EU: impunidad perpetuada
Editorial de La Jornada La Jornada 20 de mayo de 2009
En una votación dividida, de cinco contra cuatro, la Corte Suprema de
Justicia de Estados Unidos rechazó juzgar a dos altos funcionarios de la
administración de George W. Bush, el ex procurador general de ese país, John
Ashcroft, y el actual director de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI,
por sus siglas en inglés), Robert Mueller, acusados de diseñar una red de
reclusión y abuso en contra de sospechosos de terrorismo.
El máximo tribunal del vecino país revocó así la decisión de una corte
federal de apelaciones en Nueva York que dictaminaba que Mueller y Ashcroft
podían ser responsabilizados de los maltratos a los que fueron sometidos cientos
de inmigrantes musulmanes –entre ellos el denunciante Javaid Iqbal–, detenidos
tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 y posteriormente procesados por
violaciones a las leyes migratorias y otros delitos menores, sin que pudiera
probarse vínculo alguno con el terrorismo. El propio Iqbal, luego de haber
permanecido varios meses en una prisión de Brooklyn, privado de atención médica
y sometido a revisiones humillantes y golpizas sistemáticas –según su
testimonio–, fue declarado culpable de fraude y finalmente deportado a Pakistán,
su país de origen.
La determinación de la Corte Suprema de Estados Unidos tiene implicaciones
escandalosas e inaceptables por cuanto proporciona, en los hechos, una cobertura
de impunidad a los posibles autores intelectuales y materiales de crímenes de
lesa humanidad, a pesar del reclamo de distintas organizaciones humanitarias
internacionales y de amplios sectores de la sociedad estadounidense, y no
obstante la sobrada evidencia de gran cantidad de atropellos perpetrados por
funcionarios civiles y militares estadounidenses en el contexto de la guerra
contra el terrorismo, abusos que difícilmente pudieron haber ocurrido sin el
conocimiento y la anuencia de altos funcionarios de la administración Bush.
A lo anterior deben añadirse los recientes enredos declarativos de la
presidenta de la Cámara de Representantes en Washington, Nancy Pelosi, quien
primero acusó a la Agencia Central de Inteligencia de ocultar al Congreso del
vecino país la aplicación de técnicas de tortura a los enemigos combatientes
capturados tras las invasiones a Afganistán e Irak, y después reconoció estar
enterada de dichas prácticas desde 2003.
Estos hechos, en conjunto, dañan severamente la imagen del sistema de
justicia de Estados Unidos, de por sí desvirtuado; exhiben a connotados
integrantes de las máximas instancias Judicial y Legislativa de aquella nación
como garantes de la impunidad –ya sea por acción o por omisión– y erosionan, a
fin de cuentas, la credibilidad del proyecto político de Barack Obama, quien
llegó a la Casa Blanca hace casi cuatro meses con la consigna de sanear la vida
institucional de Estados Unidos y sacar a ese país de la bancarrota política y
moral en que se encuentra como saldo de la desastrosa era Bush.
No puede pasarse por alto, en lo que respecta al fallo judicial mencionado,
que la absolución de los funcionarios referidos pudiera resultar, en lo
inmediato, conveniente en términos políticos para el propio Obama, pues
reduciría las presiones ejercidas por los halcones de Washington, uno de
cuyos representantes, el ex vicepresidente Dick Cheney, ha adquirido en los
últimos días notoriedad mediática como crítico virulento de la actual
administración. Es claro, sin embargo, que si el mandatario estadounidense no
encuentra la manera de revertir la sentencia emitida ayer por la Corte Suprema,
ésta acabará, más temprano que tarde, por deteriorar la confianza que en él han
depositado los electores de la nación vecina, así como amplias franjas de la
población mundial.
Ante estas consideraciones, es deseable que el presidente de Estados Unidos
entienda que la situación que hoy enfrenta su país no es muy diferente a las que
en su momento se vivieron en las naciones sudamericanas en la época posterior a
las dictaduras militares; en España, tras el fin de la era franquista, e incluso
en nuestro país, después del periodo en que el poder público emprendió una
guerra sucia contra oposiciones armadas pero también contra luchadores sociales
pacíficos: un periodo en el que los precedentes inmediatos del ejercicio ilegal,
criminal y abusivo del poder demandan una investigación a fondo, el
esclarecimiento de los crímenes cometidos y el castigo a los responsables.
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