Los vertebrados salvajes se han
reducido de media un 69% en las últimas cinco décadas: aquí, algunas razones
Óscar Carrera
ElDiario.es
24/10/2022
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Granja de vacas en
Caparroso, Navarra Greenpeace
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La semana pasada salió la última edición del informe Planeta Vivo, la
evaluación más completa del estado de la biodiversidad animal, bajo la
dirección de la Sociedad Zoológica de Londres y del Fondo Mundial para la
Naturaleza (WWF, por sus siglas en inglés). La colaboración de decenas de
autores con trasfondos diversos, desde especialistas de las Naciones Unidas
hasta investigadores de numerosos centros y universidades, hacen de este el
informe de referencia sobre la evolución de la biodiversidad en los
vertebrados.
Y lo que nos muestra es que, década tras década (el informe es bienal), el estado de
la biodiversidad empeora de forma rápida y consistente. Las cifras pueden
sorprender: la población de vertebrados salvajes ha experimentado un declive
promedio del 69% entre 1970 y 2018. En muchos lugares del planeta, la pérdida
de la biodiversidad no es principalmente un problema de la Modernidad, ni
siquiera del siglo XX en toda su extensión, sino de sus últimas décadas y, en
especial, de los estilos de vida globales del siglo XXI.
Hablamos del declive promedio en las poblaciones de vertebrados analizadas
(que por supuesto no son todas). En ningún caso —como se suele
interpretar— del número de individuos que se habrían perdido. Esta última cifra
no la podemos saber: si una población de 10 pierde 8 individuos, experimenta el
mismo declive (80%) que si una de 1000 pierde 800. Sabiendo, además, que el
estudio se suele centrar más en animales de Europa y
Norteamérica que en los de África o la inmensa Asia, la realidad podría ser
peor que la representada (esta última edición ha hecho un esfuerzo por cubrir
mejor Brasil). De momento nos basta con retener que el declive en las casi
32.000 poblaciones analizadas sigue y seguirá creciendo, a menos que tomemos
una serie de acciones destinadas a reanimar la fauna salvaje.
Lejos de ser el peculiar alarmismo de una ONG hambrienta de fondos, este crudo
escenario encaja en el conjunto de la literatura científica sobre el asunto.
Pocos dudan ya de que nos encontremos en los inicios de la sexta extinción masiva de la historia
terrestre. Con una diferencia con respecto a las anteriores: un ritmo
vertiginoso. Desde 1980 estamos perdiendo especies de vertebrados a una velocidad entre 71 y 297 veces mayor
que la extinción masiva que mejor conocemos, la del Cretácico. Casi un tercio de
las especies de animales y plantas examinadas por la Unión Internacional para
la Conservación de la Naturaleza se encuentra en peligro de extinción; la
Plataforma Intergubernamental sobre Diversidad Biológica y Servicios de los
Ecosistemas lo cifra en una
de cada ocho especies. Con respecto a los mamíferos se habla ya de millones de años para una hipotética
recuperación. Los estudios sobre invertebrados son más difíciles de realizar,
pero se ha constatado que incluso el grupo más numeroso y con más especies, los
insectos, presenta un declive pronunciado en los últimos
tiempos, que se está acelerando (el 40% de las especies podrían
extinguirse en unas décadas). La actividad humana es considerada la causa
principal de este declive generalizado de la fauna.
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Especies
acumuladas de vertebrados registradas como “extintas” o “extintas en la
naturaleza” por la IUCN, 2012 (estimación conservadora). Fuente: https://www.science.org/doi/10.1126/sciadv.1400253
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Aunque los medios informativos apenas cubren este fenómeno —que es uno de
los más relevantes de nuestro tiempo—, en el imaginario popular sí se ha
asentado la idea de que, de algún modo, los animales salvajes se encuentran en
peligro. Sin embargo, en este campo reina la confusión, no sólo por el
desconocimiento de la celeridad y dimensiones del actual declive poblacional de
la fauna, sino especialmente por el desconocimiento de sus causas.
