La doctrina Obama
Noam Chomsky *
La Jornada
13 de octubre de 2013
La reciente escaramuza Obama-Putin con respecto al
excepcionalismo estadounidense volvió a encender el debate sobre la doctrina
Obama: ¿se dirige el presidente hacia el aislacionismo o portará con orgullo la
bandera del excepcionalismo?
El debate es más estrecho de lo que parece. Existe considerable terreno
común entre las dos posiciones, como expresó con claridad Hans Morgenthau,
fundador de la escuela realista de relaciones internacionales, exenta
de sentimentalismos, que domina hoy día.
A lo largo de su obra, Morgenthau describe a Estados Unidos como único
entre las potencias pasadas y presentes, en cuanto tiene un propósito trascendente
que debe defender y promover en todo el mundo: la instauración de la igualdad y la
libertad.
Los conceptos en competencia excepcionalismo y aislacionismo aceptan esta doctrina y sus diversas
elaboraciones, pero difieren en cuanto a su aplicación.
Un extremo fue defendido con vigor por el presidente Obama en su mensaje
del pasado 10 de septiembre a la nación: Lo que hace diferente a Estados Unidos, lo que lo hace excepcional, dijo, es que
estamos dedicados a actuar, con humildad, pero con decisión, cuando detectamos violaciones en alguna parte.
Durante casi siete décadas, Estados Unidos ha sido el sostén de la
seguridad global, papel que ha significado más que forjar acuerdos internacionales: ha significado asegurar
que se apliquen.
El aislacionismo, en cambio, sostiene que ya no podemos darnos el lujo de
realizar la noble misión de correr a apagar los fuegos que otros encienden.
Toma en serio una advertencia emitida hace 20 años por el columnista Thomas
Friedmanm, del New York Times, de que conceder al idealismo una influencia
casi exclusiva en nuestra política exterior puede conducirnos a desdeñar nuestros intereses por nuestra devoción a las
necesidades de otros.
Entre estos dos extremos se da el acalorado debate sobre política exterior.
En los márgenes, algunos observadores rechazan las premisas compartidas y
sacan a relucir el registro histórico: por ejemplo, el hecho de que durante siete décadas Estados Unidos
ha encabezado al mundo en agresión y subversión, derrocando gobiernos electos e
imponiendo despiadadas dictaduras, apoyando crímenes horrendos, socavando
acuerdos internacionales y dejando estelas de sangre, destrucción y miseria.
Morgenthau dio respuesta a esas criaturas desorientadas. Académico serio,
reconoció que Estados Unidos ha violado con consistencia su propósito trascendente, pero explica
que oponer esa objeción es cometer el error del ateísmo, que niega la validez de la religión con fundamentos
similares.
La realidad, sostiene, es el propósito trascendente de Estados Unidos;
el registro histórico no es más que el abuso de la realidad.
En suma, el excepcionalismo y el aislacionismo estadounidenses vienen a ser
variaciones tácticas de una religión secular, cuya fascinación extraordinaria
va más allá de la ortodoxia religiosa normal en cuanto apenas si es posible
percibirla. Puesto que ninguna alternativa es concebible, esta fe se adopta por reflejo.
Otros expresan la doctrina con mayor crudeza. Jeane Kirkpatrick, quien fue
embajadora del ex presidente Reagan ante la Organización de Naciones Unidas,
desarrolló un nuevo método para desviar las críticas a los crímenes de Estados
Unidos. Los que se oponían a considerarlos meros tropiezos o ingenuidad
inocente podían ser acusados del equivalente moral a afirmar que Estados
Unidos no es diferente de la Alemania nazi o de cualquier demonio que esté en
boga. Esta argucia ha sido usada en muchos casos para proteger el poder ante
cualquier escrutinio.
Hasta la academia seria se amolda. Así, en el número más reciente de la
revista Diplomatic History, el erudito Jeffrey A. Engel reflexiona
sobre la significación de la historia para quienes trazan las políticas.
Engel cita Vietnam, donde, dependiendo de la persuasión política que se tenga, la lección es “evitar las arenas
movedizas de la intervención –aislacionismo– o la necesidad de dar rienda
suelta a los comandantes militares para que operen libres de presión política”
al cumplir la misión de llevar estabilidad, igualdad y libertad destruyendo
esos países y dejando un reguero de millones de cadáveres.
