22-12-2008
“El lamento del cabrón”
Juan Gelman
Página 12
Es el título de una conocida canción del trío español de rock pesado
Orthodox, pero nadie piense mal: se refiere al macho cabrío o cabra muy grande y
no el adjetivo en que el uso común ha convertido al sustantivo. Uno de los
versos de la letra dice “oye al cabrón que llora”. Claro que, en castellano, es
difícil separar las dos acepciones. El cabrón-caprino estuvo presente en la
mitología y las religiones desde tiempos muy lejanos. Artemisa lo consideraba un
animal sagrado y un atributo dionisíaco. En el Antiguo Testamento es símbolo de
la adoración de falsos dioses (Isaías, 13:21 y 34:14). El sumo sacerdote del
templo de Júpiter tenía prohibido tocarlo. Pero éstas son divagaciones.
El presente artículo se refiere más bien a declaraciones recientes de W.
Bush. Cuando un periodista de TV le preguntó cuál era, a su juicio, el mayor
fracaso de su gestión, el mandatario saliente explicó (abcnews.go.com, 1-12-08): “Lo que
más lamento de mis dos presidencias serían las fallas de (los servicios de)
inteligencia en Irak”. Dicho de otra manera: los servicios de espionaje le
informaron que Saddam Hussein tenía un arsenal de armas de destrucción masiva
(ADM) y no le quedaba otro remedio que desatar la guerra. No se compunge por lo
que hizo, que cuesta ya más vidas estadounidenses que el atentado contra las
Torres Gemelas y un número de víctimas iraquíes que tal vez asciende a
centenares de miles, sino por lo que presuntamente le hicieron. Que el
victimario se haga la víctima es un viejo tic de nuestra civilización y exige
mucho olvido, propio y ajeno.
El 7 de octubre del 2002, W. advertía en Cincinnati que “no se debe permitir
al dictador iraquí que amenace a EE.UU. y al mundo con venenos, enfermedades
terribles y gases y armas atómicas”. Ya olvidaba entonces que ocho meses antes
un informe de la CIA no encontraba “evidencias de que Irak esté comprometido en
acciones terroristas contra EE.UU. desde hace casi una década, y que está
asimismo convencida de que el presidente Sa-ddam Hussein no ha proporcionado
armas biológicas o químicas a Al Qaida y grupos afines” (The New York Times,
17-2-02). Es que la decisión de invadir Irak se había tomado ya en Camp David
durante el fin de semana que siguió al 11/9.
El presidente Bush acentuó su no responsabilidad en la entrevista de la
cadena ABC: “Mucha gente arriesgó su reputación y dijo que la posesión de ADM
era una razón para derribar a Saddam Hussein. No sólo personas de mi
administración opinaron así, muchos miembros del Congreso, antes de mi llegada a
Washington D.C., en el debate sobre Irak, y muchos líderes de naciones de todo
el mundo se basaron en los mismos datos de inteligencia... y yo habría deseado
que la inteligencia hubiera sido diferente, supongo”. Dicho de otra manera: W.
no tuvo más remedio que plegarse a la idea imperante sobre Saddam. Qué
desmemoria: Thomas Ricks, corresponsal de guerra del Washington Post, relató en
su libro Fiasco (The Penguin Press, Londres, 2006) que sólo cinco parlamentarios
habían leído la evaluación clasificada de la comunidad de espías. Habrán
encontrado luego –se supone– que la Casa Blanca había mutilado el texto del
informe que se hizo público para convencer al pueblo estadounidense del peligro
iraquí: desaparecieron advertencias y pruebas contrarias a lo que Bush quería
demostrar (New Republic, 30-6-03). Un olvido más qué le hace al tigre.
El mensaje del gobierno norteamericano se volvió cada vez más intimidante en
el 2000: el 26 de agosto, el vicepresidente Cheney –que mucho hizo para ocultar
la realidad– subrayaba en Nashville que Saddam poseía “un arsenal de armas
terroríficas que constituyen una amenaza para nuestros amigos de toda la región
y que podrían someter a EE.UU. y a cualquier otra nación al chantaje nuclear”.
Los analista de la CIA no estaban de acuerdo: en general daban por buenos los
resultados de las inspecciones de la Organización Internacional de Energía
Atómica acerca del programa nuclear iraquí: no existía, según el organismo de la
ONU. Hasta el departamento de inteligencia del Pentágono elaboró una evaluación
que señalaba: “No hay información fidedigna acerca de si Irak está produciendo o
almacenando armas químicas o si ha restablecido, o se propone restablecer, sus
instalaciones de producción de armas químicas” (www.dia.mil, septiembre 2002). La Casa Blanca no tomó en
cuenta el informe: su voluntad política no quiso.
La invasión de Irak y Afganistán obedeció a planes de los “halcones-gallina”
muy anteriores al 11/9 y su olor a petróleo y designios imperiales se extendió
por el planeta. Los históricos olvidos de la historia que perpetra W. Bush
tienen precedentes muy antiguos. Hace 25 siglos, la sangrienta oligarquía de Los
Treinta prohibió en Atenas por decreto recordar la derrota militar que le
infligiera Esparta. Hoy, la repetición de las versiones oficiales torna
innecesarios los decretos.
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-117130-2008-12-21.html
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