Recuento de cuerpos, drones y “daños colaterales”
Contar los cadáveres, antes y ahora
Tom Engelhardt
TomDispatch
11 de mayo de 2015
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
¿Quién cuenta?
En el mundo de la guerra con drones del siglo XXI hay una pregunta con dos aspectos
que sobresale entre todas las demás: ¿Quién cuenta?”
En Washington, las respuestas son las mismas: nosotros no contamos y no cuentan.
La administración Obama rechaza categóricamente hacer el recuento de cadáveres.
Ningún cuerpo. De hecho, desde hace mucho tiempo, los funcionarios
estadounidenses relacionados con las campañas de asesinatos con drones y
“ataques a sospechosos”* en las zonas remotas y poco pobladas de Pakistan,
Afganistán y Yemen declaran que no hay cadáveres para hacer un recuento, que
los drones son cuidadosamente conducidos y son tan “precisos” que nunca
provocan una muerte accidental: ningún niño, ningún pariente, ninguna fiesta de
boda. Nada**.
Cuando se trataba de “daños colaterales”, no había necesidad de recuento porque no
había nada que contar o, en el peor de los casos, esas bajas civiles “se podían
contar con los dedos”. Que eran tonterías, que era frecuente que cuando esos
drones lanzaban sus cohetes Hellfire no estaban seguros de exactamente hacia
adónde iban, que si los civiles estaban muriendo en cifras relativamente
contabilizables –y que ciertamente alguien los estaba contando– eso importaba
poco, al menos en este país [Estados Unidos] hasta muy recientemente. Después
de todo, la guerra con drones, era algo innovador y, tal como la presentaron
dos administraciones, bastante milagrosa. En 2009, el director de la CIA, Leon
Panetta la llamó “el deporte único” cuando fue dirigida contra al-Qaeda. ¡Y
vaya si lo era! No hacían falta matemáticas ni mediciones. Como lo demostró la
guerra de Vietnam, contar cadáveres era de perdedores; apenas los acostumbrados
informes en los medios que hablan de tantos “militantes” muertos en un ataque, o
que algún “teniente” o “mando” de al-Qaeda había sido eliminado.
Ese tiempo terminó el pasado 23 de abril, cuando el presidente Obama en la sala de
prensa de la Casa Blanca pidió disculpas por la muerte del estadounidense
Warren Weinstein y el italiano Giovanni Lo Porto, dos cooperantes occidentales
en manos de al-Qaeda en calidad de rehenes. Ambos habían sido, confesó el
presidente, eliminados durante un ataque contra un campamento terrorista en
Pakistán; a pesar de eso, Obama se las arregló para no mencionar la palabra
“drone” y describió vagamente lo sucedido como una “operación estadounidense de
contraterrorismo”. Para decirlo de otro modo, resultó que la administración era
capaz de contar, al menos hasta dos.
Esto nos acerca al otro significado de la pregunta “¿Quién cuenta?”. Si usted es un
inocente estadounidense o civil occidental y resulta muerto en un ataque con
drones, usted cuenta. Si usted es un inocente pakistaní, afgano o yemení, usted
no cuenta. Usted no cuenta antes de que el drone lo mate y tampoco cuenta como
cadáver. Por usted, nadie pedirá disculpas, nadie pagará una indemnización a
sus familiares por su injusta muerte, nadie reconocerá siquiera que usted
existía. Esta es la moderna realidad de la guerra estadounidense con drones, y
la cuestión de quién cuenta y de quién –si acaso hay alguien– hace un recuento
forma parte del la cuestionable herencia de la interminable guerra contra el
terror de Washington.
Una breve historia del recuento de cadáveres
Hubo en tiempo en el que, por supuesto, los enemigos muertos eran una señal de honor
en la guerra, pero el “recuento de cadáveres” estadounidense, que se convirtió
en algo de triste fama en la época de Vietnam, había sido siempre materia de
frustración, no de orgullo. Comenzó en los primeros cincuenta, en los tiempos
de la guerra de Corea, la “picadora de carne”, después de que la lucha se
estancara en un espantoso punto muerto y era imposible vislumbrar cualquier
señal de victoria. Esto reapareció relativamente pronto en los tiempos de la guerra
de Vietnam a medida que los funcionarios de Estados Unidos empezaron a buscar
“cuantificaciones” que de alguna manera expresaran una victoria en un país
donde apoderarse de territorio en el estilo tradicional significaba bien poco.