Empecemos por los animales marinos. Oímos decir con frecuencia que los
peces mueren por la contaminación, por el vertido de sustancias tóxicas y
basura en los océanos, pero lo cierto es que la principal causa de extinción y
declive de las poblaciones de peces marinos es con diferencia la explotación humana. Evitamos usar pajitas de
plástico para “salvar a los peces”, pero nos los comemos cotidianamente,
apoyando así la principal causa de su declive poblacional, que es la pesca
comercial: la creciente demanda global por unos animales que, a diferencia de
pollos o cerdos de granja, no son repoblados artificialmente. Según la FAO,
el 34% de las poblaciones de peces en el mundo se encuentran hoy sobreexplotadas, más del
triple que en 1974. Los datos de la FAO comienzan hace menos de cincuenta años,
con la pesca industrial ya en pleno funcionamiento, por lo que no podemos usar
ese punto de referencia para entender el impacto que ha tenido la pesca moderna
en las poblaciones. (Quizá sea más significativo que sólo un 6,2% por ciento de los peces se considere hoy “infrapescado”.) Ampliar el marco temporal
nos da más perspectiva: según un estudio de 2003, las poblaciones de grandes
peces depredadores se han reducido a un 10% de lo
que eran en tiempos preindustriales.
El sistema actual no sólo sobrepesca, sino que además captura mucho más de
lo que busca. Según calculaba WWF en 2009, un 40% de lo que se pesca globalmente son capturas mal gestionadas o capturas
incidentales, que por ser indiscriminadas incluyen tanto especies comunes como
vulnerables o en peligro. De acuerdo con la FAO, un 10,8% de
los animales que se pescan en el mundo son directamente devueltos al mar;
la mayoría caen ya muertos o moribundos.
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Toneladas
de peces pescados (rojo) y organismos criados mediante acuicultura (azul) desde
1960. En los peces pescados no se incluyen las capturas incidentales devueltas
al mar. Fuente: Our World in Data
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Por su parte, los pescados o mariscos de piscifactoría tienen un elevado
coste medioambiental. Ya no dependen tanto como hace décadas de piensos extraídos
del mar, pero sus emisiones de gases invernadero se encuentran entre las más altas de
los productos alimenticios, por lo que sustituir la pesca por una forma de
ganadería acuática (comparable a
formas terrestres) no parece ser la mejor solución. El propio decrecimiento de
las poblaciones marinas, allí donde se produce, no siempre fuerza a un descenso
de la actividad pesquera en un mundo donde dicha actividad está
universalmente subvencionada; tampoco designar “áreas marinas protegidas” la detiene. En
este orden de cosas, la mejor solución a nuestro alcance parecería ser ir
deteniendo este elevado consumo de animales marinos. Así, al menos, opina la
veterana bióloga marina Sylvia Earle —Premio Princesa de Asturias de la
Concordia 2018—: “Estas poblaciones [de bacalao, arenque, atún o pez espada]
simplemente han colapsado en un 90% a lo largo de mi vida”, afirma. “Sé suficientes cosas para ser sensata y no comer pescado”.
Toma así el testigo de biólogos como Ransom A. Myers, que dedicó su vida a
alertar (¿en vano?) sobre los peligros de la sobrepesca.
En cuanto a los vertebrados de tierra firme, nuestro imaginario común suele
culpar a la caza ilegal de unas icónicas “especies amenazadas”, como los
elefantes o el tigre de Bengala. Y podemos estar en lo cierto en lo que
respecta a esas especies, que disfrutan de la prohibición de ser matadas. Pero
la principal causa de pérdida de biodiversidad no es la caza, legal o ilegal.
