”
Soy incapaz de contener mi asombro. Los jóvenes siguen ahí conmigo. Ahora les explico que las fuerzas armadas de
Estados Unidos ofrecían miles de dólares a quien estuviese dispuesto a
identificar a supuestos miembros del Talibán y la forma en que nosotros
utilizábamos la información obtenida para asaltar casas. “Después me di cuenta
de que esa inteligencia, si así pudiéramos llamarla, estaba basada en la
desesperación.” Les explico que un afgano abyectamente pobre, que busca la
forma de alimentar a su familia, podía estar dispuesto a señalar a cualquiera a
cambio de acceder a los dólares ofrecidos por los militares estadounidenses. En
un sitio donde la industria es escasa y los empleos administrativos también, la
gente hace cualquier cosa para sobrevivir. Deben hacerlo.
Les hablo de lo insoportablemente extraña que es la calidad de vida afgana para los militares de Estados Unidos. Son
pocos los que hablan su lengua. Ninguno de nosotros tenía la menor idea de la
cultura del pueblo al que tratábamos de comprar. Con demasiada frecuencia
derribábamos puertas y nos llevábamos de su casa a algún afgano no por su
vinculación con el Taliban o al-Qaeda, sino porque su vecino le tenía rencor.
“La mayoría de los afganos que capturábamos no tenían vínculo alguno con el Talibán. Incluso algunos prometían
lealtad a la ocupación de Estados Unidos, pero eso no importaba.” Terminaban
encapuchados en alguna prisión de mala muerte.
Los muchachos ya me prestan verdadera atención, entonces les suelto todo. “El Talibán se rindió unos meses antes de
que yo llegara a Afganistán, a principios de 2002, pero para nuestros políticos
en Washington y los generales que daban las órdenes eso no era suficiente. Nuestro
trabajo era hacer que la gente volviera a pelear.”
Dos o tres estudiantes solataban algún grito ahogado cuando cuento cómo mi compañía de rangers ocupó la escuela
de un pueblo y nuestro comandante ordeno que se suspendieran las clases
indefinidamente porque aquél era un lugar excelente para alojar a la tropa; no
había muchos directores de escuela en el Afganistán rural que pudieran disuadir
de hacer lo que quisiera al más tecnológicamente avanzado y potente poder
militar de la historia. “Recuerdo”, les digo, “cuando dos hombres en edad de
combatir entraron en la escuela que estábamos ocupando. Uno de ellos no mostró
un nivel aceptable de deferencia con mi sargento, entonces los detuvimos. Arrojamos
al demasiado confianzudo en un cuarto y a su amigo en otro; el hombre que no
había sonreído como debía oyó un disparo y pensó –esa era la intención– que
acabábamos de matar a su amigo por no haber dicho lo que nosotros queríamos y
que él sería el siguiente.”
–Eso es una tortura –susurra uno de los jóvenes.
Después les hablo de por qué estoy más orgulloso por haber dejado el servicio militar que de cualquier otra cosa
de las que hice mientras era ranger. “Me alisté para prevenir otro 11-S, pero
mis dos periodos de servicio en Afganistán hicieron que me diera cuenta de que
yo estaba creando un mundo menos seguro. Ahora sabemos que la mayor parte del
millón, más o menos, de personas que hemos matado desde el 11-S eran civiles
inocentes, personas que no participaban en el juego y no tenían razón alguna
para combatir hasta que fueron empujados a ello cuando las fuerzas armadas de
Estados Unidos mataron o hirieron a algún familiar que a menudo no era más que
alguien que pasaba por ahí.
“¿Sabíais”, continúo, citando una estadística realizada por el graduado en ciencias políticas Robert Pape, de la
Universidad de Chicago, “que ‘entre 1980 y 2003 ha habido 343 ataques suicidas
en el mundo y que, como mucho, el 10 por ciento era de inspiración
antiestadounidense? Desde 2004, ha habido más de 2.000 y más del 91 por ciento
fueron contra Estados Unidos y sus aliados en Afganistan, Irak y otros sitios’.
Yo no quería seguir formando parte de esto y por eso lo dejé.”
