Preparando otro crimen contra la humanidad
Ariel Dorfman*
Página|12
04 de septiembre de 2107
La noticia de que Estados Unidos va a gastar un trillón de dólares en modernizar
su fuerza nuclear ha provocado preguntas acerca de si tal estrategia, que
incluye misiles “stealth” (furtivos) que no podrían ser detectados por fuerzas
enemigas, no terminará desestabilizando la relación con los otros gobiernos que
poseen bombas atómicas, generando una peligrosa carrera armamentista. Pero otra
interrogante, una que nos ronda hace más de siete décadas, es, a mi parecer,
más importante y primigenia: ¿fue Hiroshima un crimen de guerra?
Responder a tal pregunta ha cobrado urgencia debido a la promesa de Donald
Trump de desatar “furia y fuego como el mundo nunca ha visto antes” contra Corea
del Norte así como debido al ultimátum igualmente insensato de parte de
Kim-Jong-Un, amenazas mutuas que indican que un nuevo genocidio en nuestros
tiempos ya no es inconcebible.
Por mi parte, no me cabe duda de que el bombardeo de Hiroshima el 6 de agosto de
1945, que mató, por lo menos, a 146.000 hombres, mujeres y niños y dejó muchos
miles más dañados de por vida, constituyó, en efecto, un crimen de guerra.
Contrariamente a la tesis de que tal asalto era la única manera de esquivar una
invasión de las tierras enemigas que hubieran llevado a innumerables bajas
entre las tropas Aliadas, investigadores han constatado que la razón por la
cual Japón capituló fue por temor a que la Unión Soviética (que acababa de
declararle la guerra al Imperio del Sol Naciente) se apoderara de la mitad del
territorio nipón. Los hallazgos y conclusiones de Gar Alperovitz, Murray Sayle
y Tsyuyoshi Hasegawa, entre otros, arrasan con el mito de que el primer ataque
nuclear de la historia - al que hay que añadir el segundo contra Nagasaki el 9
de agosto - era inevitable.
Y, sin embargo, aquel mito persiste. Dos años atrás una encuesta del Pew Research
Center indicó que el 56 por ciento de los estadounidenses creía que ese
bombardeo estaba justificado, un número considerable, aunque muy disminuido del
85 por ciento que defendía esas atrocidades en 1945. Mi propia experiencia
avala tales cifras. Cuando escribí en The New York Times hace unas
semanas (en un artículo que publiqué también en estas páginas) que Hiroshima
era un crimen de guerra, recibí una serie incesante de mensajes destemplados de
parte de gringos iracundos: ¿cómo me atrevía yo (un sucio chileno) a dudar
acerca de la benevolencia de una maniobra militar que tantas vidas había salvado?
¿Acaso esas personas no se dan cuenta de que al insistir en la inocencia de los
Estados Unidos no sólo tratan de mitigar su culpa por el genocidio de
centenares de miles de seres humanos, sino que facilitan y alientan la retórica
belicosa de Trump (“todas las opciones están abiertas”, es su última andanada)
y, también, por cierto, el gasto de un trillón de dólares letales para remozar
el arsenal nuclear?
Aquellos que juran estar a favor de tales métodos salvajes deberían comprender que, aun
si las embestidas mortales que asolaron a Hiroshima y Nagasaki fueron, como se
supone equivocadamente, un “mal necesario”, eso no obviaría que tal asalto se
condene como un crimen contra la humanidad. Tal como lo fue la masacre japonesa
de Nanking, y los horrores alemanes procesados en Nuremburg, los incendios
aéreos intensivos de los Aliados contra Dresden y Hamburgo, el asesinato masivo
de prisioneros perpetrados por los soviéticos al final de la Segunda Guerra
Mundial, la destrucción a mansalva de Vietnam de parte de Johnson y Nixon, y
los ataques de gas de Saddam Hussein contra Irán y Bashar al Assad en Siria. Y
tal como lo sería cualquier uso norcoreano de su arsenal minúsculo, con su “mar
de fuego” y las absurdas bravatas de aniquilar a los Estados Unidos o al
territorio colonial de Guam, que solo incrementan la eventualidad de una catástrofe.
La discusión en torno a si Hiroshima fue un crimen de guerra no es un ejercicio
académico. Es esencial para que tengan sentido las palabras “nunca más” que una
humanidad consternada pronunció después de las primeras detonaciones nucleares,
esencial para que no tengamos que presenciar, como lo profetizó el filósofo
Federico Nietzsche en 1888, “guerras como las que el mundo nunca ha visto antes.”
Dudo, por cierto, de que Trump sepa quién es Nietzsche, ni menos que haya leído esa
frase de Ecce Homo que aturdidamente, y sin conocer su origen, ha repetido en
estos días al blandir la posibilidad de desencadenar una ola de “fuego y furia”.
Pero el nombre de Einstein debe tener alguna resonancia para Trump, hasta para
alguien tan iletrado como él. Einstein, cuyos descubrimientos de los secretos
del universo condujeron a las bombas que este Presidente insano ofrece con
tanto desparpajo soltar sobre sus rivales, dijo, cuatro años después de que
Washington destruyó aquellas dos ciudades japonesas, “No sé con qué armas se ha
de llevar a cabo la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta será una pelea con
piedras y palos.”
Si todo el planeta se vuelve como Hiroshima, si no podemos impedir un nuevo crimen
de guerra que puede terminar en un apocalipsis para todos, que nadie declare -
si acaso alguien queda con vida - su inocencia.
* Autor de La Muerte y la Doncella, y más recientemente de la novela Allegro.
Vive con su mujer en Chile y en Estados Unidos, donde es profesor emérito de
literatura de la Universidad de Duke.
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