Tortura y amnesia histórica
Noam Chomsky/II y última
Se puede argumentar que la aplicación del paradigma de tortura de la CIA
nunca violó la Convención sobre Tortura de 1984, al menos en la forma en que fue
interpretada por Washington. McCoy señala que el muy sofisticado paradigma de la
CIA se desarrolló a enorme costo en las décadas de 1950 y 1960, con base en la
técnica de tortura más devastadora de la KGB, que se reservaba para el tormento
mental, no físico, el cual se consideraba menos efectivo para convertir a las
personas en vegetales manejables. McCoy escribe que el gobierno de Reagan revisó
en forma minuciosa la Convención Internacional sobre Tortura “con cuatro
detalladas ‘reservas’ diplomáticas enfocadas en una sola palabra de las 26
páginas impresas de la convención: la palabra ‘mental’”. Añade: Estas reservas
diplomáticas de intrincada construcción redefinían la tortura, según la
interpretación de Estados Unidos, excluyendo la privación sensorial y el dolor
autoinfligido: precisamente las técnicas que la CIA había refinado a un costo
tan alto. Cuando Clinton envió al Congreso la Convención de la ONU para su
ratificación, en 1994, incluyó las reservas de Reagan. Por tanto, el presidente
y el Congreso excluyeron el núcleo del paradigma de tortura de la CIA de la
interpretación estadounidense de la Convención, y esas reservas, observa McCoy,
fueron “reproducidas al pie de la letra en la legislación promulgada para dar
fuerza de ley a la Convención de la ONU“. Ésa es la mina política de tierra que
estalló con fuerza tan fenomenal en el escándalo de Abu Ghraib y en la
vergonzosa Ley de Comisiones Militares (que permite crear comités castrenses
para juzgar a presuntos enemigos extranjeros/ N de la T), la cual se aprobó en
2006 con apoyo de los dos partidos. Bush, desde luego, fue más allá de sus
predecesores al autorizar violaciones flagrantes del derecho internacional, y
varias de sus innovaciones extremistas fueron echadas abajo por los tribunales.
Mientras Obama, como Bush, expresa con elocuencia nuestro indeclinable respeto
al derecho internacional, parece decidido a restaurar sustancialmente las
medidas extremistas de Bush.
En el importante caso Boumediene versus Bush, de junio de 2008, la Suprema
Corte rechazó la afirmación anticonstitucional del gobierno de Bush de que los
prisioneros de Guantánamo no tienen derecho al recurso de habeas
corpus. El columnista Glenn Greenwald, de Salon.com, relata lo que
pasó después. Buscando preservar la atribución de secuestrar personas en otras
partes del mundo y encarcelarlas sin el proceso debido, el gobierno de Bush
decidió enviarlas a la prisión de la base aérea estadounidense de Bagram, en
Afganistán, con lo cual trató al veredicto del caso Boumediene, fundamentado en
nuestras garantías constitucionales más elementales, como si fuera un juego
tonto: si llevas a los prisioneros a Guantánamo, tienen derechos
constitucionales; si los llevas a Bagram, puedes desaparecerlos para siempre sin
proceso judicial. Obama adoptó la postura de Bush, al presentar una promoción
ante un tribunal federal en la que, en dos oraciones, declaraba que adoptaba la
teoría más extremista de Bush sobre el tema, alegando que los prisioneros
llevados a Bagram desde cualquier parte del mundo (en el caso en cuestión,
yemenitas y tunecinos capturados en Tailandia y en Emiratos Árabes Unidos)
pueden permanecer en prisión por tiempo indefinido sin ningún derecho, siempre y
cuando se les mantenga en Bagram y no en Guantánamo. Sin embargo, en marzo
pasado un juez federal designado por Bush rechazó la postura Bush/Obama y
sostuvo que la argumentación del caso Boumediene se aplica punto por punto tanto
a Bagram como a Guantánamo. El gobierno de Obama anunció que impugnaría el
fallo, con lo cual su Departamento de Justicia, concluye Greenwald, se colocó
“claramente a la derecha de un poder extremadamente conservador y favorable al
Ejecutivo –los 43 jueces nombrados por Bush–, en lo tocante a asuntos de poder
ejecutivo y detenciones violatorias del proceso debido”, y en violación radical
de las promesas de campaña de Obama y sus posturas anteriores.
El caso Rasul versus Rumsfeld parece seguir una trayectoria similar. Los
demandantes sostenían que Rumsfeld y otros altos funcionarios fueron
responsables de las torturas a las que se les sometió en Guantánamo, adonde se
les envió después de ser capturados por el señor de la guerra uzbeko
Rashid Dostum. Afirmaban que habían viajado a Afganistán para ofrecer ayuda
humanitaria. Dostum, notorio rufián, era el líder de la Alianza del Norte,
facción afgana apoyada por Rusia, Irán, India, Turquía y los estados del centro
de Asia, y por Estados Unidos cuando atacó Afganistán, en octubre de 2001.
