El País de España - 29 de
septiembre de 2006
Tortura
Ariel Dorfman
Todavía me ronda, todavía se arrastra por mis recuerdos, ese momento
en que por primera vez me topé con alguien que había sido torturado. Fue en
Chile, a principios de octubre de 1973, unas semanas después del golpe que
derrocó a Salvador Allende. Yo me había asilado en la Embajada argentina y, de
pronto, una tarde radiante, ahí estaba, un argentino alto y de huesos grandes,
con una cara rechoncha que a la vez parecía demacrada, y ojos de niño que
parpadeaban sin cesar y un cuerpo que temblaba, un cuerpo que no podía dejar de
temblar.
Eso es lo que perdura en mi memoria, ese cuerpo tiritando de frío bajo el sol
primaveral de Santiago de Chile aquella tarde de 1973. Todavía poseído y
habitado por esos hombres, todavía preso en aquella celda del Estadio Nacional,
como si no fuera nunca a olvidarse de la corriente eléctrica que seguía
sacudiéndole por dentro, como si nunca iba a poder desterrar esa experiencia de
su cuerpo. Tal como, tantas décadas más tarde, yo me encuentro incapaz también
de expulsar de mi propia mente y memoria esa vida devastada.
Es una imagen que quisiera transferir mágicamente a los ojos y la piel de
cada ciudadano norteamericano en estos momentos en que su país se dedica a
debatir -casi trivialmente, como si fuera la cosa más normal del mundo- si acaso
la tortura es o no es eficaz en la lucha contra el terrorismo. Quisiera
resucitar aquella víctima, forzar su presencia en esta discusión sorprendente y
bochornosa, exigir que toda persona que sugiere que la tortura es lícita tuviera
que pasar aunque no fuera más que unos minutos con el hielo eterno que se
instaló en el corazón y la carne de ese hombre. Tal vez mi optimismo pertinaz
tiene la esperanza de que ese argentino dañado y distante pudiera resquebrajar
la perversa inocencia de tantos norteamericanos, tal como fracturó la burbuja de
la ignorancia que protegía a ese joven chileno que yo alguna vez fui, alguien
que en ese tiempo sabía de la tortura principalmente a través de la mediación de
libros y películas y despachos periodísticos.
Ésa no es, sin embargo, la única lección que nuestro mundo despiadado actual
puede aprender de ese hombre lejano al que se le condenó a temblar
perpetuamente.
Porque esa víctima de la tortura movía sus labios en forma casi imperceptible
allá, en ese jardín de la Embajada argentina de Santiago, intentaba articular
una explicación, murmuraba una y otra vez las mismas palabras. "Una
equivocación, fue una equivocación", repetía incesantemente, y en los días
subsiguientes logré armar los pedazos de su historia torpe y triste. Era un
revolucionario argentino que había huido de su patria y que, una vez en Chile,
se había ufanado de lo que le haría a los militares si dieran un golpe,
jactándose de su pericia bélica y las múltiples armas que tenía escondidas por
ahí. Alarde y ventolera, puro fraude. ¿Pero cómo convencer de ello a los hombres
que lo abofeteaban, que le estremecían los genitales con electricidad, que lo
ahogaban en su propia orina, cómo persuadirles de que había mentido, de que todo
no era más que fantasías para impresionar a sus camaradas chilenos, para que las
mujeres se le rindieran? Era, por cierto, imposible. Confesó todo, todo lo que
ellos quisieron arrancar de su garganta ronca que aullaba que sí, que sí, que
les contaría todo, todo, inventando cómplices y direcciones y culpables. Y
cuando sus datos resultaron falsos, volvían a atormentarlo, una y otra y otra
vez.
No había escapatoria.
Ésa es la encrucijada en que se encuentra toda víctima de torturas. Siempre
es la misma historia, lo que iba a descubrir en los años venideros, en la medida
de que me fui convirtiendo en un experto en todo tipo de degradaciones y
suplicios, mi vida y mi obra literaria atiborradas con la angustia de los
continentes infinitos del planeta. Cada una de esas espinas dorsales fracturadas
y esas vidas deshechas -indonesios, iraníes, chinos, guatemaltecos, egipcios,
rumanos, uruguayos, ¿para qué seguir y seguir?-, todos esos hombres y mujeres
ofrecían el mismo relato de una asimetría esencial, donde un ser humano tiene
todo el poder del mundo y el otro no tiene otro mundo que el dolor, donde un
hombre puede decretar la muerte con un chasquido de los dedos y el otro sólo
puede rezar que ese chasquido de los dedos, esa muerte, sobrevengan lo antes
posible.
Es una historia que nuestra especie ha estado oyendo con creciente revulsión,
un horror que ha llevado a casi todas las naciones de la Tierra a firmar
tratados que declaran que estas abominaciones son crímenes contra la humanidad,
transgresiones que no pueden tolerarse bajo ninguna circunstancia. Ésa es la
sabiduría, nacional e internacional, a la que nos han llevado miles de siglos de
ignominia y tribulaciones. Ésa es la sabiduría y la legislación que se nos está
pidiendo que desconozcamos cuando se formula siquiera la pregunta, does
torture work?, ¿si acaso es eficaz la tortura?
Hay muchos que en los Estados Unidos han estado, ahora último, esgrimiendo el
argumento de que la tortura es contraproducente, puesto que las revelaciones que
se consiguen bajo apremios infamantes -tales como las que se extrajeron del
cuerpo convulsionado de aquel argentino charlatán en algún sótano inmundo del
Estadio Nacional en 1973- son inservibles. Otros manifiestan que es mejor no
utilizar tales métodos porque en el futuro otras naciones o grupos o entidades
podrían justificar un maltrato similar a prisioneros norteamericanos. Aunque
encuentro tales razones irrefutables no quiero siquiera comenzar a utilizarlos,
por miedo a que la mera participación en tal tipo de discusión la honraría, le
otorgaría algún tipo de validez vergonzante.
¿No puede este país, el más poderoso del mundo, comprender que cuando se
permite que sus agentes torturen a un ser indefenso, no sólo se corrompen la
víctima y el victimario sino que la sociedad entera, todos lo que insisten en
que no es para tanto, todos los que no quieren admitir lo que se está haciendo
para que ellos duerman tranquilamente de noche, todos los ciudadanos que no
salieron a la calle para protestar y pedir que renunciara toda autoridad que
sugiera, que siquiera susurre, que la tortura es inevitable, una noche oscura a
la que tenemos que entrar si queremos sobrevivir en estos tiempos
peligrosos?
¿Llega a tanto nuestra enfermedad moral, estamos tan ciegos y sordos y mudos,
que no comprendemos algo tan evidente? ¿Tenemos tanto miedo, estamos tan
enamorados de nuestra propia seguridad y tan sumidos en nuestro exclusivo dolor
que estamos dispuestos a que se torture a otro ser humano en nuestro nombre?
¿Hemos perdido hasta tal punto nuestra decencia que no nos damos cuenta de que
cada uno de nosotros podría bien ser aquel desafortunado hombre argentino que
estaba sentado bajo el sol de Santiago y no podía, no podía dejar de
temblar?
Ariel Dorfman es escritor chileno, autor de La muerte y la
doncella.
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