STEVEN WATT SE REFIERE A LA DEMANDA QUE PRESENTO CONTRA DOS PSICOLOGOS QUE ENSEÑARON A TORTURAR A LA CIA
“Debe haber rendición de cuentas”
Watt, abogado de la ACLU (organización pro libertades civiles), demandó a Mitchell y
Jessen, quienes vendieron un programa de torturas a la agencia de inteligencia
norteamericana. Se aplicó en cárceles de Irak y Afganistán entre 2002 y 2005.
Santiago O’Donnell
Página|12
16 de noviembre de 2015
Steven Watt, abogado de derechos humanos estadounidense, demandó hace pocos días en
una Corte Federal de Washington a los dos psicólogos que manejaron el programa
de torturas de la CIA. Los psicólogos se llaman James Mitchell y Bruce Jessen.
Se trata de una llamativa novedad, porque hasta ahora sólo un puñado de soldados y
un contratista de la CIA han sido procesados por abusos cometidos en las
cárceles de Irak y Afganistán. Cada vez que se intentó llevar a juicio a los
verdaderos responsables del programa de torturas, los abogados del gobierno,
tanto el de George W. Bush como el de Barack Obama, invocaron “secretos de
Estado” para frenar los juicios.
“Esta vez es diferente” dice Watt, abogado de la ACLU (organización pro libertades
civiles) al teléfono desde Nueva York el martes pasado. “Esta vez no pueden
decir que lo que salga del juicio puede dañar el interés nacional porque la
información ya no es secreta: tanto el programa de Mitchell y Jessen como las
torturas que recibieron mis defendidos están detallados en un informe del
Senado sobre tortura que se publicó en diciembre del año pasado. Ya le hemos
escrito a la fiscal general Loretta Lynch para pedirle que se abstenga de intervenir.”
Antes del 11-9, los psicólogos Mitchell y Jessen trabajaban para el Ejército
estadounidense en programas de resistencia a los interrogatorios de fuerzas
enemigas. Según el informe del Senado, Mitchell y Jessen convirtieron el
programa de supervivencia en un programa de torturas y se lo vendieron llave en
mano a la CIA. Pero, claro, entre lo que hicieron en el Ejército y lo que
harían en la CIA había una enorme diferencia. En el programa de supervivencia
los soldados sabían perfectamente cuánto iba a durar cada ejercicio y tenían
“palabras seguras” que podían invocar cuando sentían que no podían resistirlo.
En cambio los prisioneros de la CIA eran torturados sin parar durante días enteros.
Peor aún, Mitchell y Jessen inventaron una teoría pseudocientífica para justificar
la tortura, basándose en los experimentos en perros que un psicólogo llamado
Martin Seligman había conducido en los años 60 desde la Universidad de
Pensilvana. Picaneando perros amarrados y registrando los resultados, Seligman
había desarrollado el término de “desesperanza aprendida” (learned helplessness,
en inglés). Esto es, en largas sesiones de picaneo en los tobillos del animal,
cuando finalmente se resigna a que no va a poder zafar de sus amarras y por más
que ladre y se queje no van a dejar de picanearlo, el perro deja de resistir
los shocks eléctricos y se queda quieto y agachado, en completo estado de
sumisión, por más que sigue padeciendo un dolor inaguantable.
Esto es “desesperanza aprendida” y es lo que, según numerosas evidencias, Mitchell y
Jessen le vendieron a la CIA. Y al menos entre el 2002 y el 2005 la aplicaron
en cárceles de Irak y Afganistán, junto a torturadores entrenados por ellos,
registrando resultados y sacando conclusiones bajo el disfraz del guardapolvo
blanco, en al menos 119 víctimas.
Desde el gobierno nadie opuso reparos. Al contrario. Sobre los escombros humeantes de
las Torres Gemelas el entonces presidente estadounidense George W. Bush había
prometido: “Vamos a quemar sus madrigueras, los vamos a hacerlos correr, y
después los traeremos a enfrentar la Justicia” y al poco tiempo autorizaba y
ponía en funcionamiento un programa de torturas, secuestros, traslados secretos
a terceros países y detenciones prolongadas sin derecho a la defensa que se
aplicó a ¿decenas?, ¿cientos?, de sospechosos de ser terroristas. Algunos de
esos sospechosos serían eventualmente liberados tras demostrar que no tenían
nada que ver, otros terminarían muertos en la sala de tormentos sin haber
podido defenderse y todos, terroristas o no, sufrirían de por vida los efectos
de pasarse semanas enteras atados, desnudos y muertos de frío, en celdas
oscuras y vacías, sin poder dormir por la música a todo volumen, con golpizas y
submarinos y manguerazos y asfixias con bolsas de plástico durante horas sin
parar y humillaciones diarias con perros y excrementos y páginas del Corán.