Revelar todo
Los estudiantes de secundaria de Chicago y aledaños no están acostumbrados a escuchar estas cosas. El sistema
escolar público de esta zona tiene más estudiantes en el programa JROTC –cerca
de 10.000; el 45 por ciento de ellos son afroestadounidenses y el 50 por
ciento, hispanos– que cualquier otro distrito escolar de Estados Unidos. Y tal
vez el que tantos de esos muchachos presten atención se deba exactamente a que
lo último que discutan los instructores del JROTC es sobre las realidades de la
guerra, incluyendo por ejemplo el sorprendente número de veteranos de Irak y
Afganistan que viven en la calle porque son incapaces de volver a integrarse en
la sociedad después de sus experiencias en lejanas guerras.
Cuando invito a los estudiantes a conversar conmigo sobre la guerra y la vida de cada uno de ellos, me entero de
historias de hermanos mayores abrumados con las llamadas de tipo comercial de
sus instructores. “Es muy irritante”, dijo uno. “Mi hermano nunca pudo saber
dónde el reclutador consigue su información.”
“Los reclutadores disponen de información para contactar con cada uno de los estudiantes en esta escuela”,
les digo. “Y eso es legal. La ley Ningún Niño Dejado Atrás, promulgada poco
después del 11-S hace hincapié en que vuestra escuela entregue al departamento
de Defensa información sobre vosotros si quiere recibir fondos federales.”
Pronto queda claro que esos estudiantes tienen muy poca idea del contexto en el que se dan sus encuentros
con las fuerzas armadas de Estados Unidos y sus promesas de un brillante
futuro. No saben casi nada, por ejemplo, de nuestra historia reciente en Irak y
Afganistán o de nuestro permanente estado de guerra en el Gran Oriente Medio y
–cada vez más– en África. Cuando les pregunto cuántos de ellos han firmado para
entrar en el programa JROTC, me hablan de oportunidades de “liderazgo” y de
“estructurar” su vida. Están centrados, como yo lo había estado, en poder pagar
sus estudios o en la posibilidad de “ver mundo”. Alguno dijo que están en el
JROTC porque no querían hacer clases de gimnasia. Uno declara honestamente: “No
sé; sólo estoy [en el JROTC]. No me lo he pensado mucho”.
Como yo los interrogo, ellos también me indagan.
–¿Qué piensa tu familia de que dejaras el servicio militar? –me pregunta uno.
–Bueno –respondo–, “no lo hablamos mucho. Yo provengo de una familia a la que le cae bien lo militar; ellos
prefieren no pensar en que lo que hice en Afganistán era malo. Creo que es por
eso que a mí me costó tanto hablar francamente en público sobre mi tiempo con los rangers.
–Hubo otros factores que pesaron en tu decisión de hablar abiertamente de tu experiencia militar o solo fue el
temor a la reacción de tu familia –me pregunta inteligentemente un estudiante.
Y yo le contesto con toda la honestidad posible: “Incluso a pesar de que, por lo que sé, yo hice algo que
ningún ranger había hecho hasta entonces en los tiempos que siguieron al 11-S
–la investigación de antecedentes psicológicos y físicos para la admisión en el
cuerpo de los rangers hace que la probabilidad de que un ranger cuestione una
misión o abandone su unidad sea prácticamente nula– yo me sentía intimidado. No
debería haber sido así, pero cuando lo dejé mis mandos continuaron vigilándome.
Hicieron que pareciera que podían llevarme a la cárcel o de vuelta al servicio
militar para castigarme si en cualquier momento yo hablaba de mi tiempo de
servicio en el cuerpo de rangers. Aunque, como todos los rangers, yo tenía un
espacio secreto de seguridad”. Varias cabezas muestran entendimiento. “Las
fuerzas armadas y la paranoia van de la mano. Entonces, me quedé tranquilo.” Y
les dije: “También empecé a leer libros como el de Anand Gopal No Good Men Among the Living
(No hay hombres buenos entre los vivos), una brillante crónica periodística de nuestra invasión de Afganistán
contada desde la perspectiva de los afganos reales. Y empecé a encontrarme con
veteranos que habían tenido experiencias parecidas a las mías y estaban
ventilándolas. Esto ayudó a aumentar mi confianza.”
–¿La vida militar es como se ve en Call of Duty –me pregunta uno de los muchachos, refiriéndose a un popular
videojuego cuyo protagonista es un tirador solitario.
–Nunca lo jugué –respondo–. ¿Hay niños que gritan cuando matan a su madre y su padre? ¿Mueren muchos civiles?
–No –dice, incómodo.
–Bueno, entonces no es real. Además, si quieres puedes apagar el videojuego. Puedes apagar la guerra.