La cuota mortal de Vietnam continúa creciendo hasta el presente a causa de
la guerra química que el ex presidente Kennedy montó allá, al mismo tiempo que
aumentaba su apoyo a una dictadura asesina para un ataque en gran escala, el
peor caso de agresión ocurrido durante las siete décadas de Obama.
Otra persuasión política es imaginable: una indignación como la
que adoptaron los estadounidenses cuando Rusia invadió Afganistán o cuando
Saddam Hussein invadió Kuwait. Pero la religión secular nos impide vernos a
nosotros mismos bajo una lente similar.
Un mecanismo de autoprotección es lamentar las consecuencias de nuestras
omisiones. Así, el columnista del New York TimesDavid Brooks, al reflexionar sobre el
deslizamiento de Siria hacia un horror semejante a Ruanda, concluye que el asunto de fondo es la violencia sunita-chiíta que
destroza a esa nación.
Esa violencia, afirma, es testimonio del fracaso de la reciente estrategia
estadounidense de retirarse y dejar una presencia ligera y de la pérdida de lo que el ex
funcionario del servicio exterior Gary Grappo llama la influencia moderadora de las
fuerzas estadounidenses.
Los que aún se dejan engañar por el abuso de la realidad –eso es, de hecho–
podrían recordar que la violencia sunita-chiíta fue resultado del peor crimen
de agresión del nuevo milenio: la invasión estadounidense de Irak. Y los
cargados de memorias más ricas podrían recordar que en los juicios de Nuremberg
se sentenció a criminales a la horca porque, según el tribunal, la agresión es el crimen internacional supremo,
diferente de otros crímenes de guerra sólo en que contiene en sí mismo el mal
acumulado del todo.
Ese mismo lamento es tema de un celebrado estudio de Samantha Power, la
nueva embajadora de Washington ante Naciones Unidas. En Un problema del infierno: Estados
Unidos en la era del genocidio, Power escribe sobre los crímenes de otros y
nuestra inadecuada respuesta. Dedica una oración a uno de los pocos casos
durante las siete décadas que podría calificar como genocidio: la invasión de
Timor Oriental por Indonesia, en 1975. Trágicamente, Estados Unidos miró para otro lado, informa Powers.
Daniel Patrick Moynihan, quien la precedió en el cargo ante la ONU en
tiempos de la invasión, vio el asunto de modo diferente. En su libro A
dangerous place, describió con gran orgullo cómo llevó a la ONU a ser del
todo inefectiva en las medidas que tomó para parar la agresión, porque Estados
Unidos deseaba que las cosas resultaran de ese modo.
Y de hecho, lejos de mirar a otro lado, Washington dio luz verde a los
invasores indonesios y les proporcionó de inmediato equipo militar letal.
Estados Unidos impidió actuar al Consejo de Seguridad de la ONU y continuó
prestando firme apoyo a los agresores y sus actos genocidas, entre ellos las
atrocidades de 1999, hasta que el entonces presidente Bill Clinton marcó el
alto, lo cual pudo haber ocurrido en cualquier momento de los 25 años
anteriores.
Pero eso es mero abuso de la realidad. Es muy fácil continuar, pero no
tiene caso. Brooks tiene razón en insistir en que deberíamos ir más allá de los
terribles sucesos que tenemos a la vista y reflexionar en los procesos
subyacentes y las lecciones que derivan de ellos.
Entre éstas, ninguna tarea es más urgente que liberarnos de las doctrinas
religiosas que condenan al olvido los hechos de la historia y refuerzan de ese
modo nuestros fundamentos para nuevos abusos de la realidad.
*El libro más reciente de Noam Chomsky es Power systems: conversations on
global democratic uprisings and the new challenges to US Empire. Interviews
with David Barsamian (Sistemas de poder: conversaciones sobre levantamientos
democráticos en el mundo y nuevos desafíos al imperio estadounidense:
entrevistas con David Barsamian) Chomsky es profesor emérito de lingüística y
filosofía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, en Cambridge, Mass., EU).
© Noam Chomsky, 2013. Distributed by The New York Times Syndicate.
Traducción: Jorge Anaya
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