Todo bajo la atenta supervisión, a veces en persona, de los dos psicólogos, que
por entonces se habían retirado del Ejército para abrir la consultora Mitchell,
Jessen & Associates, una academia de tortura que lleva facturados al menos
8,1 millones de dólares del gobierno estadounidense.
Sin embargo, más allá del palabrerío pseudocientífico con el que Mitchell y Jessen
llenaban su informes, el informe de Senado concluyó lo ya se sabía en cualquier
ámbito científico y académico medianamente serio. Esto es, que la tortura no
sirve para obtener información porque el torturado va a decir cualquier cosa
con tal de que dejen de torturarlo. En el caso puntual de los los psicólogos
Mitchell y Jessen, el informe afirma que no aportaron ninguna información valiosa.
Claro que Mitchell y Jessen no son los únicos responsables de haber degradado la
condición humana y averiado la autoridad moral de Estados Unidos. Numerosos
documentos muestran que la CIA quería torturar y por eso aceptó rápidamente la
propuesta de los psicólogos. Y que el entonces presidente Bush autorizó el
programa, que el vice Dick Cheney y la asesora de Seguridad Nacional Condoleeza Rice, entre otros,
alentaron y apoyaron la práctica. Albert Gonzalez, John Yoo y Jay Bybee, entre
otros, defendieron la legalidad del programa desde el Departamento de Justicia,
llegando a redefinir el concepto de “tortura”, muy cerca de la idea de “daño
permanente”, de manera tal de que prácticamente haría falta mutilar o
enloquecer a una persona para que se la considere torturada.
Sin embargo, aunque el actual presidente estadounidense Barack Obama ordenó el cese
del programa de torturas ni bien asumió, en el 2008, y reconoció que
“torturamos a algunas personas” cuando se conoció el informe del Senado, su gobierno
ha protegido a los torturadores materiales e intelectuales, a tal punto que al
conocerse el informe Obama acompañó su reconocimiento de la tortura con una
peligrosa justificación: “Entiendo por qué sucedió. Es importante que miremos
atrás y recordemos lo asustada que estaba la gente. No se sabía si más ataques
eran inminentes. Y había una enorme presión sobre nuestras fuerzas de seguridad
y sistema judicial para enfrentar la amenaza”.
Watt, el abogado, y equipo, representan a tres víctimas: el keniata Suleimán Abdullah
Salim, que hoy vive en Tanzania; el libio Mohamed Ahmed Ben Soud, que hoy vive
en su país, y la familia del afgano Gul Rahman, muerto por hipotermia en una
cárcel de su país mientras era torturado. Acusaron a los psiquiatras no sólo de
torturas sino también de experimentación humana sin la autorización de las
personas utilizadas en el experimento.
“Nunca le pidieron perdón. Nunca ofrecieron una reparación. A la familia de Rahman ni
siquiera le dieron la confirmación oficial de su muerte. Hago esto porque
llegué a conocerlos y hablé mucho con ellos y pude ver lo que sufrieron y cómo
no pueden avanzar con sus vidas si no pueden darle un cierre a su terrible
experiencia –dice Watt–. Pero también lo hago por nosotros, por nuestro país.
Como sociedad no podemos avanzar si no asumimos la responsabilidad de nuestros actos.”
Para Watt, la postura de Obama de reconocer los crímenes mientras protege a sus
autores raya en la hipocresía. “Me parece absurdo lo que hace Obama. Con la
transparencia no alcanza. Si hay reconocimiento debe haber rendición de cuentas.”
¿Y cómo se puede saber si la CIA dejó de torturar, como le ordenó Obama, cuando
todavía no reconoció que al menos lo venía haciendo hasta hace poco? se le
pregunta. “Precisamente, no podemos estar seguros. De hecho la cárcel de
Guantánamo sigue abierta y la encarcelación ilegal es una forma de tortura.”
Watt dice que es importante la atención internacional al tema, sobre todo de países
latinoamericanos que han sufrido el terrorismo de Estado. “Quisiera que
aprendamos la lección de Chile y Argentina. Ningún país donde hubo secuestro,
torturas y desapariciones forzadas puede avanzar sin no se hace una verdadera
rendición de cuentas.”
Reconoce que los psicólogos son peces relativamente pequeños en el estanque de los
culpables de torturar, pero dice que hay otras acciones legales en marcha y que
todo forma parte de una estrategia legal, y por qué no, mediática, para
alcanzar una rendición de cuentas exhaustiva.
“Esta vez es diferente”, se esperanza Watt, nuevamente, antes de colgar.
santiagoodonnell.blogspot.com.ar
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