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Hacer fila, limpiar inodoros y no llorar: un día en la detención de menores migrantes

Dan Barry, Miriam Jordan, Annie Correal y Manny Fernandez
The New York Times.es
17 de julio de 2018


Darly Coronado, de 3 años, estuvo cuatro meses lejos de su madre. Más de 2800 menores siguen separados de sus familias. Credit Victor J. Blue para The New York Times

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No te portes mal. No te sientes en el suelo. No compartas tu comida. No uses apodos. Y es mejor si no lloras; hacerlo podría afectar tu caso.

Las luces se apagan a las nueve de la noche y se encienden al amanecer, después de lo cual debes tender tu cama según las instrucciones pegadas a la pared, paso por paso. Lavar y trapear el baño, tallar los lavabos y el inodoro. Luego es la hora de hacer fila para la caminata hacia el desayuno.

“Había que formarse para todo”, recordó Leticia, una niña de Guatemala.

Pequeña, delgada y con una larga cabellera negra, Leticia fue separada de su madre después de que cruzaron la frontera hacia Estados Unidos de manera ilegal a finales de mayo. La enviaron a un refugio en el sur de Texas, una de las más de cien instalaciones de detención contratadas por el gobierno estadounidense para niños migrantes en todo el país, que son una burda mezcla de internado, guardería diurna y prisión de seguridad media. Están reservadas para los niños como Leticia, de 12 años, y su hermano, Walter, de 10.

La lista de lo que no se debe hacer en las instalaciones también incluía lo siguiente: no tocar a otros niños, incluso si se trata de tu hermanito o hermanita.

Leticia esperaba darle a su hermano menor un abrazo de consuelo, pero le “dijeron que no podía tocarlo”, recordó.

En respuesta a las protestas internacionales, el presidente Donald Trump emitió hace poco una orden ejecutiva que puso fin a la práctica que su gobierno comenzó a aplicar de manera generalizada a principios de mayo de separar por la fuerza a los niños de los padres migrantes que habían entrado ilegalmente a Estados Unidos. Con esa política de tolerancia cero respecto de las leyes fronterizas, miles de niños fueron enviados a instalaciones que en ocasiones se encontraban a miles de kilómetros de donde sus padres terminaron detenidos, en espera de ser procesados penalmente.


Adán Galicia López, de 3 años, tras su reunión con su madre en Phoenix. Estuvieron separados durante cuatro meses. Credit Victor J. Blue para The New York Times

La semana del 9 de julio, para cumplir con una orden judicial, el gobierno devolvió a poco más de la mitad de los 103 niños menores de 5 años a sus padres migrantes.

Sin embargo, los más de 2 800 menores —algunos separados de sus padres, otros clasificados en la frontera como “menores no acompañados”— permanecen en estas instalaciones, donde las atmósferas van de impersonalmente austeras a casi bucólicas, a excepción del hecho de que disuaden de manera efectiva a los niños de irse mientras desconocen el paradero de sus padres o tutores.

Según variables que incluyen la casualidad, se puede enviar a un niño a un refugio para jóvenes en Nueva York de trece hectáreas, donde hay mesas para comer al aire libre, campos deportivos e incluso una alberca en el exterior. “Como un campamento de verano”, manifestó el representante demócrata de Nueva York, Eliot L. Engel, quien visitó las instalaciones hace poco. O bien el niño puede acabar en un motel adaptado, ubicado en una descuidada calle de Arizona llena de tiendas de descuentos, gasolineras y hoteles baratos. Ahí los recreos transcurren en un complejo sin jardín y la vieja alberca inservible del hotel está cubierta.

A pesar de ello, estos centros de detención comparten algunos elementos, ya sea que se encuentren en el norte de Illinois o en el sur de Texas: las numerosas reglas, los llamados para levantarse y acostarse o las muchas horas de clases al día, que pueden incluir una clase de civismo sobre historia y leyes estadounidenses, aunque no necesariamente las que condujeron a su encarcelamiento.

Sobre todo, estas instalaciones comparten un sentimiento colectivo de dolorosa incertidumbre: montones de niños reunidos bajo un mismo techo que no tienen idea de si volverán a ver sus padres.

Leticia escribió cartas en el refugio al sur de Texas para su madre, quien estaba detenida en Arizona, para decirle cuánto la extrañaba. Guardó las cartas en una carpeta para el día en el que se reuniera de nuevo con su madre, lo que no había sucedido aún para el lunes 16 de julio.

Los complicados problemas de la reforma migratoria y la aplicación de las leyes fronterizas han preocupado a los presidentes estadounidenses desde hace al menos dos generaciones. Trump llegó a la Casa Blanca en 2017 con la promesa de solucionar esos problemas y, durante varios meses, eligió uno de los frenos más crueles que haya empleado un presidente moderno: la separación de los niños migrantes de sus padres.