Ni siquiera mi mal chiste puede romper el silencio que reina en el aula. Por fin, después de una pausa, uno de
los estudiantes dice:
–Hasta ahora nunca he escuchado algo como esto.
Lo que siento es la otra cara de esa respuesta. La primera experiencia mía conversando con la futura carne de cañón
de Estados Unidos confirma mi suposición de que –nada sorprendente– los
reclutadores en nuestras escuelas nada les dicen a los jóvenes que podría hacer
que se lo pensaran dos veces antes de verse atraídos por las promesas de gloria
de la vida militar.
Me marcho de esa escuela con una increíble sensación de tranquilidad, algo que no había sentido desde que llegué
a Afganistán. Me digo a mí mismo que quiero conversar en un aula al menos una
vez por semana. Me doy cuenta de que me ha llevado 10 años, incluso escribiendo
un libro sobre la cuestión, reunir el coraje necesario para hablar abiertamente
sobre mis años en el servicio militar. Si solo me hubiese comprometido antes
con estos muchachos en lugar de castigarme por las circunstancias de vida en
las que George W. Bush, Dick Cheney los suyos me habían metido... De pronto,
algo de la paranoia que hay dentro de mí parece derretirse y el resto de culpa
que todavía siento por darme de baja de los rangers –los mandos me hicieron
creer que no había nada más cobarde que “abandonar a tus hermanos ranger”–
antes de tiempo y como protesta parece evaporarse también.
Ahora pienso en continuar adelante y revelar todo. Si un adolescente está a punto de engancharse para matar y morir
por una causa o incluso la promesa de una vida mejor, entonces lo menos que
ella o él deberían saber es lo bueno, lo malo y lo horrible de ese trabajo. No
me ilusiono con que muchos muchachos –tal vez la mayoría, quizás todos ellos–
no se alisten de todos modos, sin tener en cuenta lo que yo les diga. Pero me
comprometo conmigo mismo: no al moralismo, no a los lamentos, nada de juzgar. Ahora,
este es mi credo. Sólo los hechos, tal como los veo.
Una nueva misión
Estoy en una operación; esto me resulta extrañamente familiar. Pienso en eso como una forma distinta de ser un
ranger en un mundo que nunca –tal parece– será verdaderamente de posguerra. Pero
como pasa con todo lo que está en la mente de uno: es más fácil decirlo que
hacerlo. El mundo, tal como está, no ansía darme la bienvenida en mi nueva misión.
Comienzo haciendo llamadas telefónicas. Creo un sitio web para anunciar mis charlas. Me comunico con
profesores amigos para decirles que estoy dispuesto a hablar en su escuela. Estoy
preparado para llenar mi calendario en unas semanas, pero pasa un mes y nadie
me llama. El teléfono permanece en silencio. Estoy cada día mas frustrado. Por
suerte, un amigo me habla de una subvención patrocinada por el Sindicato de
Profesores de Chicago que está diseñada para mostrarles a los jóvenes
experiencias educacionales del mundo real de las que quizá no se enteren en la
escuela. Me inscribo, prometiendo hablar en 12 de las 46 escuelas de Chicago
con programa JROTC durante el año lectivo 2015/2015. La subvención es aprobada
en septiembre y, mejor aún, promete entregar gratuitamente un ejemplar de mi
libro Worth Fighting For (Vale la pena luchar por algo).
No dudo un segundo que esto asegurará mi presencia al frente de las aulas de los muchachos. Tengo nueve largos meses
para arreglar encuentros en esas 12 escuelas. Decido que incluso podría
intentarlo en alguna escuela más. Creo una página en Facebook de modo que los
profesores y directores puedan saber de mis charlas y arreglar conmigo
directamente. En el boletín informativo de los profesores aparecen tanto mi
sitio web como mi página de Facebook, y en ellos destaco la promoción del
Sindicato de Profesores de Chicago. Pienso: ¡estoy lanzado! Incluso utilizo los
tablones de anuncios, gasto algún dinero en anuncios en Facebook y una vez más
me comunico con todos mis profesores amigos.
Estamos en abril, han pasado siete meses del año escolar y solo dos profesores se han comunicado conmigo por las
charlas. “Estuvo tranquilo y supo despertar la atención de los estudiantes; al
día siguiente, las reflexiones de los muchachos mostraban que habían disfrutado
conversando con él. No tuve ninguna duda cuando le pedí que volviera a hablar a
mi clase todos los años”, escribió Dave Stieber, uno de los profesores.
