03/25/2008
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En el quinquenio de la Guerra del Petróleo
“Cuántas muertes más habrán de tomarse para que sean ya
demasiadas”.—Bertold Brecht
En su reciente teleconferencia con los militares norteamericanos acantonados
en Afganistán, George W. Bush —quien estaba sentado cómodamente en su sillón de
presidente— dijo visiblemente emocionado e inspirado: “Les tengo envidia. Pienso
que si hubiera sido más joven y no estuviera en la Casa Blanca, estaría con
ustedes compartiendo su fantástica experiencia en el campo de batalla. Debe ser
excitante y hasta romántico enfrentarse al peligro”. Si para Bush y su “Darth
Vader” —Dick Cheney, la guerra es excitante, no lo es definitivamente para los
más de 160,000 soldados norteamericanos que han usado sus armas matando a
diestra y siniestra, incluyendo inocentes civiles, y de paso derramando su
propia sangre en enfrentamientos con los insurgentes.
Tan olvidadizo es este presidente “romántico” que no se acordó que en su
juventud y siendo piloto militar, hizo todo lo posible con la ayuda de su papá
senador para evadir el servicio militar en Vietnam y retirarse antes del tiempo
reglamentario de la Guardia Nacional. Los 56,000 jóvenes norteamericanos que
murieron en Vietnam no tuvieron la suerte de tener un padre poderoso y seguir
disfrutando de la vida como lo hizo el joven Bush.
La historia se repite otra vez. De acuerdo a la agencia británica Opinion
Research Business (ORB), en estos cinco años de guerra sin fin, más de 4,000
soldados norteamericanos, 1,000 mercenarios (contratistas) y unos 200 británicos
perecieron en Irak, y más de 400 en Afganistán. Ha aumentado el número de
soldados que se han suicidado, lo que eleva el número real de muertos
norteamericanos. ¿Y cuántos indocumentados han muerto? Solamente el Pentágono lo
sabe.
Como dice la periodista italiana Giuliana Sgrena, quien fuera secuestrada en
Irak, “si los muertos no se cuentan, no existen. En los Estados Unidos ni
siquiera se pueden ver los ataúdes que llegan desde Bagdad. Y si no se ven los
ataúdes, los cadáveres también son invisibles”. Tampoco se ven los heridos. De
los 750,000 soldados que pasaron a la reserva, 65,000 regresaron heridos; y hay
muchos más que necesitan atención médica permanente y ayuda siquiátrica.
Mientras tanto el “romántico y compasivo” presidente ordena recortar el
presupuesto del Departamento de Veteranos, ¡tan grande es su amor al prójimo!
El sufrimiento de padres norteamericanas que perdieron a sus hijos queda
chico si lo comparamos con la tragedia del pueblo iraquí que perdió 1,220,580 de
sus hijos, madres, padres, nietos y abuelos. Desde que EE.UU. invadió a Irak, en
marzo de 2003, más de 4,700,000 personas perdieron sus casas, 2,200,000 se
escaparon al extranjero, de ellos 40 por ciento eran de la clase media, y
2,500,000 se convirtieron en refugiados internos. Los cadáveres llenaron las
calles de Bagdad. Fueron asesinados más de 2,000 doctores, 1,500 científicos,
210 abogados y jueces, 282 periodistas y 330 maestros. La gente vive
aterrorizada y en precarias condiciones económicas. Un 50 por ciento de niños
menores de cinco años sufren de malnutrición y todo el servicio público ha
colapsado. Este es el precio que paga el pueblo iraquí por la Guerra del
Petróleo de Bush.
Sin embargo, la guerra siempre ha producido un efecto bumerán. Durante la
guerra de Vietnam, EE.UU. se desgastó tanto que tuvo que imprimir más dólares
que el respaldo de las reservas de oro le permitía y así en 1971 se derrumbó el
sistema financiero. El gasto de esta guerra, calculada en 5 millones de millones
de dólares ya superó al de Vietnam. La actual crisis económica es su producto y
el precio lo pagará el pueblo norteamericano durante mucho tiempo, mientras Bush
y Cheney descansarán plácidamente en sus ranchos.
vicky.pelaez@eldiariony.com
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