Afganistán: poner fin a la ocupación
Editorial de La Jornada 08-mayo-2009
Un ataque aéreo de las fuerzas de ocupación europeas y estadounidenses en la
provincia occidental de Farah, en Afganistán, lanzado en contra de insurgentes
talibanes entre el lunes y el martes, dejó como saldo decenas de civiles muertos
y un número indeterminado de heridos, según lo informó el Comité Internacional
de la Cruz Roja y lo confirmaron posteriormente las autoridades de la nación
centroasiática. La titular del Departamento de Estado de Estados Unidos, Hillary
Clinton, señaló ayer que lamentaba profundamente estas muertes y aseguró que se
llevarán a cabo las investigaciones correspondientes para determinar las
responsabilidades en torno a estos sucesos. Por su parte, el mandatario
estadounidense, Barack Obama, luego de una reunión en Washington con sus
homólogos de Pakistán, Asif Zardari, y de Afganistán, Hamid Karzai, señaló que
su gobierno realizará todos los esfuerzos posibles para evitar bajas civiles en
la lucha en contra del integrismo sunita.
No bastan las disculpas. La masacre de civiles de esta semana es sólo una más
entre muchas de las que han perpetrado las fuerzas ocupantes en la infortunada
nación centroasiática, y exhibe de nueva cuenta lo insostenible de la presencia
militar que las fuerzas occidentales, encabezadas por Estados Unidos, mantienen
en Afganistán desde hace casi ocho años. A lo que puede verse, el gobierno de
Barack Obama, si bien ha impreso un giro perceptible en la política exterior de
Estados Unidos, ha decidido preservar la incursión militar de su país en suelo
afgano, al parecer como una concesión a los halcones de Washington, a
los sectores más conservadores e imperialistas de la sociedad estadounidense y a
los representantes del complejo militar-industrial de ese país, el cual
constituye, cabe recordarlo, un importante poder fáctico en la nación
vecina.
La invasión que Estados Unidos y sus aliados mantienen en Afganistán desde
octubre de 2001 es un atropello colonialista similar al cometido en Irak; pero,
a diferencia de la aventura bélica que el gobierno de George W. Bush emprendió
en contra del régimen de Saddam Hussein en 2003, y que enfrentó, desde un
principio, la desaprobación de la comunidad internacional y muestras masivas de
repudio de la opinión pública, la ocupación del país centroasiático se efectuó
sin gran oposición aparente e incluso gozó de cierta legitimidad por el respaldo
de la ONU y de la OTAN, y por los probados vínculos entre el régimen talibán
–hoy depuesto– y la red terrorista Al Qaeda, organización que, de acuerdo con la
información disponible, planeó y ejecutó los atentados del 11 de septiembre en
Washington y Nueva York.
No obstante estas consideraciones, la presencia militar estadounidense en
suelo afgano constituye una agresión criminal e injustificable que ha
significado cuotas adicionales de sufrimiento y zozobra para la población de ese
país. Por añadidura, lejos de lograr la pacificación y la normalización de la
vida institucional de Afganistán, la ocupación ha agudizado los problemas que
enfrenta esa nación desde hace décadas: en los pasados ocho años se ha acentuado
la violencia tribal interna, se ha disparado la producción de amapola –planta de
donde se obtienen opio y heroína– y no se ha contrarrestado en forma
significativa, para colmo, el fundamentalismo imperante en la sociedad afgana:
baste mencionar, como botón de muestra, el entorno de violencia, discriminación
y maltrato que continúan enfrentando las mujeres en ese país con el
consentimiento de la población y del propio gobierno títere presidido por Hamid
Karzai.
Pero lo más exasperante de la ocupación militar es la propensión de las
tropas extranjeras a perpetrar masacres de población civil como la ocurrida a
inicios de esta semana en la provincia de Farah. De acuerdo con la Misión de
Naciones Unidas en Afganistán, tan sólo en 2008 el número de no combatientes
muertos en ese país llegó a 2 mil 118, un crecimiento de 40 por ciento con
respecto al año anterior. A diferencia de las matanzas de civiles inocentes
ocurridas en otras partes del mundo, que tienden a ser condenadas y repudiadas,
la sangría cotidiana de la nación centroasiática suele ser vista casi con
normalidad, y los mandos castrenses y civiles de occidente se limitan a
considerar a los muertos como bajas colaterales, y cancelan la posibilidad de
fincar responsabilidad penal en contra de los autores intelectuales y materiales
de esos asesinatos.
Ante estos hechos, es necesario que los gobiernos occidentales, empezando por
el de Washington, entiendan que la presencia de sus tropas representa, en la
circunstancia actual, un lastre fundamental para lograr la pacificación en
Afganistán, que realicen las investigaciones necesarias para esclarecer y
sancionar los crímenes contra la población, que emprendan a la brevedad el
retiro de sus fuerzas del país centroasiático y que transfieran al ámbito civil
la tarea de pacificar el territorio afgano.
http://www.jornada.unam.mx/2009/05/07/index.php?section=edito
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