A medida que pasaba el tiempo, que crecía la brutalidad de la guerra y que la
prometida “luz en el final del túnel” era cada día más débil, las
cuantificaciones solo crecían y, con ellas, también la presión para que se
hiciera recuentos de cadáveres que pudiesen ser anunciados cotidianamente por
los portavoces de Estados Unidos a periodistas cada vez más escépticos en
Saigon. Bastante pronto, esos periodistas empezaron a llamar a esos guarismos
las “extravagancias de las 5 de la tarde”.
En el campo de batalla, la presión que recibían los militares para que en esas
“extravagancias” entregaran impresionantes recuentos de cadáveres dio pie para
que los soldados hablaran de la “Mere Gook Rule” (“si está muerto y es
vietnamita, es un vietcong”). Muy pronto, cualquier cosa se hacía pasar por un
cadáver. Según el testimonio de William Calley, famoso por la masacre de My
Lai, “En ese tiempo, todo iba a parar al recuento de cadáveres: vietcongs,
búfalos, cerdos, vacas. Algunas veces lo hicimos, lo poníamos en el recuento de
cuerpos, señor... Con tal de que fuera subido; eso era lo único que querían”.
Sin embargo, cuando se vio que la victoria era algo ilusorio, esos recuentos de
cuerpos empezaron a ser vistos en el frente interno como una atroz carnicería y
unas cuantificaciones del todo infernales. Como señal de éxito, cada vez más
alejadas de la realidad –aunque paradójicamente producían realidad–, se
convirtieron en una trampa mortífera. A medida que crecía la pila de cadáveres
y que, en la terminología de la época, se ensanchaba una “brecha de
credibilidad” entre los guarismos y la realidad, el recuento de cuerpos se
convirtió en un símbolo no solo de una guerra frustrante sino también de la
derrota misma. Sucedió, sobre todo después de la matanza de My Lai llegara a
conocerse en EEUU, que los recuentos fueran tan falsos y brutales. De todos
modos, ¿de quién eran esos cadáveres?
No debe sorprender que en la época posterior a Vietnam Washington tratara todo lo
asociado con el desastre que había sido Vietnam como si fuera algo radiactivo. Entonces,
cuando en la estela de los ataques del 11-S, en un estado de excitante
anticipación, los más altos funcionarios de la administración Bush empezaron a
planificar sus guerras del siglo XXI, no tenían la menor intención de revivir
cualquier cosa que oliera a Vietnam. No habría bolsas con cadáveres llegando a
Estados Unidos iluminados por la atención mediática ni recuentos de cadáveres
en las zonas de batalla. La intención era jugar un juego opuesto al jugado en
Vietnam. En 2003, el general Tommy Franks, que comandó la invasión de
Afganistán y más tarde la de Iraq, definió perfectamente el clima reinante
cuando dijo: “Nosotros no hacemos recuento de cuerpos”.
Ya no había más “extravagancias de las 5 de la tarde”, al menos no en las guerras en
las que la victoria estaba asegurada por la presencia de “la mayor fuerza de
liberación en la historia mundial” y “la fuerza de combate más perfecta que el
mundo ha conocido” (como el presidente dio por llamar a las fuerzas armadas de
Estados Unidos). Esta es la política militar oficial vigente hasta hoy. Hace
muy poco, por ejemplo, el contralmirante John Kirby, portavoz del Pentágono, a
la pregunta de un periodista sobre cuántos combatientes y civiles del Estado
Islámico había matado la fuerza aérea estadounidense en la última guerra de
Washington, respondió así: “En primer lugar, nosotros no podemos contar cada
nariz que rompemos (sic). En segundo lugar, ese no es el objetivo. Ese no es el
objetivo... Y no vamos a meternos en eso de contar cadáveres. Y es por eso que
no tengo cifras a mano; yo no he pedido a mi equipo que me dé esos números
antes de venir aquí. Sencillamente no se trata de algo relevante”.
