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El estilo de tortura estadounidense

21/07/2013

Por Alexander Cockburn y Jeffrey St. Clair, CounterPunch

La tortura está sólidamente instalada en el arsenal represivo de los EE.UU. La tortura no está en las sombras, donde siempre se la pudo encontrar, sino en un sitio visible y central, y es aplaudida vigorosamente por importantes políticos. Rituales de coerción y humillación se filtraron dentro de la cultura al punto que los equipos de seguridad aeroportuaria se acostumbraron a manosear a las mujeres viajantes, hasta que un grupo de turistas norteamericanos se rebeló contra estos cacheos invasivos.

Siempre han existido formas encubiertas de tortura, así como siempre hubieron asesinatos, reconocidos y anónimos. Luego de la II Guerra Mundial el antecesor de la CIA, la OSS importó nazis expertos en técnicas de interrogación. Pero se trataba de la era de la competencia por la Guerra Fría: El Tio Sam y los Buenos contra los sucios Rusos y Chinos. El gobierno de los EE.UU. llegaría hasta la desesperación para negar las acusaciones contra agentes de la CIA o USAID por realizar torturas.

Uno famoso caso fue el de Dan Mitrione, quien trabajaba para la Agencia de los EE.UU. para el Desarrollo Internacional (USAID) enseñando técnicas de tortura a interrogadores brasileros y uruguayos. Mitrione fue capturado y ejecutado por la guerrilla uruguaya Tupamaros, convirtiéndose en el protagonista de la película de Costa Gavras “Estado de Sitio” (Stage of Siege). La CIA montó una enorme operación de encubrimiento para intentar desacreditar las acusaciones contra Mitrione, quien habría dicho a sus estudiantes: “El dolor preciso, en el lugar preciso, en cantidades precisas, para obtener el efecto deseado.”

La conciencia liberal norteamericana comenzó a aceptar la tortura en junio de 1977. Durante ese mes el London Sunday Times publicó una amplia cobertura de la tortura a palestinos por parte de las fuerzas armadas israelitas y la agencia de seguridad Shin Bet. De repente los partidarios norteamericanos de Israel argumentaban que ciertas técnicas de privación sensorial, forzar a posiciones corporales dolorosas con la cabeza encapuchada,  el encierro en “celdas” del tamaño de una caja de cartón, etc.- de alguna manera no eran tortura, o justificaban la tortura moralmente mediante la teoría de la “bomba de tiempo.”[1]

Por delante se encuentra el repulsivo espectáculo de Alan Dershowitz, Profesor de la Escuela de Leyes de Harvard y supuesto liberal, defensor de los derechos civiles, recomendando a Israel la noción de “órdenes judiciales de tortura,” según la cual los destinatarios de esas órdenes judiciales estarían “sujetos a medidas físicas monitoreadas judicialmente diseñadas para generar un dolor insoportable sin dejar ningún tipo de daño perdurable.” Una de las formas de tortura recomendadas por el profesor de Harvard era “clavar una aguja esterilizada por debajo de las uñas.”

Con la Gran Guerra contra el Terror lanzada luego de los ataques a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, la tortura emprendió su camino bajo la brillante luz del día.

Uno de los responsables fue Donald Rumsfeld, Secretario de Defensa de George W. Bush. Fue quien dio su aprobación, primero verbal y luego escrita, para realizar torturas en Guantánamo, aprobando el uso de las tristemente célebres técnicas de aislamiento, privación del sueño y degradación psicológica. Rumsfeld mismo estuvo a cargo de la microgestión de las humillaciones. (Para conocer uno de los horrorosos tormentos sufrido por un prisionero en Guantánamo, leer el reporte de Richard Neville sobre libro de David Kicks, Guantanamo, Mi Diario.)

En el caso de la prisión Abu Ghraib en Irak, existen rastros de evidencia que demuestran que fue Rumsfeld  quien personalmente promulgó y monitoreó las torturas (posiciones estresantes, fobias individuales -como el temor a los perros-, privación del sueño y asfixias por ahogamiento). Janis Karpinski, oficial del ejército norteamericano, comentó el hallazgo de un pedazo de papel pegado en un poste frente a una pequeña oficina usada por los interrogadores. Se trataba de un memorándum firmado por Rumsfeld, autorizando técnicas como el uso de perros, posiciones estresantes o privación de alimentos. En el papel, escrito a mano por Rumsfeld, destacaba la clara instrucción “¡Asegúrese de que esto ocurra!”

James Bovar escribió en CounterPunch que “Tal vez el legado más importante de Bush fue su aceptación de la tortura.”

“En Junio de 2010 durante un discurso en Michigan, Bush declaró: ‘Sí, nosotros ahogamos a Khalid Sheikh Mohammed. Y lo volvería a hacer para salvar vidas.’ No hay evidencia alguna que indique que la tortura durante la era Bush haya salvado alguna vida norteamericana.”