Finalmente, sin embargo, esto está empezando a afectarme. En el mundo en que vivimos, la vida da miedo y no soy el
único que va al lago Michigan en las frías mañanas o las lúgubres noches del
invierno. Los profesos también están preocupados. Estos son días oscuros para
ellos. Son atacados y deben luchar contra la privatización de la escuela, las
clausuras y las embestidas políticas a sus pensiones. El conocido programa
JROTC es una vaca lechera que vierte dinero en sus escuelas; los profesores
están desanimados porque ya se ven en un barco tratando de navegar en aguas agitadas.
“Usted traerá demasiada ‘tensión’ a nuestra escuela”, me dice un profesor con pena. “Si tienen planes de ir a la universidad,
la mayoría de mis muchachos necesitan de los militares”, me cuenta otro, que me
dice que de cualquier modo ya no puede invitarme a su escuela. Incluso algunas
promesas de invitarme quedan en la nada. Después de todo, ¿quién quiere
provocar problemas o dificultades extracurriculares cuando los profesores ya
están siendo atacados ferozmente por el mayor Rahm Emanuel y su consejo escolar no elegido?
Lo entiendo pero, aun así, en un país sin servicio militar obligatorio la correa de transmisión escuela-fuerzas
armadas del JROTC es un salvavidas para un Washington en guerra permanente en
todo el Gran Oriente Medio y partes de África. Sus interminables conflictos no
serían posibles si aquellos muchachos con quienes yo había conversado en
algunas aulas visitadas por mí no continuasen alistándose voluntariamente. Los
políticos y los consejos escolares, una y otra vez, claman que el sistema
escolar está quebrado. No hay dinero para comprar libros, para pagar el salario
o la jubilación de los profesores, ni para la salud, ni para los almuerzos, etc...
Pero, así y todo, en 2015 el gobierno de Estados Unidos gastó 598.000 millones de dólares en las fuerzas armadas; más
de la mitad de esta suma forma parte de un presupuesto discrecional, y
representa casi 10 veces lo gastado en educación. En 2015, también nos
enteramos de que el Pentágono continúa vertiendo recursos en lo que se estima
terminarán siendo 1,4 billones (sí, leyó bien: 1.400.000.000.000) de dólares en
una flota de aviones de combate que quizás nunca funcionen como lo anunciado. Imagine
el lector el sistema escolar que tendríamos en este país si los profesores
fuesen pagados tan bien como los contratistas de los sistemas de armas. Enfrentarse
a los ataques a la educación en Estados Unidos significaría en parte también
tratar de cortar el conducto que una la escuela con las fuerzas armadas en
lugares como Chicago. Es difícil librar interminables guerras de billones de
dólares si no se recluta a los estudiantes.
Justamente hace unos días tuve una charla en una escuela secundaria de Peoria, a tres horas al sur de Chicago. “Mi
hermano no ha salido de la casa desde que regresó de Irak”, me dijo una
estudiante con lágrimas en los ojos. “Lo que usted ha dicho me ayuda a entender
mejor su situación. Es posible que ahora tenga más cosas que decirle.”
Este es el tipo de comentarios que me recuerda que existe una audiencia para lo que tengo que decir. Lo único que
necesito es pensar un modo de sortear a los guardianes. Créame, continuaré
escribiendo, molestando y anunciando mi disposición a conversar con los jóvenes
de Chicago que están a punto de convertirse en militares. No voy a renunciar:
hablar honestamente sobre mis experiencias es mi terapia en este momento. Cuando
termina el día, yo necesito a esos estudiantes tanto como ellos me necesitan a mí.
* JROTC es la abreviatura de Junior Reserve Officer Training Corps, es decir, el Cuerpo de Adiestramiento de
Jóvenes Oficiales de Reserva. (N. del T.)
Rory Fanning, colaborador regular de TomDispatch, es el
autor de Worth Fighting For: An Army Ranger’s Journey Out of The Military and Across America y coautor del libro de próxima
publicación Long Shot: The Struggles and Triumphs of an NBA Freedom Fighter.
http://www.tomdispatch.com/post/176125/tomgram%3A_rory_fanning%2C
_talking_to_the_young_in_a_world_that_will_never_truly_be_%22postwar%22/#more
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