Desde 2003 hasta hoy, la política oficial referida al recuento de cadáveres no ha
reflejado la realidad. De hecho, las fuerzas armadas de Estados Unidos han
continuado contando cuerpos. Por una razón: continúan haciéndolo e informan
sobre las cantidades de estadounidenses muertos en guerra –que son los
cadáveres que de verdad cuentan–, a pesar de que nadie pediría las cifras de
recuentos de cuerpos. Por otra parte, desde el principio al fin, los militares
también han estado contando –secretamente– los muertos del otro lado, tal vez
para convencerse en privado, al estilo de Vietnam, de que ciertamente estaban
ganando en guerras en las que aparece demasiado rápidamente –y ya no desaparece
de la escena– la brecha de credibilidad. Tal como ha escrito David Axe, los
militares “presumen de los número totales en documentos que nunca se harán
públicos”. Y añadió, “La desconexión con los recuentos de muertos en tiempo de
guerra revela una distancia cada vez más mayor entre la cara que el poder
militar muestra al público y su cultura interior”.
Contar o no contar; esa es la cuestión
Pero aquí estaba lo más curioso de esta cuestión: fuera cual fuera la razón por la
que los militares contaran los muertos, el hecho de que públicamente dejaran de
hacerlo no hizo que se detuvieran los recuentos. Lo que ocurre es que hay otros
en el mundo no menos capaces de contar cuerpos. Al final, en esta época
simplemente hubo un cambio en el elenco de protagonistas que entregaron
cuantificaciones y, al mismo tiempo, del propósito de esos recuentos. Se podría
decir que los recién llegados tenían respuestas diferentes a los dos aspectos
de la pregunta de ¿Quién cuenta?
En los últimos 100 años, los “daños colaterales” –la muerte de civiles en lugar de
combatientes– se ha convertido cada vez más en el aspecto central de la guerra,
y la importancia de quién moría y en qué cuantía no ha hecho más que crecer.
Cuando los militares estadounidenses empezaron a negarse a contar muertos como
parte de la celebración pública de sus éxitos, la sociedad civil tomó cartas en
el asunto con una nueva actitud: avergonzarse y culpar a los militares –a
quienes había que pararles los pies– desvelando la atroz carnicería de la
guerra misma y el daño que produce en la sociedad, no solo a los que han combatido.
Mientras los recuentos anteriores habían supuesto que todos los cadáveres eran de
enemigos, los nuevos trataron de hacer el “daño colateral” el asunto central de
la guerra. No importaba qué podían decir los investigadores que hicieron esos
recuentos; en su mayor parte, por su naturaleza, eran críticas a la guerra al
estilo estadounidense, y ya no incluían en ellas solo los muertos –civiles y
militares– encontrados en el campo de batalla sino también todos los cuerpos
que de alguna manera podían estar vinculados con un conflicto o sus
consecuencias, sus efectos laterales e incluso sus repercusiones.
Esto podría ser pensado como una nueva numerología de la derrota, o del desastre, o
de la matanza, o de la vergüenza. En la estela de la invasión de Iraq varios
colectivos decididamente civiles asumieron la tarea de realizar estos recuentos
o estimaciones. En 2004 y 2006, la revista médica inglesa The Lancet, publicó
estudios basados en encuestas sobre el “exceso de muertes iraquíes” desde la
invasión estadounidense de 2003; en el primer caso el resultado estimado fue de
unas 98.000 muertes y, en el segundo, de 655.000 (un guarismo muy criticado).
Desde entonces, este tipo de estudios realizados por médicos e investigadores
de otras disciplinas no se han detenido. Recuentos más recientes de las
víctimas civiles en Iraq van desde unas 500.000 en 2013 a un millón, o el 5 por
ciento de la población del país, este año.
Sin embargo, el cálculo más famoso de víctimas civiles en Iraq es un recuento
permanentemente actualizado –sobre la base de informaciones publicadas en los
medios, registros de hospitales y morgues y otras fuentes por el estilo–
realizado por Iraq Body Count, el sitio web independiente que se anuncia como
“el registro público de muertes violentas a partir de la invasión de Iraq en
2003”. En este momento, la estimación actualizada de las muertes de civiles
desde la invasión es de 156.000 (o 211.000, si se incluyen las muertes de
combatientes). Aun así, el mismo sitio que las difunde, y otros, consideran que
estas cifras deben tomarse claramente con cautela, ya que están referidas a
todo lo que nos está permitido saber sobre cuestiones que son desconocidas por necesidad.