Esto es lo que algunos de esos niños recordarán.

Sin contacto y sin correr

Diego Magalhães, un niño brasileño, pasó 43 días en un centro en Chicago tras ser separado de su madre, Sirley Paixao, cuando cruzaron la frontera a finales de mayo. No lloró, tal como se lo prometió a su mamá al separarse. Se sentía orgulloso de ello. Tiene 10 años.

La primera noche durmió en el suelo de un centro de procesamiento con otros niños; al día siguiente abordó un avión. “Pensé que me iban a llevar con mi mamá”, dijo. Estaba equivocado.


Menores migrantes en el patrio recreativo del albergue Casa Padre, en Brownsville, Texas Credit Loren Elliott/Reuters

Una vez en Chicago, le dieron ropa limpia parecida a un uniforme: camisetas, dos pantalones cortos, una sudadera, calzones y algunos artículos para higiene personal. Luego se le asignó a una habitación con otros tres niños, Diego, de 9, y Leonardo, de 10, ambos de Brasil.

De inmediato, los tres niños se hicieron amigos. Iban a clases juntos, jugaban mucho fútbol y se ganaron el título de “hermano mayor” por ser un buen ejemplo para los niños menores que ellos. Los premiaron con el privilegio de jugar videojuegos.

Había reglas. No se puede tocar a los demás. No se puede correr. Hay que levantarse a las 6:30 entre semana; el personal hacía sonidos fuertes hasta que todos se levantaran de la cama.

“Tenías que limpiar el baño”, dijo Diego. “Yo tallaba el baño. Teníamos que sacar la bolsa llena de papel de baño usado. Todos tenían que hacerlo”.

Diego logró mantener la calma, en parte porque le había prometido a su madre que lo haría. La semana pasada, un juez federal en Chicago ordenó que Diego se reuniera con su familia. Antes de irse, se dio tiempo para despedirse de Leonardo.

“Nos dijimos: ‘Adiós, buena suerte’”, recordó Diego. “Que te vaya bien”.

Sin embargo, debido a las reglas, los chicos no se dieron un abrazo.

Travesuras y tristezas

Los niños solo son… niños. A eso se reduce todo, según un empleado de Casa Padre, un refugio para 1 500 menores migrantes ubicado en lo que alguna vez fue un supermercado Walmart en Brownsville, Texas, cercano a la frontera mexicana. Excepto que estos niños están bajo custodia del gobierno estadounidense.


Yoselyn Bulux, de 15 años y originaria de Guatemala, fue separada de su madre en la frontera. Credit Ryan Christopher Jones para The New York Times

Y ahí entran los juegos. Están los mugidos, por ejemplo. Los muros que separan los dormitorios no llegan hasta los altos techos, lo cual significa que los sonidos viajan a través de la amplia extensión del edificio de 23 000 metros cuadrados. Un niño hace un fuerte sonido de animal y otro responde.

“Alguien comienza a imitar un mugido”, comentó el empleado. “Les parece divertido. Lo hacen el tiempo suficiente para que todos puedan oír, y luego todos nos reímos”.

Casa Padre es administrado por Southwest Key Programs, uno de los operadores más grandes de refugios juveniles para migrantes en el país. Según el empleado, el personal está saturado de trabajo y un poco estresado por los turnos de doce horas y la enorme responsabilidad.

Recientemente, un chico hondureño de 15 años escapó luego de escalar una barda durante un lapso de recreo al aire libre. Los miembros del personal llevan a cabo recuentos todo el día, a veces en intervalos de quince minutos, mientras vigilan el constante flujo de niños que ingresan y salen del centro.

Si un niño necesita ir al sanitario durante una clase, el personal tiene que conseguir a siete más que también necesiten ir. “En cuanto se forman en fila, ya caminamos al baño”, dijo el empleado de Casa Padre.

Algunos de los niños en ese albergue fueron separados de sus padres en la frontera, pero la mayoría fueron detenidos al cruzar sin un padre o tutor.

“Si se sienten tristes, todo se queda en silencio”, dijo el empleado. “Los verás sentados en el suelo, como abrazándose a sí mismos”.

En ocasiones, por la noche, se destina tiempo a la oración. Después de eso, muchos se concentran en hacer pulseras de diseños complejos, que se convierten en regalos, recuerdos, el símbolo de alguien.

Las luces se apagan a las nueve de la noche. Después, algunas noches, el viejo y cavernoso Walmart en el sur de Texas se llena con el sonido de los niños migrantes traviesos que imitan los ruidos del ganado confinado.

Kayla Cockrel, Caitlin Dickerson, Michael LaForgia y Liz Robbins colaboraron con este reportaje.


 

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