Dostum los entregó a la custodia estadounidense, supuestamente a cambio de
una recompensa. El gobierno de Bush intentó que el caso se sobreseyera. En fecha
reciente el Departamento de Justicia de Obama presentó una moción en apoyo a la
postura del gobierno anterior de que los funcionarios no eran culpables de
tortura y otras violaciones al proceso debido, sobre la base de que los
tribunales todavía no precisaban los derechos de que gozaban los
prisioneros.
También se ha informado que el gobierno de Obama pretende revivir las
comisiones militares, una de las violaciones más graves al estado de derecho
perpetradas en los años de Bush. Existe una razón, según William Galverson, del
New York Times: Funcionarios que trabajan en el asunto de Guantánamo
dicen que los abogados del gobierno están preocupados de que vayan a enfrentar
obstáculos significativos para enjuiciar a algunos sospechosos de terrorismo en
tribunales federales. Los jueces podrían poner dificultades para procesar a
detenidos que fueron sometidos a tratamiento brutal, o impedir que los fiscales
utilicen testimonios de oídas recabados por agencias de inteligencia. Al
parecer, lo consideran una grave falla del sistema de justicia penal.
Creación de terroristas
Aún se debate mucho si la tortura ha sido eficaz para obtener información; la
premisa, al parecer, es que si es eficaz, entonces está justificada. Según el
mismo argumento, cuando Nicaragua capturó al piloto estadounidense Eugene
Hasenfuss, en 1986, luego de derribar su avión, en el que llevaba ayuda para las
fuerzas de la contra, respaldadas por Washington, no debió ser juzgado
y, una vez hallado culpable, devuelto a Estados Unidos, como hizo Nicaragua. Se
debió haber aplicado el paradigma de tortura de la CIA para tratar de extraer
información acerca de otras atrocidades terroristas que se planeaban en
Washington, lo que no era asunto menor para un país minúsculo y empobrecido,
sujeto a un ataque terrorista de la superpotencia global.
Conforme a las mismas normas, si los nicaragüenses hubieran podido capturar
al principal coordinador terrorista, John Negroponte, entonces embajador en
Honduras (más tarde nombrado primer director de Inteligencia Nacional, en
esencia un zar del contraterrorismo, sin que se oyera un solo murmullo),
debieron haber hecho lo mismo. Cuba habría estado justificada en actuar en forma
similar si el gobierno de Castro hubiera logrado echar el guante a los hermanos
Kennedy. No hay necesidad de mencionar lo que sus víctimas habrían hecho a Henry
Kissinger, Ronald Reagan y otros destacados comandantes terroristas, cuyos
logros dejan en vergüenza a Al Qaeda, y quienes sin duda poseían amplia
información que habría evitado nuevos ataques de bombas de tiempo.
Tales consideraciones nunca parecen aflorar en la discusión pública. Existe,
desde luego, una respuesta: nuestro terrorismo, aunque sin duda es terrorismo,
es benigno, puesto que deriva de la ciudad en la colina. Tal vez la culpabilidad
sería mayor, según las normas morales prevalecientes, si se descubriera que la
tortura del gobierno de Bush costó vidas estadounidenses. Ésa es, de hecho, la
conclusión a la que llega el mayor Matthew Alexander [es un seudónimo], uno de
los interrogadores más curtidos de Estados Unidos en Irak, quien obtuvo la
información con la cual las fuerzas armadas pudieron localizar a Abu Musab al
Zarqawi, jefe de Al Qaeda en Irak, según informó Patrick Cockburn, corresponsal
de The Independent en Irak.
Alexander no siente más que desprecio por los crueles métodos de
interrogación del gobierno de Bush: según cree, el uso de la tortura por Estados
Unidos no sólo no obtiene información útil, sino ha resultado tan
contraproducente, que podría haber conducido a la muerte de tantos soldados
estadounidenses como víctimas civiles causó el 11/S. A partir de cientos de
interrogatorios, Alexander descubrió que combatientes extranjeros llegaron a
Irak en reacción a los abusos en Guantánamo y Abu Ghraib, y que ellos y sus
aliados domésticos recurrieron a los ataques suicidas y otros actos terroristas
por las mismas razones.
También hay creciente evidencia de que los métodos de tortura que estimularon
Dick Cheney y Donald Rumsfeld crearon terroristas. Un estudio de caso
cuidadosamente estudiado es el de Abdallah al Ajmi, encerrado en Guantánamo bajo
el cargo de participar en dos o tres combates con la Alianza del Norte. Terminó
en Afganistán después de fracasar en el intento de llegar a Chechenia para
combatir a los rusos. Luego de cuatro años de tratamiento brutal en Guantánamo,
se le devolvió a Kuwait. Más tarde logró llegar a Irak y, en marzo de 2008, se
lanzó en un camión cargado de bombas contra un complejo militar iraquí, acción
en la que perecieron él y 13 soldados: fue el acto de violencia más malvado
cometido por un antiguo detenido en Guantánamo, según el Washington
Post y, según su abogado, el resultado directo de su encarcelamiento
abusivo. Tanto como esperaría una persona razonable.
