El destrozado medio ambiente de Irak
Media vida de una guerra tóxica
Jeffrey St. Clair y Joshua Frank Counterpunch 03 de mayo de 2009
Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales
Bastos |
Los efectos ecológicos de la guerra, al igual que sus espantosas
consecuencias en vidas humanas, son exponenciales. Cuando la administración Bush
(partes una y dos) y sus aliados en el Congreso enviaron a las tropas a Irak
para derrocar el régimen de Sadam Husein, no sólo ordenaron a estos hombres y
mujeres que cometieran crímenes contra la humanidad sino que también les
ordenaron que perpetraran crímenes contra la naturaleza. Antes de la invasión de
2003 el ex-jefe de la Inspección de Armamento de Naciones Unidas Hans Blix
afirmó que las consecuencias medioambientales de la guerra de Irak podrían ser
más ominosas que la propia cuestión de la guerra y la paz. Blix tenía razón.
Meses de bombardeos por parte de Estados Unidos y Gran Bretaña durante la
primera guerra del Golfo [1991] dejaron un legado mortífero e insidioso:
toneladas de carcasas de proyectiles, de bombas y de fragmentos recubiertos de
uranio empobrecido. Estados Unidos atacó objetivos iraquíes con un total de más
de 970 bombas y misiles radiactivos.
El uranio empobrecido (DU, por sus siglas en inglés) es un nombre bastante
benigno y agradable para el uranio-238, el elemento que queda cuando se extrae
del uranio-235, material fisionable para reactores y armas nucleares. Estos
residuos supusieron un incordio durante décadas. Para finales de los ochenta
había casi mil millones de toneladas de material radiactivo acumulado en las
plantas de procesamiento de plutonio por todo Estados Unidos. Entonces los
diseñadores de armas del Pentágono descubrieron un uso para estos desechos:
podían ser moldeados dentro de las balas y bombas. El uranio es más denso que el
plomo, lo que lo hace perfecto para armas que penetran blindajes diseñadas para
destruir tanques, transporte blindado de personal y búnqueres. Cuando las bombas
que destruyen los tanques explotan el uranio empobrecido se oxida en fragmentos
microscópicos que quedan en suspensión en el aire y son transportados por los
vientos del desierto durante décadas. Al ser inhalados, estas letales partículas
de polvo cancerígeno se adhieren a los pulmones y pueden causar estragos en
forma de tumores, hemorragias, destrucción del sistema inmunológico y
leucemia.
Más de 15 años después están saliendo a la luz las funestas consecuencias
sanitarias de nuestra primera campaña de bombardeo radiactivo. Desde 1990 el
índice de incidencia de la leucemia en Irak ha aumentado más de un 600%. El
régimen de sanciones hizo que fuera innecesariamente difícil detectar y tratar
los cánceres debido al aislamiento forzado de Irak y a consecuencia de ello se
produjo lo que el Secretario General de Naciones Unidas Kofi Annan describió
como “una crisis humanitaria”.
El Pentágono ha esgrimido toda una variedad de razones y excusas. Primero el
Departamento de Defensa hizo caso omiso de la preocupación por el uranio
empobrecido alegando que eran teorías conspirativas, de defensores del medio
ambiente y propagandistas iraquíes. Cuando los aliados de Estados Unidos en la
OTAN exigieron que se revelaran las propiedades químicas y metálicas de las
municiones estadounidenses, el Pentágono se negó. El uranio empobrecido tiene
una vida media de más de 4.000 millones de años, aproximadamente la edad de la
tierra. Por consiguiente, miles de acres en Kuwait y el sur de Irak han sido
contaminados para siempre (en términos de la existencia de la humanidad).
El bombardeo de las infraestructuras de Irak ha tenido unas implicaciones
mayores y más importantes en la salud pública. Las plantas industriales y
fábricas bombardeadas han contaminado las aguas subterráneas. Es probable que el
daño causado a las plantas de tratamiento de aguas residuales (las aguas
residuales sin tratar formaron inmensas lagunas aguas fecales en las calles de
Bagdad inmediatamente después de la campaña “Conmoción y Espanto” de Bush)
también haya tenido como consecuencia el envenenamiento tanto de los ríos como
de los seres humanos. Los casos de tifus entre los ciudadanos iraquíes se han
multiplicado por diez desde 1991, en gran parte debido al agua contaminada. Casi
con toda seguridad está cifra ha aumentado desde la destitución de Sadam.