En Afganistán, ha habido menos recuentos, pero la Misión de Naciones Unidas con
sede en ese país ha llevado uno de víctimas civiles en la guerra en curso y
estima que la cifra acumulada desde 2001 en 21.000 (a pesar de que, una vez
más, la cifra es la más baja de las estimaciones). Sin embargo, cuando se trata
particularmente de los ataques estadounidenses con drones en Pakistán y Yemen,
respecto de los cuales la administración Obama ha rechazado categóricamente la
noción de importantes víctimas civiles, el trabajo de los investigadores
civiles se han encontrado con enormes dificultades para moverse en zonas
remotas de Pakistán y otros sitios. En un mundo en el que los operadores de
drones se refieren a las víctimas de sus ataques como “insectos aplastados en
el parabrisas del coche” y los altos funcionarios de la administración
prefieren borrar dos veces del mapa a esos “bichos” negando que tales muertos
hayan existido alguna vez, el intento de devolverles su nombre, su edad y su
sexo para recordar al mundo que muchos de los muertos de nuestras guerras eran
seres humanos, debería ser considerado una tarea heroica.
La Oficina de Periodismo de Investigación basada en Londres, sobre todo, ha hecho
un cuidadoso y tenaz trabajo estadístico de los muertos producidos por lo
ataques de drones en Pakistán y Yemen que incluye tanto recuentos como
estimaciones de todas las muertes por drones, de civiles y de niños. Esta
Oficina tiene un proyecto llamado Naming the deads (Dar nombre a los muertos)
que apunta a la recuperación del nombre y otras señas de identidad personal
–algunas veces hasta con fotos– a quienes hasta ese momento eran simplemente
unos muertos NN (de momento, son 721 las víctimas identificadas). La publicación The Long War Journal
(una excepción militarizada de la regla cuando se trata
de los recuentos en estos tiempos) también lleva un registro de lo que ha
podido averiguar sobre las muertes por drones en Pakistán y Yemen, como también
lo hace la New America Foundation en Pakistan. En 2012, la Clínica de Derechos
Humanos de la facultad de derecho de Columbia estudió las tres fuentes de los
recuentos comentados más arriba y publicó un informe propio.
Entre los informes más sugestivos este el del grupo de derechos humanos Reprieve, que
recientemente ha estado considerando la posibilidad de reclamar por la
“precisión” y exactitud quirúrgica de los drones mediante su propio análisis de
la información disponible. La conclusión de dicho análisis es que en el intento
de hacer blanco en 41 enemigos importantes en Pakistán y Yemen a lo largo de
los últimos años, los drones de Washington se las habían arreglado para matar a
1.147 personas sin haber conseguido matar siquiera a uno de los blancos
buscados (esto escribió Spencer Ackerman en The Guardian: “El
12 de enero de 2006, los drones llegaron al pueblo pakistaní de Damadola y se
cernieron sobre él en busca de Ayman Zawahiri. Diez meses más tarde, volvieron
–esta vez en Bajur– buscando al hombre que se convertiría en el jefe de
al-Qaeda. Ocho años más tarde, Zawahiri continúa vivo. Según los informes
escritos después de ambos ataques, 66 niños y 29 adultos, están muertos”).
En otras palabras, cuando se trata de los recuentos de cuerpos, la sociedad civil
quiere recuperarlos, si bien es cierto que el impacto de las cifras sigue
siendo muy limitado en este país. En cierto modo, el único recuento de
cadáveres de todo tipo que ha impresionado aquí en los últimos años ha sido el
del francotirador Chris Kyle, con 160 “muertes” confirmadas, algo que tuvo
mucho que ver con la publicidad de la película El francotirador, todo un éxito de taquilla.
Asesinos excepcionales
En sus disculpas públicas por unas muertes que le ponían en una situación claramente
embarazosa, el presidente Obama se las arregló para echar mano de un tropo que
en los años recientes ha llegado a ser cada vez más y más un lugar común
políticamente correcto. Incluso en el contexto de una situación en la que dos
rehenes inocentes habían muerto, él se felicitó –a sí mismo y a todos los
estadounidenses– por la naturaleza excepcional de Estados Unidos. “Se trata de
una verdad cruel y amarga”, dijo, “[el hecho de] que en la niebla de la guerra
en general y en nuestra lucha contra los terroristas pueden ocurrir errores –a veces
errores letales–. Pero una de las cosas que coloca a Estados Unidos en un lugar
aparte de muchos otros países, una de las cosas que nos hacen excepcionales es
nuestra disposición a enfrentar nuestras imperfecciones con honestidad y a
aprender de nuestras equivocaciones.”