Ni siquiera lo es la acelerada urbanización del último siglo, con su
correspondiente destrucción de hábitats naturales. Nuestro informe coincide, en
cada una de sus ediciones, en que “el impulsor directo más importante de la pérdida de
biodiversidad es el cambio de uso de la tierra, en particular la conversión de
hábitats naturales prístinos, como bosques, praderas y manglares, en sistemas
agricultores”. La agricultura es la principal causa de deforestación y
destrucción de ecosistemas terrestres, pero no cualquier forma de agricultura,
sino el sistema actual, donde el 77% de la tierra agrícola va destinada a pastos y cultivos de piensos para animales domésticos. Animales
que se han propagado de tal modo por el mundo que, a día de hoy, representan el
70% de la biomasa de aves y el 94% de mamíferos no humanos. Nuestros parientes evolutivos, los
vertebrados salvajes, han sido arrinconados en un planeta que hemos convertido
en una enorme granja.
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Distribución global de los mamíferos en 2015. Fuente: Our World in Data
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Al multiplicarse, cerdos, vacas, pollos y gallinas no sólo consiguen aventajar
numéricamente a sus parientes salvajes, sino que destruyen indirectamente sus
hábitats. Como explica WWF en su página sobre
mitos comunes en torno a la deforestación, bosques tropicales como el Amazonas no se deforestan
principalmente para fabricar papel o madera —como todos hemos oído decir—, sino
para hacer sitio a pastos y campos de cultivo para consumo de animales de
granja. En particular pastos para vacas, que son responsables del 41% de la
deforestación tropical; más del doble que la soja y el aceite de palma
juntos. Según el informe Planeta Vivo, la región de Latinoamérica y el Caribe
es con diferencia la que más poblaciones salvajes ha perdido desde 1970, con un
dramático 94%. Además de incluir algunos de los países con mayor consumo de carne
del mundo (en Sudamérica), se ha vuelto tristemente
famosa por una deforestación que tiene entre sus objetivos crear cultivos
destinados a ser pienso en otras regiones con alto consumo cárnico, como
Europa. El propio Gobierno de España, forzado por Bruselas a detener la
importación de estos cultivos, terminaba por reconocer que, en el sistema agrario
actual, no se puede ser a la vez líder en ecologismo y líder en producción ganadera.
La ganadería no sólo es la principal causa de la deforestación tropical, sino que
consume más del 40% de los cereales cultivados en el
mundo (en torno al 70% en Europa) y los residuos de la ganadería intensiva son,
en muchos lugares, la principal amenaza para los ecosistemas fluviales (los
vertebrados de agua dulce son los que más han decrecido según el último informe
Planeta Vivo). Sumemos a la siempre creciente producción de carne un alto
desperdicio de alimentos y comprenderemos mejor por qué se asocia nuestro
sistema alimenticio con la pérdida de biodiversidad. (Y no vale regresar a la
caza: con nuestro actual número y apetito por la carne, nos comeríamos a todos
los mamíferos terrestres del planeta en un mes.) La FAO reconocía ya en 2006 que la
ganadería es, en sus actuales dimensiones, “uno de los causantes principales de
la pérdida de biodiversidad”, así como “un elemento muy importante de estrés
para muchos ecosistemas y para la totalidad del planeta”. En palabras del
naturalista británico David Attenborough, “debemos cambiar nuestra dieta. El
planeta no puede sostener miles de millones de comedores de carne”. Tampoco
ocho mil millones de consumidores de pescado o productos lácteos a los niveles
de muchos países occidentales. Como apunta el portal de Planeta Vivo, el actual
sistema alimentario humano es “la
principal causa de la destrucción de la naturaleza”.
