05-10-2007
Los documentos fueron elaborados en la etapa de Alberto Gonzales
como fiscal general
El Gobierno de Estados Unidos autoriza de forma secreta
torturas legalmente prohibidas
Antonio Cañi El País
Después de múltiples condenas del Congreso y del Tribunal Supremo, incluso
después de una rectificación formal del presidente, George W. Bush, el Gobierno
estadounidense ha seguido autorizando el uso de torturas contra detenidos por
medio de documentos secretos emitidos por el Departamento de Justicia y
conocidos por la Casa Blanca. Según la información publicada ayer en exclusiva
por el diario The New York Times, y no desmentida oficialmente, esos
documentos fueron elaborados en tiempos de Alberto Gonzales en la Fiscalía
General y siguen todavía en vigor.
El periódico afirma, citando a funcionarios que tuvieron información sobre
este asunto, que las autorizaciones hechas en secreto por el Departamento de
Justicia suponen "un masivo respaldo de las más crueles técnicas de
interrogatorio jamás usadas por la Agencia Central de Inteligencia (CIA)".
Esas autorizaciones daban luz verde para que los presos interrogados en las
cárceles secretas de la CIA en África, Asia y el este de Europa pudieran ser
sometidos a castigos como golpearles en la cabeza, simular intentos de asfixia,
someterlos a temperaturas heladas o dejarlos en largos periodos de aislamiento.
Similares técnicas podrían haber sido utilizadas, de acuerdo a los permisos
emitidos, en Guantánamo.
La Administración estadounidense suspendió formalmente, en diciembre de 2004,
los poderes que el presidente Bush había concedido después del 11-S para
utilizar las más extremas técnicas de interrogatorio contra los sospechosos de
terrorismo. Poco después de la llegada de Alberto Gonzales al Departamento de
Justicia, en febrero de 2005, empezaron a emitirse de forma secreta nuevos
documentos autorizando los métodos que oficialmente se rechazaban, pero que
algunos responsables de la lucha antiterrorista seguían creyendo necesarios.
Los argumentos legales para autorizar las torturas fueron escritos por Steven
Bradbury, que desde 2005 ocupa la poco conocida pero muy influyente Oficina de
Consejo Legal del Departamento de Justicia, cuya misión es sencillamente la de
asegurarse de que la actuación del Gobierno está dentro de la ley. En esa
oficina han servido antes personas tan respetables como William Rehnquist o
Antonin Scalia, luego miembros del Tribunal Supremo.
Con Gonzales como fiscal general, sin embargo, tanto la oposición demócrata
como varios expertos aseguran que la Oficina de Consejo Legal y todo el
Departamento de Justicia se convirtieron en un mero instrumento al servicio de
la controvertida política de la Administración en su lucha contra el terrorismo.
De hecho, fue finalmente la acumulación de pruebas sobre la actitud servicial de
Gonzales ante el presidente y, sobre todo, ante el vicepresidente, Dick Cheney,
la que le obligó a dimitir el mes pasado.
Aunque The New York Times no llega a establecer de forma concluyente
la responsabilidad de la Casa Blanca en esta operación, parece evidente que la
actuación de Gonzales estuvo coordinada por la oficina del vicepresidente, que
siempre defendió en reuniones privadas la necesidad de las torturas y buscó los
medios para continuarlas, pese a todos los obstáculos encontrados.
Entre estos obstáculos está una decisión del Tribunal Supremo en 2006 que
asegura que todos los sospechosos de Al Qaeda detenidos en cárceles secretas o
en Guantánamo están protegidos por la Convención de Ginebra. El Congreso aprobó
también en diciembre de 2005 y en noviembre de 2006 dos leyes distintas
prohibiendo el "trato cruel, inhumano o degradante" en los interrogatorios.
Frente a esas objeciones, la Administración trató de maniobrar para seguir
adelante con su política original. Según un experto en interrogatorios de la
CIA, Paul Kelbaugh, las técnicas aplicadas hasta ese momento "habían permitido
obtener muy buena información" y el Gobierno no quería renunciar a ellas.
Necesitaba, sin embargo, la base legal para justificarlas. Ahí es donde entran
en juego Gonzales, un viejo amigo de Bush, y Steven Bradbury. Este último
asegura a los periodistas de The New York Times que firman esta exclusiva
que nunca actuó por presiones de la Casa Blanca. Pero lo cierto es que sus
opiniones, emitidas en secreto desde su influyente oficina, son las que dieron
pie a que las torturas siguieran siendo admitidas. Bradbury aconsejó, entre
otras cosas, al presidente que los métodos de interrogatorio de la CIA no
contradecían las condiciones de "trato cruel, inhumano o degradante" impuestas
por el Congreso, ni violaban la Convención de Ginebra, como pedía el
Supremo.
Fue seguramente sobre esa base legal sobre la que Bush dictó en julio un
decreto en el que autorizaba a la CIA el uso de métodos de interrogatorio
prohibidos por el Ejército. Aunque nunca se informó, porque no está obligado a
hacerlo, qué métodos eran ésos, es fácil deducir ahora que los métodos
autorizados son las torturas que el Departamento de Justicia había considerado
previa y secretamente legales.
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