Mientras Irak era sancionado en los noventa, los funcionarios de Naciones
Unidas en Bagdad estaban de acuerdo en que la causa originaria de la mortandad
infantil y de otros problemas de salud ya no era la simple falta de medicina y
comida, sino la falta de agua limpia (a la que todo el país accedía
gratuitamente antes de la primera guerra del Golfo) y de electricidad que tuvo
las consecuencias previsibles para los hospitales y las plantas de bombeo de
agua. De los 21,9% de los contratos que el llamado Comité de Sanciones de
Naciones Unidas dominado por Estados Unidos vetó a mediados de 1999 una gran
parte de ellos era esenciales para poder reparar los sistemas de agua y de
alcantarillado.
El futuro es realmente siniestro para los ecosistemas y biodiversidad de
Irak, pero las consecuencias de la invasión militar estadounidenses no quedarán
confinadas a este país arrasado por la guerra. El segundo día de la invasión de
2003 el New York Times y la BBC informaron de que el ejército iraquí
había prendido fuego a varios de los principales pozos petrolíferos de la país.
Cinco días después se prendió fuego a seis docenas de pozos en los campos
petrolíferos de Rumaila. En el sur de Irak se levantó una densa humareda que
avivaba una clara señal de que la invasión estadounidenses había prendido fuego
a una tragedia medioambiental. Poco después de la invasión inicial los datos vía
satélite del Programa Medioambiental de Naciones Unidas mostraban que los pozos
quemados habían emitido importantes cantidades de humo tóxico.
Según [la organización] Amigos de la Tierra, la lluvia de restos del petróleo
quemado (unido a venenosos productos químicos como mercurio y azufre) ha creado
una capa tóxica en la superficie del mar que afecta a los pájaros y la vida
marina. Una zona muy afectada es el mar de Omán, que conecta el mar Arábigo.
Esta vía navegables es uno de los habitats marinos más ricos del mundo que,
según mantiene la Fundación para el Medio Ambiente Global, “desempeña un papel
fundamental en el mantenimiento del ciclo vital de las poblaciones de tortugas
marinas en toda la región del noroeste del Indo-Pacífico”. De las siete tortugas
marinas de mundo cinco se encuentran en el mar de Omán y cuatro de estas cinco
están consideradas en peligro mientras que la quinta está clasificada de
amenazada.
Según Mike Evans de BirdLife, las riberas del Golfo son “uno de los
principales lugares del mundo para las aves zancudas y una zona de
reabastacimiento clave para miles de aves migratorias marinas”. El Programa
Medioambiental de Naciones Unidas afirma que 33 pantanos en Irak son de vital
importancia para la supervivencia de varios tipos de especies de pájaros. Estos
pantanos, afirma Naciones Unidas, son particularmente vulnerables a la
contaminación tanto de la munición arrojada como del sabotaje a los pozos
petrolíferos.
Mike Evans también mantiene que la actual guerra en Irak podría destruir lo
que queda de las marismas mesopotámicas en los cursos bajos de los ríos Tigris y
Éufrates. La construcción de diques en los antes muy caudalosos Tigris y
Éufrates ha secado más del 90% de las marismas y ha provocado la extinción de
varios animales: búfalos de agua, zorros, aves acuáticas y cerdos han
desaparecido de la zona. “Lo que queda de las frágiles marismas y de las 20.000
personas que siguen viviendo de ellas estará en el camino de las fuerzas que se
encaminan hacia Bagdad desde el sur”, escribió Fred Pearce en la revista New
Scientist antes de la invasión de Bush en 2003. Se desconocen todavía todas
las consecuencias que esta guerra ha tenido sobre estas marismas y sus
habitantes.
El verdadero impacto acumulativo de la acción militar estadounidenses en
Irak, pasada y presente, no se conocerá durante años, quizá décadas. Parar esta
guerra no sólo salvará vidas sino que también ayudará a rescatar lo que queda
del frágil medio ambiente de Irak.
Este artículo es una adaptación de Born Under a Bad Sky: Notes From the
Dark Side of the Earth.
Jeffrey St. Clair es autor de Been Brown So Long It Looked Like Green to
Me: the Politics of Nature and Grand Theft Pentagon. Su libro más reciente,
Born Under a Bad Sky, acaba de ser publicado por AK Press / CounterPunch books.
Se le puede contactar en: sitka@comcast.net.
Joshua Frank es co-editor de Dissident Voice y autor de Left Out! How
Liberals Helped Reelect George W. Bush (Common Courage Press, 2005), y con
Jeffrey St. Clair, autor del libro Red State Rebels: Tales of Grassroots
Resistance in the Heartland, recién publicado por AK Press en julio de
2008.
Enlace con el original: www.counterpunch.org/stclair05012009.html
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