“El hecho de que un presidente retirado pueda pararse en público y admitir que dio órdenes para torturar es un cambio radical para la república norteamericana. (Mientras fuera presidente, Bush negó constantemente que el gobierno de los EE.UU. estuviera comprometido en torturas.) En realidad, las políticas de tortura de la administración Bush fueron simplemente el más claro ejemplo de su creencia en que el presidente es nombrado para hacer lo que le plazca. El Asistente del Fiscal General Steven Bradbury declaró en 2006, ‘Bajo la ley de la guerra, el presidente siempre tiene razón.’”

En el frente interno, la tortura, como drástico método de control social, emergió de manera exuberante al interior del sistema penitenciario norteamericano, cuya población aumentó de manera exponencial desde 1970 hasta los 2,5 millones de presos con que cuenta en la actualidad. La violación sexual de los detenidos masculinos va de la mano con el creciente uso del sádico confinamiento, junto con una prolongada privación sensorial. Dadas estas condiciones, unos 25.000 reclusos están comenzando a padecer enfermedades mentales.

A medida que la administración Bush se acercaba a su fin los liberales se atrevían a esperanzarse con el regreso del estado de derecho y el respeto a los acuerdos internacionales sobre el tratamiento de combatientes y la prohibición de la tortura. Se anticipó que los torturadores enfrentarían cargos formales, con Bush a la cabeza. El entonces candidato Obama, alimentó esa esperanza.

El momento de la oportunidad llegó el 20 de enero, día en que Obama se convirtió en presidente y declaró que “En lo que respecta a nuestra defensa común, rechazamos por ser falsa la necesidad de tener que elegir entre nuestra seguridad y nuestros ideales.” Obama agregó que los EE.UU. están “listos para dirigir una vez más.”

El 21 de enero de 1977 durante su primer día de mandato, el presidente Jimmy Carter cumplió con su promesa de campaña emitiendo el perdón para aquellos que se negaron a incorporarse al ejército durante la guerra de Vietnam. Si hubiese esperado uno o dos meses, la luna de miel ya se habría terminado, y quizás también su valor para hacerlo.

En su segundo día de mandato, el presidente Obama firmó una serie de órdenes ejecutivas para cerrar el centro de detenciones de Guantánamo en el período de un año, prohibió  los métodos de interrogación más severos y revisó los juicios militares por crímenes de guerra.

Una semana después, durante su primer discurso frente al parlamento, Obama declaró a la sesión conjunta del Congreso: “Yo puedo pararme aquí esta noche y decirles sin excepciones  o equivocación que los EE.UU. no realizan torturas. Podemos asegurarle aquí, esta noche.” Pocos días después de esta declaración, abogados del Departamento de Justicia de Obama decían  a los jueces norteamericanos en términos explícitos que la nueva administración no se movería de las políticas de Bush sobre el estatus legal de las rendiciones y de los supuestos combatientes enemigos.

Estos abogados del Departamento de Justicia enfatizaron a los jueces que ellos, tal como habían sido instruidos por los abogados de Bush, consideraban que los prisioneros capturados por el gobierno de los EE.UU. y que luego eran trasladados a prisiones secretas para ser torturados, no tenían ningún derecho frente a las cortes norteamericanas y que el régimen de Obama no tenía ninguna obligación legal para defender o incluso admitir sus acciones en ninguna corte de ese país. Los “combatientes enemigos” no podrán verse afectados por ninguna protección legal internacional, tanto si fueran capturados en el campo de batalla en Afganistán o secuestrados por personal norteamericano en cualquier parte del mundo.

El sistema de torturas está resplandeciente y los límites del imperio norteamericano están demarcados por los centro de tortura ubicados en el extranjero.

Las memorias de Alexander Cockburn Una Ruina Colosal, están disponibles en CounterPunch.

Jeffrey St. Clair es autor de Fue Marrón Tanto tiempo que Para Mí era Verde: las Políticas de la Naturaleza, El gran robo del Pentágono (Been Brown So Long It Looked Like Green to Me: the Politics of Nature Grand Theft Pentagon y Nacido Bajo un Cielo Malo (Born Under a Bad Sky). Su ultimo libro es Sin esperanza: Barack Obama y las políticas de la ilusión. (Hopeless: Barack Obama and the Politics of Illusion). Puede ser contactado a sitka@comcast.net

Este ensayo apareció originalmente en la edición impresa de CounterPunch en enero de 2011

Traducido por PIA.


[1]N. de T.: Según la teoría de la “bomba de tiempo” la persona que está siendo interrogada (torturada en este caso) poseería información que podría desactivar una situación de peligro de inminente realización.

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