Para decirlo de otro modo, sean cuales sean nuestros traspiés, en un mundo de
asesinos mediocres, los estadounidenses, somos unos asesinos excepcionales.
Esta noción, o actitud, es la que ha infundido el programa global de asesinatos
de Obama y la “lista de muertes” de la Casa Blanca contenida en ese programa.
La soberbia de su agenda de asesinatos se hizo evidente en la decisión de mayo
de 2012 de filtrar al New York Timesnoticias acerca de la lista. Esta versión de la excepcionalidad de Estados Unidos casa
perfectamente con la propia excepcionalidad de los drones, una excepcionalidad
cada día menor en la medida que esta arma sea utilizada por un número creciente
de países (en parte gracias a la luz verde que EEUU ha otorgado a la venta de
drones a sus aliados).
En la más rara de las ocasiones, Obama admitió en esa sala de prensa de la Casa
Blanca que los ataques con drones pueden llegar a matar a personas
excepcionales (como nosotros) que necesitan ser tenidas en cuenta por el
gobierno, cuya muerte merece unas disculpas, cuya vida debe ser destacada
especialmente en los medios y cuya valía es tanta que sus familiares deben ser
indemnizados debidamente. Sin embargo, quienes son asesinados por error en la
mayor parte de los sitios donde atacan los drones son, por definición, personas
corrientes. No merecen ser noticia, ni una disculpa ni indemnización alguna. No
cuentan para nada.
Hay algo que hace que el drone sea un arma única en un mundo en el que los muertos
no cuentan en un planeta en el que el asesinato parece una actividad muy
barata: su piloto, su “tripulación”, quienes disparan los misiles, están a
cientos, incluso a miles de kilómetros del peligro. A pesar de que hablamos sin
excesivo rigor de “guerra” de drones, el funcionamiento de esas máquinas tiene
muy poca relación con la guerra tal como fue definida una vez. Conceptualmente,
el drone representa una forma de destrucción de una sola dirección. Es así
porque en esa versión de la “guerra” solo hay un lado que puede ser dañado. Su
“firma” es el asesinato, no la guerra; no importa todo el cuidado que pueda
ponerse en su utilización. Es un arma verdugo, un arma que ejecuta.
En parte debido a eso mismo, el drone también es un arma con retroceso. Aunque
pueda sorprender a los estadounidenses, a quienes serán masacrados –las presas
de caza– no les hace ninguna gracia el constante zumbido de los drones en su
propio cielo. Se sabe que están mostrando síntomas del síndrome de estrés
postraumático (PTSD, por sus siglas en inglés); están resentidos; captan la
injusticia subyacente en esa máquina y en el estilo de “guerra” y no les
convence la supuesta excepcionalidad de los estadounidenses que la utilizan.
Como consecuencia de ello, los drones que vuelan por todo el Gran Oriente Medio
vienen siendo el “banderín de enganche” para quienes quieren vengarse y otro
tanto para los grupos extremistas de cualquier parte del mundo.
Los drones deberían ser armas para avergonzarse; no obstante, a pesar de la
reciente ronda de críticas suscitadas por la muerte de los rehenes, su
utilización tiene todavía un vasto apoyo en Washington y el público en general.
La justificación de su empleo, sea cual sea la expuesta por los documentos
“legales” presentados por Washington para darle cobertura, es bastante sencilla:
ejercicio del poder. Mandamos los drones atravesando fronteras soberanas tal
como deseamos en búsqueda de quienes queremos asesinar porque podemos hacerlo,
porque nosotros somos nosotros.
Entonces, elogiamos a esos pocos en el mundo que piensan que vale la pena tomarse la
molestia de contar a quienes para nosotros no cuentan para nada. Ellos sí
importan.
* En la jerga de este mundillo de la guerra con drones los llaman “signature
strikes”, una expresión imposible de traducir en su literalidad. (N. del T.)
** En castellano en el original. (N. del T.)
Tom Engelhardt es cofundador de American Empire Project y autor tanto de The United States of Fear
como de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Dirige TomDispatch.com, del Nation
Institute. Su nuevo libro es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a
Global Security State in a Single-Superpower World (Haymarket Books).
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/175990/tomgram%3A_engelhardt%2C_counting_bodies%2C_then_and_now/#more
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