El dilema de cómo alimentar de modo sostenible a una humanidad en plena explosión
demográfica, lejos de ser un debate nacido en el siglo XXI, era una de las
preocupaciones de los vegetarianos de principios del siglo pasado y, en
especial, de los primeros colectivos veganos occidentales desde
los años 40. La gran diferencia es que ahora encontramos en boca de científicos
y naturalistas las mismas soluciones que antes eran propuestas por un puñado de
individuos considerados excéntricos o idealistas: una reducción del consumo de
carne, pescado y productos lácteos a nivel global. En 2017, 15.372 científicos
de 184 países llamaban a la humanidad a “disminuir drásticamente” nuestro
consumo de carne y recomendaban “promover cambios dietéticos hacia alimentos
principalmente de origen vegetal”, en el artículo académico con más firmantes
de la historia. Lo mismo se desprende de grandes estudios que
han abordado cuestiones relacionadas, desde la degradación del suelo hasta la salud global.
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La región de Europa-Asia
Central excede el consumo saludable y sostenible de carne, huevos y productos
lácteos, de acuerdo con la “dieta de salud planetaria” de EAT-Lancet. En Europa
occidental (no así en Asia Central) también es el caso del pescado. Fuente:
interactive.carbonbrief.org/what-is-the-climate-impact-of-eating-meat-and-dairy/
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Apenas hemos hablado del cambio climático, ni tendríamos por qué hacerlo en este
artículo. Pues resulta que el calentamiento global no es todavía el mayor
impulsor de pérdida de la biodiversidad, aunque se calcula que, al ritmo
actual, puede terminar siéndolo. En otras palabras: los argumentos expuestos
acerca del actual sistema agricultor-ganadero no tienen en cuenta que dicho
sistema es también uno de los grandes contribuyentes al cambio climático.
Pero sí nos permiten adquirir un poco de perspectiva. Pues resulta que los
problemas medioambientales suelen estar relacionados, en una perversa sinergia:
como vimos, se deforestan territorios para destinarlos a crear pastos y
cultivos para piensos, lo que supone no sólo una amenaza para la biodiversidad,
sino la destrucción de árboles capaces de secuestrar gases invernadero... con
el fin de aumentar la producción de precisamente los grupos de alimentos que
generan más emisiones de gases invernadero (carne y productos lácteos).
Hay que tener siempre en mente esta interrelación. Leemos, en un estudio sobre emisiones de gases
invernadero en dietas reales de personas reales, que una dieta pescetariana no
dista apenas de la ovo-lacto-vegetariana, y esta “contamina” un cuarto más que
una vegana, aunque sí existe una marcada diferencia con respecto a un consumo
de carne medio o alto. Estudios como el citado (cuyos resultados se pueden ver
en este gráfico) son útiles para orientarnos
en los entresijos particulares del cambio climático, pero no cubren el conjunto
de problemas medioambientales. Aunque una dieta reducetariana o pescetariana
tiende a ser más sostenible que la mayoritaria, es preciso recordar que
sustituir la elevada cantidad de carne que consumimos por pescado (o por queso, o por carne de pastoreo), en lugar de por plantas,
seguiría teniendo un alto coste medioambiental, por razones diversas.
Idealmente, la transición no debiera ser de unos productos animales a otros,
sino hacia productos de origen no animal. Por eso, el profesor de la
Universidad de Oxford Joseph Poore, coautor del mayor metaanálisis de sistemas
de producción de comida hasta la fecha (publicado en
Science en 2018), concluye que una alimentación basada en plantas “es probablemente la mayor forma
singular de reducir tu impacto en el planeta Tierra, no sólo los gases invernadero,
sino la acidificación, la eutrofización, el uso de la tierra y el uso del agua
globales. Es mucho mayor que reducir el número de tus vuelos o comprar un coche
eléctrico” (que sólo afectaría a las emisiones de gases invernadero).
Una transición semejante, de ser global, no sólo ahorraría un considerable
sufrimiento a los animales de granja, sino que redundaría en beneficio del
conjunto de seres sintientes que pueblan nuestro planeta, incluidos los
vertebrados salvajes y el recientemente autodestructivo ser humano. Con el
enorme conjunto de evidencias de que ahora disponemos, podemos decir que, en
términos medioambientales, tal es el norte. Ya cada uno debe decidir a dónde
apunta su brújula.
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