Nada excepcionales
Otro socorrido pretexto para torturar es el contexto: la guerra al terror que
Bush declaró después del 11/S. Un crimen que dejó obsoleto el derecho
internacional tradicional, según dijo a Bush su consejero legal, Alberto
Gonzales, más tarde nombrado procurador general. Esta doctrina ha sido reiterada
en una forma u otra en comentarios y análisis.
Sin duda, el ataque del 11/S fue único en muchos aspectos. Uno es el lugar
hacia donde apuntaban las armas: típicamente lo hacen en dirección opuesta. De
hecho, fue el primer ataque de importancia en territorio de Estados Unidos desde
que los británicos incendiaron Washington, en 1814.
Otro rasgo singular fue la escala del terror perpetrado por un actor no
estatal. Horripilante como fue, pudo haber sido peor. Supongamos que los
perpetradores hubieran atacado la Casa Blanca, dado muerte al presidente e
impuesto una despiadada dictadura militar que hubiera asesinado a entre 50 mil y
100 mil personas y torturado a 700 mil, organizado un enorme centro terrorista
internacional que cometiera asesinatos y ayudara a imponer dictaduras militares
comparables en otros lugares, y aplicado doctrinas que desmantelaran la economía
en forma tan radical, que el Estado hubiera tenido que tomarla virtualmente a su
cargo unos años después.
Eso habría sido sin duda mucho peor que el 11 de septiembre de 2001. Y
ocurrió en Chile, en tiempos de Salvador Allende, en lo que los latinoamericanos
llaman a menudo el primer 11/S, en 1973. (Los números de arriba se cambiaron por
sus equivalentes per cápita en Estados Unidos, forma realista de medir
crímenes.) La responsabilidad del golpe militar contra Allende se puede rastrear
directamente hasta Washington. Como es de suponerse, esta analogía, por lo demás
muy apropiada, no está en la conciencia pública aquí en Estados Unidos, y los
hechos se adscriben a ese abuso de la realidad que los ingenuos llaman
historia.
También se debe recordar que Bush no declaró la guerra al terror, sino la
redeclaró. Veinte años antes, el gobierno de Reagan asumió el cargo declarando
que un aspecto central de su política exterior sería una guerra al terror, la
peste de la era moderna y un retorno a la barbarie en nuestro tiempo, por
ilustrar la febril retórica de la época.
Esa primera guerra de Estados Unidos contra el terror también ha sido borrada
de la conciencia histórica, porque su resultado no se puede incorporar con
facilidad en el canon: cientos de miles asesinados en los países arruinados de
Centroamérica y muchos más en otras partes, entre ellos alrededor de un millón
500 mil muertos en las guerras terroristas patrocinadas en naciones vecinas de
la aliada favorita de Reagan, la Sudáfrica del apartheid, la cual tenía
que defenderse del Congreso Nacional Africano (CNA) de Nelson Mandela, uno de
los más notorios grupos terroristas del mundo, según determinó Washington en
1988. En estricta justicia, debe añadirse que, 20 años después, el Congreso votó
en favor de retirar al CNA de la lista de organizaciones terroristas, para que
Mandela pudiese por fin entrar en Estados Unidos sin necesidad de un
salvoconducto gubernamental.
La doctrina imperante en el país es llamada a veces excepcionalismo
estadounidense. No es nada de eso: más bien parece estar cerca de un hábito
universal de las potencias imperiales. Francia ensalzaba su misión civilizadora
en sus colonias, mientras su ministro de Guerra llamaba al exterminio de la
población indígena de Argelia. La nobleza británica era una novedad en el mundo,
declaró John Stuart Mill, a la vez que instaba a esa potencia angélica a no
retrasar más la completa liberación de India.
De manera similar, no hay razón para dudar de la sinceridad de los
militaristas japoneses de la década de 1930, quienes llevaban un paraíso en la
Tierra a China bajo la benigna tutela japonesa, mientras arrasaban Nanking y
emprendían campañas en el norte rural chino bajo el lema quema todo, saquea
todo, mata todo. La historia está repleta de similares episodios gloriosos.
Sin embargo, mientras esas tesis excepcionalistas permanezcan firmemente
arraigadas, las ocasionales revelaciones del abuso de la historia a menudo
resultan contraproducentes y sólo sirven para borrar crímenes terribles. La
masacre de My Lai fue una mera nota al pie en las gigantescas atrocidades de los
programas de pacificación posteriores al Tet, que se han pasado por alto
mientras la indignación en Estados Unidos se enfoca en un solo crimen.
Watergate fue criminal sin duda, pero el furor al respecto desplazó crímenes
incomparablemente peores dentro y fuera del país, entre ellos el asesinato,
organizado por la FBI, del organizador negro Fred Hampton, como parte de la
infame represión desatada por el Programa de Contrainteligencia (Cointelpro), o
el bombardeo de Cambodia, por mencionar sólo dos ejemplos monumentales. La
tortura es malvada de por sí, pero la invasión de Irak fue un crimen mucho peor.
Por lo común, las atrocidades selectivas tienen esta función. La amnesia
histórica es un fenómeno peligroso, no sólo porque socava la integridad moral e
intelectual, sino también porque echa los cimientos para crímenes por venir.
© Noam Chomsky 2009.
Traducción: Jorge Anaya
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